DIARIO DE UN ESCRITOR
Creo que ya va siendo hora de retomar "Otumba". No hay prisa, pero tampoco quiero eternizarme. No hay prisas porque este año tengo tres novelas en las librerías. La segunda, “Llueve sobre La Habana”, saldrá la semana que viene. Otumba crece lentamente. 598 páginas y puede que llegue a las 700. Será mi segunda novela más larga, después de La pérdida del paraíso. La que más me está costando: 10 años. Una de las más complejas por los impronunciables nombres aztecas y sus complicadísimos ritos. Consulto los libros que me llevé de México la última vez que estuve. Hay que contrastar lo que dicen los autores mexicanos y lo que sale de los españoles para hacerse una idea de lo que pasó exactamente en ese período épico en el que las dos culturas se confrontaron. Bueno, exactamente es imposible, porque no estuve allí, y aun estando mi visión sería parcial. Quiero ser obsesivo con los detalles, con las vestiduras de los aztecas y las armaduras de los conquistadores, con los rituales de sangre de la muerte florida y los ahorcamientos, mutilaciones y hogueras de los españoles. Seguir los preceptos de John Irving de que la novela es detalle, detalle y detalle. Es difícil no perderse entre doscientos personajes. Esto es como una superproducción. Estiro las piernas al atardecer. Voy con La mirada del observador de Marc Bhem bajo el brazo. He llegado hasta la página ochenta de esa novela magnífica que releo, algo insólito en mí. Cuando llego a Times Square de Granada, la esquina de Correos y el Hotel NH, tiro Reyes Católicos arriba, cruzo la Gran Vía y desemboco en Plaza Nueva. Hoy no llueve y la tarde está espléndida, con un cielo azul pálido y el blanco de las fachadas de las casas encaladas reverberando. Subo al Albaicín por Calderería Nueva. Sigo los mismos pasos que me guiaron ayer. Pero ya han quitado los andamios que cubrían la encalada fachada de la iglesia de San Gregorio Bético e incluso la puerta de la iglesia está abierta. Entro, pues nunca la he visto. Es pequeña, blanca y con un pequeño altar dorado, barroco y recargado, separado del resto de la iglesia por una reja. Pero lo que me sorprende, o me inquieta, es una monja orando, vestida de blanco, arrodillada y que me da la espalda. Su vestido parece una gasa que flota. No se mueve, parece no respirar, ni oírme cuando me acerco a la reja que nos separa. Por un momento pienso que se trata de una alucinación, o de una estatua. Pero hay un momento en que la veo que inclina la cabeza y me tranquilizo. Espero unos minutos a ver si termina de rezar, se levanta y se vuelve, pero no tengo suerte. Salgo a la calle y dejo a la monja, que me parece la de la portada de la última novela de Antonio Gómez Rufo que presenta Gregorio Morales pasado mañana en Granada, con sus oraciones. Subo los escalones amplios de la calle San Gregorio. La taberna El Beso está cerrada. Por lunes. Hambre de besos. Llego a la Placeta Cruz Verde y contemplo racimos de lilas que cuelgan de un carmen. De la ventana abierta de una vivienda me llegan los acordes de “Feliz Navidad, mister Lawrence”. ¿Qué fue de Oshima? Cuando llego al Mirador de San Nicolás me encuentro un buen número de turistas, flamencos con sus guitarras, decenas de chicos de Erasmus. Me siento sobre una balaustrada y leo algunas páginas de “La mirada del observador”, pero mi oreja está atenta a la conversación que tiene lugar a mi derecha entre dos chicas extranjeras y dos chicos nacionales. Los muchachos pretenden ligarlas. Ellas, por el acento y alguna palabra que cruzan, son alemanas. Uno de los muchachos está sentado en un extremo, al lado de una de ellas, y el otro en el suelo, frente a la más atractiva, simpática y parlanchina de las alemanas. Me doy cuenta de que no tienen muchas posibilidades cuando la muchacha le dice, al que está en el suelo, que a ella le gustan los hombres de dos metros de altura. El pretendiente no los tiene. Tampoco el callado que tengo hombro por hombro. La muchacha se deshace en excusas, por su observación, pero empeora las perspectivas de los muchachos cuando dice que para ella, que tiene el referente de su novio que mide dos metros, ve a todos los demás muchachos pequeños. Yo de ellos me