LOS REPORTAJES DE GQ

La ventana
indiscreta
José Luis Muñoz

Sólo te miraba para ver si me mirabas mirarte. Un exhaustivo repaso al voyeurismo, una de las pasiones más viejas y gratificantes de la humanidad.

Una hermosa muchacha insinúa su cuerpo tras una persiana entreabierta. No sabemos si es consciente de la admiración que suscita. Refugiados en el anonimato, nuestros ojos se deleitan en su piel y en sus curvas. Mientras la miramos, imaginamos lo oculto; puede que hasta la hagamos más bella en nuestra imaginación de lo que realmente es. Vemos sin ser vistos, pues si fuéramos observados a la vez por ella, nuestra mirada sería su cómplice. La mirada que nos proporciona placer es la que se dirige a nuestro oscuro objeto de deseo. ¿Acaso ella lo sabe o juega a ser observada? Esta visión, inherente casi a la condición masculina, completa y enriquece nuestra parcela erótica. Contenemos la respiración ante una puerta entreabierta tras la que la prima, la amiga de nuestra hermana mayor o la vecina se desnuda ajena al deseo que despierta. ¿Quién cerraría los ojos o pasaría de largo sin más? Nuestra sexualidad no se circunscribe exclusivamente al espacio genital, en eso diferimos de otros mamíferos; el erotismo, ese juego lúdico y estético armado alrededor de nuestros apetitos más primarios, se convierte en valor cultural.

Hay una serie de sentidos que complementan al acto procreativo y lo visten para alejarlo de la mera mecánica: el gusto, el olfato, el oído y, sobre todo, la mirada, con la que enriquecemos nuestro deseo. Miramos a nuestra amante mientras se desnuda, gozamos previamente de ella con la vista ante de con el tacto. El éxito de Gran Hermano, la entronización de la vulgaridad en la pantalla, confirma que nos gusta mirar al vecino. Hay quien está pendiente de lo que hacen esos tipos vulgares bajo las sábanas y puede pasarse horas pegado al televisor. Hay quien mete las monedas en la cabina de un peepshow para que la luz no se apague y ver así el falso orgasmo de la beldad rubia, pero no es lo mismo.


El ojo público
Un escenario de un pequeño teatro de cualquier ciudad europea. Un bien dotado actor, presunción masculina en cuanto a centímetros de virilidad, accede a las contorsiones de una vestal rubia. Una gimnasia explícita para los grupos de hombres, aunque también hay alguna pareja. Mezcla de actividad circense y exhibicionismo. Posturas imposibles que sacian la calenturienta imaginación del patio de butacas. Los exhibicionistas actúan en el escenario; los voyeurs se excitan en la platea. Dos compartimentos estancos que se interrelacionan sólo de vez en cuando. La contorsionista ilumina al público y pide un voluntario que la contente. Y puede que lo encuentre. El voyeur pasa a exhibicionista. Este tipo de voyeurismo exige la complicidad de un exhibicionista. Los esculturales culos enmarcados por los hilos dentales se exhiben por las arenas de las playas de lpanerna y Copacabana porque hay alguien que va a deleitar su mirada con la visión de esa carne prieta, morena y perfecta. La mirada lúbrica de un hombre sediento de cerveza persigue el balanceo de los voluminosos pechos de una de esas strippers que se pasean por las barras de los bares de EELTU antes de introducir un billete de 20 dólares entre la braguita y el muslo. Es la otra cara de la contemplación, la del precio exacto y la imaginación condicionada. Las miradas de los fans del tap dance, esa danza que ejercitan bailarinas que se desnudan en privado con la única condición de no ser manoseadas por sus clientes... La misma prerrogativa que tenía la misteriosa bailarina de la película de Etom Egoyan Exótica.

