PAISANAJE

NEYORQUINOS (3)


José Luis Muñoz
Los neoyorquinos aman, como nadie, el deporte. Van en bici al trabajo, cruzan los puentes del East River y el Hudson, pedalean por Central Park, y lo hacen con las más diversas indumentarias, desde el ejecutivo con traje y corbata y pinzas en los bajos de los pantalones, para no pillárselos con los pedales, a los ataviados con pantalón corto y camiseta. Nueva York respira salud desde que se ha reducido, drásticamente, los índices de obesidad y se han importado, por ejemplo, a España.

La comunidad judía de Nueva York es tan numerosa como influyente. Son minoría, no obstante, los que salen a la calle con la vestimenta distintiva, pero hay una tienda de fotografía, puede que una de las mayores del mundo, en la que todos los empleados son judíos y llevan las características trenzas y kipa sobre la coronilla. Este rabino, con aspecto de sabio y recto, consulta un mensaje que acaba de entrar en su móvil.

Los ciclistas coexisten sin problemas con los automóviles. Es posible dar la vuelta a Manhattan en vehículo a dos ruedas y propulsión humana siguiendo los carriles bici que circundan la isla, pero también lo pueden hacer por las amplísimas avenidas por las que pueden circular sin problemas, a pesar de lo que dicen algunas guías alarmistas. Si le gusta la bicicleta, Nueva York es su ciudad, y la cantidad de kilómetros que pueda hacer es sencillamente incalculable, tantos como la suma de sus calles y avenidas.

Este personaje es Cristóbal Colón que fue famoso por equivocarse y descubrir, es un decir, el Nuevo Mundo que era tan antiguo como el suyo. Está en una plaza, en uno de los extremos de Central Park. No responde mucho a los retratos que se tienen del marino genovés, catalán, mallorquín, judío o de donde demonios sea el misterioso personaje, sino que parece haberse inspirado quien hizo la escultura en algún actor hollywoodiense. Pero no, porque la estatua es más antigua que la meca del cine.

Dos fotos de un personaje femenino que me gusta, pero es que no sabía cual desechar y, ante la duda, las dos. No sabemos de qué se sorprende esta delicada muchacha con pendientes y foulard sacados de las mil y una noches en la primera. ¿Del fotógrafo que la enfoca desde la acera de enfrente antes de que cruce? En el cristal de sus gafas se refleja una avenida neoyorquina, próxima a Central Park, y un taxi amarillo. Me gusta su fragilidad y capacidad de sorpresa. Mantuvo la boca abierta largos segundos, hasta que me crucé con ella. Creo que soy uno de los peatones que, reflejados en sus gafas, pisan el paso cebra en la segunda instantánea, en la que su boca se cierra.
Viendo a los neoyorquinos uno se pregunta si de la ciudad de los rascacielos salen todos los atletas del mundo, porque todos circulan deprisa por sus calles o sencillamente corren. Camiseta, cinta en el pelo, gafas de sol, auriculares para escuchar música y desconectarse del mundo.

El agente 1840 de la NYPD parece bueno y campechano. La sotabarba ligera, y lo que se adivina bajo el uniforme en la zona del estómago, permiten hacernos un retrato de alguien que aspira a una tranquila jubilación sin sobresaltos cortando los rosales en su jardín. Es un tipo que no quiere complicarse la vida, que prefiere hacer patrullas rutinarias y poco peligrosas antes que hacerse acreedor de medallas persiguiendo yonquis o peligrosos pandilleros. No ha disparado contra nadie en su vida y por la noche duerme a sus niños con un cuento.

Los rasgos de las orientales siempre me han seducido por su hieratismo. Me parecen, por lo general, bellos y femeninos, trazos de fino dibujante, sus ojos rasgados que suelen ir acompañados de una boca de labios carnosos. Y no me olvido del pelo, que siempre es de un negro intenso, imposible.

Este hombre de piedra pensativo parece agobiarse con las palomas que se pasean por encima porque no puede hacer ningún gesto para ahuyentarlas. De poco le sirven esas manos fuertes, cinceladas con precisión por su hacedor, si no puede moverlas ni para espantar a una mosca. Lleva años mirando como los turistas alquilan sus bicicletas en Central Park y él quieto, por los siglos de los siglos. Su quietud nos sobrevivirá a todos.