retiraría y buscaría en otra parte. Con eso la alemana le está diciendo que es pequeño, que ya tiene novio y hasta que el grandullón puede venir y darles unos cuantos sopapos. ¿Dos metros? ¿No son muchos? Sale el sol, entre nubes interiores, y aparece Onuba. O quizá sean lo mismo. No esperaba encontrarla allí. Granada es pequeña y no debo desesperar de tropezar, también, con el director de orquesta maldito al que ando persiguiendo sin que él sepa nada. Onuba va cargada con una voluminosa mochila y armada con su cámara de fotos, pero no retrata la majestuosa Alhambra que se convierte en oro como cada tarde. Me arrepiento de no haber cogido mi Canon para hacerle la competencia. Bajamos hasta la plaza de San Nicolás Bajo, en la que ya estuve ayer, hoy con sol en vez de lluvia. Nos sentamos a una mesa de sus dos terrazas, junto a la pared, para ver el panorama. Onuba pide un tinto con blanca, con muy poco tinto, y yo una cerveza. El del bar nos conoce, nos da conversación y el programa de procesiones. La crisis no le afecta. ¡Pues qué suerte! El día que los bares de Granada estén vacíos es que se acaba el mundo, o que se ha acabado ya porque si se acaba seguro que aprovechan los últimos suspiros en un vinito. Hablamos y nos coge hambre. Pedimos carne de cerdo en salsa con pimientos secos, ñoras, y almendras. Un acierto. En el sur la gente da por sentado que el solomillo es de cerdo, del mismo modo que en el norte de ternera. La tarde cae y el cielo se vuelve rosa sobre nuestras cabezas. Reina una temperatura primaveral. Sigo viendo lilas por todas partes. Enfrente, al otro lado de la plaza, el toldo de una tienda ya cerrada con el literal “Prensa y de toó”. Pido otra cerveza y Onuba otro tinto con blanca. Cuando el sol se oculta empiezan a encenderse, discretamente, algunas farolas que irradian una luz mortecina al Cristo de los Faroles protegido por cadenas que se yergue en uno de los extremos de la plaza. Luego, bajando, en una acera junto a una iglesia que quinientos años atrás fue mezquita, nos besamos. Pienso en la monja y en su hábito vaporoso, fantasmagórico. ¿Seguirá rezando?
4 de abril de 2011 Quedarse en casa con este día primaveral me parece un delito, así es que después de terminar el delicioso e imperfecto bizcocho de ayer (quizá la delicia estribaba en su imperfección), leer la primera reseña positiva de “Tu corazón, Idoia” y contestar algunos correos, me he puesto el pantalón corto y he cogido de nuevo la bici ya que parezco estar en buena racha ciclista. El paseo, antes de la comida, ha sido breve: un carril bici asfaltado que va siguiendo la autovía que circunvala la ciudad, por lo que no es un recorrido muy saludable por el dióxido de carbono que respiras y el ruido de los coches que a muy poca distancia pasan. El sol, después de un día entero de lluvia que ha limpiado la atmosfera, hace reverdecer los campos y que sus flores silvestres amarillas tengan un color más vivo, casi luminiscente. También que revoloteen más insectos, a la llamada de la primavera. Ayer uno impactó, como una piedra, contra mi ojo. Hoy no pasará: llevo las gafas de sol puestas. Regreso a casa poco antes de las tres, tras cruzar Granada que es como jugar a la ruleta rusa. Hoy, día de sol, los senegaleses venden gafas; ayer, paraguas. En Puerta Real una pareja de guardias urbanos empiezan su ronda y los vendedores ilegales no levantan sus pertenencias hasta que no los ven encima, y aun así no corren. Todo en esta selva de asfalto funciona como en la selva que han dejado ellos en África, en donde las gacelas sólo empiezan su carrera cuando ven que el león comienza la suya, antes no, aunque lo olfateen, lo oigan o lo vean: cuestión de racionalizar energías. Hago la frugal comida mientras escucho las noticias. Nada interesante salvo que sigue muriendo gente en Libia por el fuego amigo. ¿Con esos amigos para qué queremos enemigos? Pienso en Paula, en qué le diré cuando la vea, qué sentimientos tendré hacia ella, cómo me sentiré por dentro. Y miro la foto de su futura madre que tengo enmarcada, cuando apenas levantaba un par de palmos del suelo y las palomas de la plaza de Cataluña de Barcelona picoteaban a sus pies. ¡Cómo pasan los años!