El rugido masculino

La inauguración de una discoteca en Barcelona. El propietario ha alquilado a una muchacha para que caldee el ambiente. Es menuda pero está más que bien dotada con descomunales senos que se sujeta con las manos mientras danza desnuda, arropada con una impresionante serviente, como Salma Hayek en Abierto hasta el amanecer. La actuación, bajo un torrente de luz azulada, congela la sala. La música disco retumba, pero nadie mueve un músculo; todos están pendientes de las contorsiones de la muchacha con su narcotizada serpiente. Los decibelios ahogan el rugido masculino cuando arroja el minúsculo tanga a la pista de baile y se pasa la serpiente entre las piernas. Luego, brillante de sudor y purpurina, se abre paso entre la gente, ajena a los dos centenares de voyeurs prendados de sus curvas.

Gipsy Rose Lee inventó el streptease a principios del siglo XX. De las picardías de entonces a las más explícitas de nuestros días, el recorrido ha sido largo y puede que el buen gusto se haya quedado por el camino. Pero al arte de desnudarse para ser mirado ya era practicado en la Roma antigua: una emperatriz bizantina, Teodosia, fue bailarina de circo antes de empuñar el cetro. Hoy conocemos piezas de literatura que son magistrales tratados sobre el tema. Seamos edécticos. Marc Behm, novelista, nos obsequió La mirada del observador (que tuvo un pálido reflejo cinematográfico en una película interpretada por Ashley Judd y Ewan McGregor): un tipo, bautizado por el narrador como El Ojo, observa a una chica de la que está enamorado; la sigue por medio mundo y espía sus coitos, pero también ve sus asesinatos sin intervenir, sin osar alterar el curso de los acontecimientos, constreñido por su rol (en este caso, psicótico y punible) de mirón. En los cuentos de Bocaccio que integran el Decameron hay ejemplos de esa actividad visual: urt marido, demasiado mayor para satisfacer a su joven y bella esposa, contempla cómo unos muchachos la toman, y obtiene así un placer tan oscuro como el tonel donde se esconde. Pero quien nos ha dejado un riguroso tratado sobre la materia es el surrealista francés George Batafile en su Historia del ojo. ¿Cuántas formas hay de mirar? ¿Cuántas formas hay de mirar a una mujer desnuda o vestida?
El voyeur no debe estar desnudo, sino vestido, para disfrutar de su posición. Por esa razón, paradójicamente, una playa quizá sea el peor escenario para él: la mirada se pierde ante tanta carne. Este es un concepto que ha entendido uno de los fotógrafos más importantes de nuestros tiempos: Helmut Newton. En sus fotos, mujeres sin más prenda que zapatos de aguja, collares o esclavas pasean, con la misma seguridad o elegancia que si fueran vestidas, ante tipos encorbatados: en el contraste está el destello erótico que hace que esas imágenes deleiten nuestras pupilas. Newton nos transfiere la mirada de esos tipos, que a la vez es la suya. Los fotógrafos convierten en arte esta singular actividad visual y, gracias a ello, podemos admirar sin culpa la galería de nínfulas que retrata David Hamilton. Las calles se convierten en una exposición para la mirada lúbrica: vallas publicitarias con chicas espléndidas anunciando coches, quioscos con atractivas chicas como portadas de tentadoras revistas... sueños sólo posibles por el arte de esos prestidigitadores del instante.

De la pintura al peepshow
Antes de la fotografía, la pintura saciaba los apetitos visuales. Siempre ha habido cuadros de desnudos (mujeres bañándose, practicando ritos higiénicos, tendidas, amadas por Zeus o mirándose en los estanques) que poblaban paredes de palacios o habitaban en viviendas civiles. Los grandes pintores nos han dejado las bellezas de antaño, han plasmado su articular mirada sobre sus modelos, os han transferido sus emociones y s pasiones. Viendo en los museos s cuadros de Tintoretto, Rubens, Modigliani o Romero de Torres, nos podemos poner en la piel del pintor cuando iluminaba a brochazos a la modelo desnuda.
El voyeurismo ha perdido el encanto que podría tener, por ejemplo, en el siglo XVIII, tal vez el más licencioso de la humanidad. Hoy se intenta equiparar comprando una entrada para un espectáculo hardcore o metiendo monedas en la ranura del peepshow para ver un espectáculo más soez que erótico. Pero en algunos, el exquisito placer del ojo sobrevive al gozo genital : no muere nunca. JOSÉ LUIS MUÑOZ