La muchacha oriental del carrito mira al fotógrafo antes de cruzar la calle. Las puntas de su cabello caen primorosas sobre su sencillo vestido blanco. Aprieta con fuerza la barra de su coche de niño/a ─ o quizá vaya dentro el bebe de Rosmary teniendo en cuenta que el siniestro edificio Dakota en cuya puerta fue asesinado John Lennon no anda muy lejos ─ del que cuelgan bolsas de compra, porque Nueva York es la más grande boutique del mundo.

Próximos a Times Square, en una calle cerrada al público, estos dos jubilados tocados con gorra miran como transcurre una vida de la que ellos parecen haberse apeado. Detrás un oriental, quizá miembro de la Yakuza, con gafas oscuras para no ser reconocido, espera que un compinche se acerque para traspasarle la bolsa que aferra con mano firme. ¿Polvo blanco o la cabeza de un descuartizado?

La preocupación de la muchacha oriental se dibuja en su frente y en el gesto desvalido de su mano. Una de sus cejas se alza y una diminuta arruga surca su cuello. Su oreja es pequeña, y de lóbulo pegado. Hay un lío de tirantes sobre sus hombros. ¿Qué es vestido, qué camiseta y qué sujetador? De su cadenita cuelga una estrella de la suerte.

Lo siento, pero por mucho que perseguí a la muchacha del MOMA no conseguí captarla nunca de forma nítida y siempre salió como un fantasma en huída constante. En unas salas porque había escasa luz, en otras porque se movía como las heroínas de las películas de luchas orientales de Ang Lee o Zhang Yimou. Sin buscarla, me crucé infinidad de veces con ella y debió pensar que ninguna de ellas era fruto de la casualidad. Acertó. Llevaba un vestido precioso, de seda multicolor, y vaporoso, y ella también lo era. Pero eso se lo han de imaginar.


Hispanas, e hispano. Más un yanqui de pura cepa, wasp tipo camionero, que asoma al fondo con cuello de toro. Las dos chicas parecen hermanas, pero la melena negra de la segunda es sencillamente espectacular, tanto como su juventud y ese aire de seriedad que combina con el acné, esos dichosos granitos que motean sus mejillas para afearle el rostro pero certifican su juventud.


Esta turista fibrosa ha llegado a Nueva York quizá desde Nueva Orleans y espera a que su novio le haga una foto, y en la espera soy yo el que me adelanto. Tiene el cuerpo preciso de una bailarina, brazos musculados e imagino que las piernas también. Una chica que podríamos ver saltar en un musical tipo Fama y corre en la marathon de la ciudad de los rascacielos. Observen la caída femenina de su mano. Y la paloma que se coloca a continuación de su cámara automática de fotos. Al fondo un tipo que se hurga la nariz. Todos cerca de Times Square.

Esta bonita chica negra anuncia ropa a 25 $ en los folletos que va entregando a todo aquel que los acepta. Lleva horas en el centro de una acera con viandantes que pasan por delante y detrás de ella y pocos son los que aligeran su mano de los folletos de oferta. Observen el maravilloso rizado de sus cabellos y el precioso tono de su piel. Y la dulzura de sus rasgos.

Tengo un amigo colombiano que es exactamente así. Es más, cuando miro la foto no sé si la tomé en Nueva York o en Bogotá hace cuatro años. Se trata de un escritor y profesor, excelente persona, al que conocí en un congreso en Bogotá y del que hace tiempo no sé, por lo que este texto actúa de llamada si se reconoce. Pero no es el que sale en esta foto fechada en Nueva York y en 2009. El objeto del retrato es un chino de Chinatown abstraído en sus pensamientos que resultan indescifrables.