Fue hace un año. Un espectáculo increíble de mar de fondo que duró todo un día. El ruido era atronador. Flotaban nubes de agua. Estuve cuatro horas clavado mirando como las enormes olas se estrellaban contra los acantilados. Creo que hice quinientas fotos. El mar me encanta y me horroriza. Cuando nado me gusta meterme mar adentro, lejos de la playa, y sé que eso es peligroso. La isla de Hierro tiene uno de los más espectaculares paisajes marinos que he visto. Impresiona porque ya no hay nada, sólo mar, desde esa última isla al continente americano. Es un paraíso habitado por 12.000 isleños que practican el trueque entre ellos y mantienen sus casas y coches abiertos. En las islas Canarias el mar es muy bravo. En según qué playas bañarse es jugar a la ruleta rusa. El oleaje es fuerte y hay corrientes que te arrastran mar adentro y ya no te dejan volver. A mí el mar me fascina y me asusta. La tierra es un ser vivo, pero en el mar eso se nota más, porque esa masa ingente de agua es impredecible, tiene una fuerza monstruosa. Ese espectáculo de olas marinas fue grandioso, hipnótico, uno de los mayores espectáculos de la naturaleza que tuve el privilegio de ver. Cuando me levanto, sobre las diez de la mañana, porque hoy, aunque no sé la razón, he puesto el despertador, me doy cuenta de que no tengo ni una triste porción de barra de pan para hacerme una tostada de mantequilla con mermelada. ¡Vaya! Ayer por la noche me comí la última madalena. Me visto y bajo a la calle, y ya en ella no sé si ir a una panadería a comprar algún bollo y, de paso, algo de pan o meterme en un bar a desayunar. Mientras cruzo la plaza de Gracia me decido: iré a comprar un bollo en un horno que conozco. Me atiende la dueña, una extraña mujer muy morena y con ojos muy vivos que me repasan de arriba abajo. Hace lo menos un año que no piso su local. Miro a ver lo que tiene. Veo un par de ensaimadas enharinadas con azúcar glas. ¿Sabrán hacer bien las mallorquinas ensaimadas los granadinos? Sí, saben, me digo diez minutos después cuando, ya en casa, con el diario El País y su semanal desplegados en la mesa, la devoro con gula acompañada de un café con leche.¡Vaya! Parece que nos han oído. Hoy el suplemento de negocios del diario El País habla de Islandia. Un concienzudo análisis de la solución islandesa a la crisis económica global, de cómo el país ha nacionalizado la banca y ha metido a sus banqueros corruptos en la cárcel. En Islandia no hay carteles de “Se busca” con fotos de peligrosos terroristas sino de encorbatados banqueros. ¡Bien por esa información! Aunque merecería otro lugar mucho más destacado que las páginas color salmón del diario nacional que yo no suelo leer. ISLANDIA Tengo mono de bici, y eso que ayer estuve casi todo el día a lomos de la mía. La cojo después de desayunar y leer por encima El País. Me pongo en camino sin una ruta predeterminada. Tomo el carril bici de la vega granadina pero decido acceder luego al recién remodelado (cómo se nota la cercanía de las municipales) que sigue el curso del río Genil. El cielo está muy gris. Pero sigo pedaleando, y aún continuo cuando empiezan a caer las primeras gotas. Soy testarudo, per llueve de verdad, no simples gotas sino goterones. La lluvia, ya a chorros, me hace desistir y dar media vuelta. Llego a casa empapado de pies a cabeza.Tarde con Monte Hellman. A través del huracán se llama el western y lo compré hace mucho tiempo. Sale en ella un jovencísimo Jack Nicholson que también es el responsable del guión. Como todas las películas de Hellman, es fría y dura, tiene buen ritmo y está filmada con austeridad. Me molesta su banda sonora, un viento que siempre sopla y no descansa. Es un western clásico con asaltadores de diligencias, persecuciones, disparos y ahorcamientos. Otra cara conocida es la de Cameron Mitchel que siempre me recordó a Broderick Crawford pero en delgado. Casi termino el relato que decidí escribir sobre el director de la orquesta ciudad de Granada, un antiguo compañero de curso con el que, finalmente, decido no forzar ningún encuentro. No quiero que ese encuentro hipotético desvirtué el desarrollo y, sobre todo, el desenlace del relato. Se lo dedicaré a él, eso sí, aunque seguramente morirá sin enterarse. Como tampoco se enteró Nicole Cantó, con la que me crucé el otro día y no saludé, de que le dediqué a ella Marea de sangre, una novela que nunca le gustó y se negó siempre a publicarme en su época de editora. Del mismo modo que tengo dudas de que la persona a la que dedico una novela que transcurre en