Menú del voyeur
*La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock
*Las obras completas del Marques de Sade
*Las fotografías de Helmut Newton
*Casi todo el cine firmado por Bigas Luna
*Malena de Giuseppe Tornatore
*La revistas como Sport Illustrated, que se vende en los quioscos
*Buena parte del cine de Luis Buñuel, sobre todo Ese oscuro objeto del deseo, en la que Ángela Molina baila desnuda sobre una mesa para la mirada de un anciano Fernando Rey.
*Las andaluzas de Julio Romero de Torres
*La mirada del observador de Marc Bhem.
*Los desfiles de moda



CINE: La apoteosis de la mirada
Hace unos lustros, un tipo anodino con los rasgos de Dudley Moore oteaba con un catalejo las piscinas de sus vecinos buscando chicas desnudas, pero cuando queria dar un paso más allá (materializar sus fantasías con Bo Berek, la chica diez) el fracaso era espectacular. Más sutil era Alfred Hitchcock cuando metía al espectador en los ojos de un James Stewart postrado en una silla de ruedas en La ventana indiscreta: un inválido que debía conformarse sólo con mirar, aunque lo que viera no furan parejitas haciéndose arrumacos. ¿Es siempre el voyeur un inválido onanista? En Bilbao, de Bigas Luna, Leo es un voyeur obsesionado por la carnalidad de Bilbao-Isabel Pisano, una stripper a la que captura para jugar, pero el juguete se le rompe entre los dedos. En el cine, como en un juego de espejos, el mirar miramos a los que miran. Malena, la sorprendentemente erótica película de Giuseppe Tornatore, es todo un tratado sobre la pasión de la mirada; los ojos de los hombres de un pueblo siciliano se pierden tras los femeninos andares y el soberbio juego de caderas de Monica Bellucci, que cada día cruza la plaza desatando envidias femeninas. Mira el adolescente y mira el espectador con sus ojos tal monumento de sensualidad agigantado por la pericia del realizador. El doctor al que interpreta Tom Cruise en Eyes Wide Shut, película de Stanley Kubrick, es el voyeur de lujo de la fastuosa orgía palaciega a la que acude con la cobertura de la máscara. ¿Qué nos proporciona el cine, sino una sucesión de exhibiciones de todo tipo en la oscuridad de una sala? Las actrices se desnudan y simulan hacer el amor en la pantalla, y así alimentan nuestros deseos visuales después de haber alimentado los del director. Otras actrices no simulan, copulan en la apoteosis del cine porno y nuestros ojos son el objetivo que capta el primerísimo plano de los cuerpos en plena acción.



Consejos para un festín programado
*Mejor estar vestidos que desnudos, y a ser posible, elegantemente.
*La mejor situación de observación suele ser una esquina. Busque una sila y siéntese. Fume un cigarrillo y beba una copa. Relájese antes de empezar a mirar.
*No olvide algo importante: la complicidad con la persona observada. No se trata de invadir su intimidad, sino de compartirla.
*Procure no estar solo. Si su compañía es una hermosa y elegante mujer, mejor todavía. Deseche la compañía masculina.
*El espectáculo debe ser privado, a la carta, sin límite de duración. El verdadero deleite no tiene horarios.
*Ellas, preferiblemente, con anteojos negros, atadas por las muñecas y sobre zapatos de aguja. Guapas, estilizadas y muy curvilíneas.
*Música clásica para la ocasión o silencio. Los jadeos molestan, son como la risa incorporada a los programas de humor de televisión.
*La adorada exhibición ha de tener ciertos aires de, digamos, danza. Ha de ser como la coreografía de nuestros deseo más oculto.
*Recuerde que no debe alternar, jamás, con los actores. Hay que mantener siempre las distancias.
Este reportaje fue publicado en el número 59 de la revista GQ de fecha Septiembre 2001

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