Este patio de butacas bastante cutre y caótico desentonaría en cualquier ciudad del mundo menos en Nueva York. Times Square está al fondo, con sus rótulos luminosos que también refulgen por la mañana, y pasa un rickshaw a pesar de que no estamos en China ni en Chinatown. Las sillas verdes, de plástico trenzado, parecen rescatadas de una playa; los bidones de plástico, espantosos, son los que marcan las obras, pero aquí delimitan la frontera de un territorio peatonal que no debe ser invadido por los coches. Un ciudadano negro pasa mientras otro, sentado de espaldas, observa. Una pareja risueña y feliz mira a la cámara mientras otra cámara, furtiva, en la esquina, obtiene una foto robada. Al hombre creo que ya lo hemos visto antes: es un neoyorquino feliz de ultísima hornada. Y ella, su feliz pareja, neoyorquina también.

Esta norteamericana come un sándwich vegetal antes o después de entrar en el Gugenheim que está a continuación de los adoquines del suelo, a cien metros, cruzando una de las calles que bordean Central Park. Si se guarda en la retina el de Bilbao, el de Nueva York no es gran cosa, más modesto y de andar por casa. Pero esa mañana había una cola inmensa que daba dos vueltas a la manzana, quizá porque la entrada era gratis. En el bocadillo que come la chica hay lechuga e imagino que algo más. Es una muchacha pelirroja y ligeramente pecosa. Ignora que yo estoy mismamente detrás de ella, apuntándola con mi Nikon, y que si tomo carrerilla puedo saltar por encima.

Un oriental sorprendido ─ quizá no escuche música por los auriculares sino que se esté enterando de que sus fondos de inversión volátiles pues eso, volaron a no se sabe qué bolsillo ─ y unos muchachos negros con pinta e indumentaria de pandilleros. Hay un tipo con rasgos árabes cuya cara parece vaya a ser cepillada por el peinado oxigenado y de de punta de una mulata. Un muñeco ríe, solitario, en el interior del escaparate, sabedor de que nadie lo va a comprar y sólo saldrá de su cárcel cuando el dueño de la tiende se harte.

Los rasgos de esta bella mulata que recibe una llamada de amor se disponen con regularidad pasmosa y armónica en su rostro. Cejas, ojos ligeramente inclinados y pintados de azul, hermosa e importante nariz y labios gruesos llenan un rostro que se ladea para apoyarse en la mano que maneja el teléfono móvil con el gesto cariñoso de quien deja caer la cabeza sobre el hombro del amado que le está susurrando que la quiere, que es la chica más hermosa del mundo y la invita a una cena romántica de fin de semana. No veo ningún tirante, pero juro que iba vestida.

Los rasgos se repiten. Hasta las caras de los dibujos animados están tomadas de la realidad. El de este policía, que es de ancestros japoneses, y patrulla en solitario, lo he visto en algún dibujo del siglo pasado, en Heidi, Marco o algo por el estilo. Es el agente 19016. Me gusta que vayan numerados, porque si cometen alguna irregularidad y se dieran a la fuga, sólo tienes que tomar su número de matricula, como si fuera un coche, y denunciarlo. ¿Pero hay tantos? Más. Nueva York es, sin duda, una de las ciudades más protegidas del mundo. El número 5 en la solapa del uniforme no sé qué demonios quiere decir.

Este es el tipo que hace las fotos que ven y escribe los textos que leen, si llegaron hasta aquí. Y está en Central Park, como se ve, junto a uno de los lagos que aprovisionan de agua Manhattan que, si no me equivoco, y que alguien me corrija si no es así, se llama Serpentine como el otro, el más menudo, Reservor, como la primera y mejor película de Tarantino pero sin el dogs. El día está nuboso, como todos los días, por cierto, y la fotógrafa, que es exquisitamente bella, pero ustedes no pueden advertirlo, me corta la mano. Así me parezco un poco al manco de Lepanto, lo que no está mal si esa es la forma de que se me pegue su talento literario. El sujeto va ataviado con una camisa de lino blanco, que se compró en Jaisalmer, India, a mediados del año pasado, y luce barba canosa y pelo abundante. No sé qué está mirando, lo juro, pero puede que se trate de una simple pose.


Este agente, en una esquina, bien pertrechado su cinturón de instrumentos de trabajo ─ las esposas las debe de llevar detrás ─ está algo lejos y no me permite distinguir su número. De esa esquina nadie lo mueve. Se limita a girar la cabeza a un lado y a otro buscando presuntos delincuentes, pero Giuliani limpió la ciudad hace años, a tiro limpio, y la gente de malvivir se ha buscado otra ciudad, por lo que su patrulla es aburrida y rutinaria. Pocas ciudades tan tranquilas y distantes de Taxi driver como el Nueva York actual. La ciudad que retrataba Scorsese resultaba muy fascinante…para ver en la butaca de un cine.

¿Se baja o se sube de la bicicleta en Central Park? Haga una cosa u otra, parece no disfrutar de la máquina de dos ruedas. Quizá debiera cambiar el sillín, que ya muestra las tripas. El cabello negro hace juego con la combinación que lleva. Las mallas grises le cubren las piernas.

No lee una novela, ni Lolita de Nabokov a pesar de sus gafas, sino un libro de autoayuda, y lo hace en un discreto y hermoso parque que ocupa un cuarto de manzana y está próximo a Central Station y al Grand Hyatt Hotel. Hace calor, pero la muchacha se abriga con una rebeca, lo que me causa perplejidad, me hace sudar hasta ahora. Bajo sus gafas de plástico se adivinan ojos rasgados. Y sus pies, gordezuelos, reposan en cómodas sandalias playeras.


No son chicas de coro góspel, o quizá sí lo sean y aprovechan su relación para irse las dos de compras. Si las miro bien creo que cantan, sí, pero una es la madre de la otra. La mujer del súeter rosado se rasca la frente mientras su niña permanece abstraída tirando de la cadena que cuelga de su cuello.

Si miro esta foto lo primero que veo son unas gafas, en las que creo reflejarme en un tipo con camisa de lino blanca. Gafas poderosas para tan poca nariz, pienso. La mujer rubia muestra una mano retorcida. La calle está muy concurrida. Algunas aceras neoyorquinas parecen andenes de metro en hora punta.

Harlem, hacia el mediodía y con calor considerable. Un pandillero reciclado que va a misa góspel en donde prestará sus servicios como gorila de puerta, para que nadie entre o salga perturbando la ceremonia. Detrás del coche, la cola de turistas que serán sentados en el anfiteatro de la iglesia para disfrutar del colorido y rítmico espectáculo religioso de donde han salido voces gloriosas a cambio de una limosna de 1 o 2 $ cuando el hombre que pasa el cepillo se lo alargue. El tipo tiene una cabeza poderosa y Dios sabe la de cabezazos que dio, la de narices que rompió e hizo añicos, antes de sentarla.

La china mira de reojo al fotógrafo y viajero. ¿Por qué me fotografía este tipo con aspecto de palestino? ¿Por qué no se fotografía a si mismo? El color caoba de su pelo no es perfecto: observen su punta. Uno de los ojos casi se pierde de tanto que lo gira.


Esta puede ser la imagen de la obsesión por el ejercicio físico. La muchacha, en cuyas gafas deportivas se reflejan las avenidas de la Gran Manzana, es toda ella músculo. No nada, puesto que tiene los hombros caídos, pero seguro que debe de levantar pesas en su elegante gimnasio al que acude todos los días. Va al trabajo en bicicleta y se ducha antes de sentarse ante su mesa de despacho. Pasa hambre y está a dieta de lechuga y huevo duro. Cuando me la encuentro, en una de las aceras, corre al ritmo de la música de su Ipod.
Las fotos son de José Luis Muñoz menos una, que no puede serlo, y es de Alicia Núñez

Comentarios

Graciela Fernández ha dicho que…
Hermosas fotos... y muy guapo el señor que las ha tomado, el de la camisa blanca al que le cortaron la mano. Tiene un perfil interesante. A los cincuenta, puedo darme el gusto de piropear hombres, ¿no? Cariños desde Argentina. Graciela.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues gracias, amiga argentina. Eres muy amable. Celebro que entres en mi blog y disfrutes de fotos y textos. Y espero que esto te anime a conocer alguna de mis novelas que supongo pueden encontrarse en Argentina o pedirse.
Un abrazo desde la otra orilla
Anónimo ha dicho que…
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