La Habana, y que en días estará en la calle, se entere de ello. Me pongo a hacer un bizcocho. Pero lo hago a ojo. Mezclo un yogur, harina, azúcar y aceite y remuevo a mano en un bol. Creo que me paso con el aceite. El pretendido bizcocho no sube ni un milímetro, tras su paso por el horno, y queda tan blando que se ha de comer con cucharilla. Pero está exquisito, que es lo que cuenta en definitiva. Tengo ganas de pasear. Y de leer en una terraza. Salgo a la calle con La mirada del observador bajo el brazo y subo de nuevo a casa para coger el paraguas bilbaíno que uso. Llueve. Pero la lluvia no me va a hacer desistir de ese paseo que me empeño en llevar a cabo. Las tardes de los domingos siempre suelen ser tristes y deprimentes. La más deprimente fue una en Madrid, hace diez años: regresé a la habitación del hotel en donde me alojaba con tentaciones suicidas. Las ciudades mueren los domingos por la tarde, todas las ciudades del mundo. Granada está muerta a las siete y media. Todo cerrado y poca gente bajo la lluvia. Paso, bajo la protección de mi paraguas, por la librería Picasso. Marea de sangre sigue en el escaparate. Subo luego hasta una plaza en donde, cada tarde, se concentran millares de pájaros que la llenan con su algarabía, a pesar de la lluvia persistente. La primera vez que los oí creí que eran una grabación, no me cabía en la cabeza que semejante estruendo amazónico pudiera producirse en el centro de la ciudad. Sigo luego por la plaza de la Romanilla, paso por delante de uno de los flancos de la catedral y cruzo la Gran Vía. Un grupo de borrachos bebe a gusto en el soportal de la oficina principal de La Caixa. Asciendo por la empedrada Calderería Nueva con cuidado de no enganchar mi paraguas con los toldos de los locales de los marroquíes y tomo un tramo de calle escalonada y estrecha que apenas me deja pasar y parte de una iglesia que están rehabilitando. Me gusta ese paseo bajo la lluvia. Me gusta la lluvia que empapa los bajos de mis pantalones, chapotea sobre la superficie del paraguas y gorgotea en las calles empedradas camino de los sumideros. Por calles nunca antes transitadas llego a San Nicolás Bajo, que corona una de las lomas del Albaizín, el barrio más hermoso de la ciudad, y bajo entonces por una calle paralela, aunque el término paralelo no se hizo para la ciudad de los dos ríos. Entro en casa, hora y media más tarde, satisfecho y mojado, justo a la hora de ver el telediario y a un tranquilo Zapatero en campaña municipal mientras Carme Chacón y Rubalcaba se disputan la sucesión.
3 de abril de 2011 Ayer casi se me hizo de día viendo “Jugando en los campos del Señor” de Héctor Babenco en mi cine-club privado. Ya la había visto hace años y me había producido desasosiego. Recordaba una imagen muy hermosa de Tom Berenger, el piel roja norteamericano que se integra con los yanomanis, lanzándose en paracaídas en la impenetrable selva amazónica después de una noche mística bebiendo ayahuasca. Tom Berenger, que por el apellido debe de ser de ancestros catalanes, se pasa buena parte de la película desnudo. Y desnuda también aparece Daryl Hannah. Y hasta Kathy Bates. Quien no se desnuda es un espléndido Tom Waits, en su papel de copiloto alcoholizado. La película de Babenco habla de lo pernicioso que es civilizar las pocas culturas salvajes que hay en el planeta, y lo hace a través de ese grupo de misioneros evangélicos, capitaneados por un fanático John Lithgow y un desquiciado y temerario Aidan Quinn. La paradoja es que los yanomanis del film de Babenco contraen la gripe y mueren a mansalva por culpa de un beso, el que la replicante de “Blade Runner” recibe del sargento malo de “Platoon” y éste inocula en su tribu adoptiva. Eros y Tánatos, como siempre. Día de playa. Pero no me bañé. Cogí, eso sí, la bicicleta, la cargué en el coche y bajé a Salobreña. La atmósfera estaba gris y el mar parecía mercurio. En una terraza, al sol, en la misma arena, comí y, entre plato y plato, entra la ensalada y la paella, entre la paella y la fritura de pescado, y entre la fritura de pescado y la tarta de queso con arándanos, terminé “Dublinesca” de Enrique Vila-Matas. Aunque cargada de humor, es una novela muy triste, de fin de época. Y creo que todos estamos en esa tesitura, finalizando una etapa. Es un ensayo novelizado muy literario. Vila-Matas se refiere varias veces a Samuel Beckett y cita párrafos enteros del Ulises de Joyce. Me pregunto si Ulises regresaría a Ítaca de saber que no le espera Penélope. Creo que sí. La tierra ata, marca, nos reconoce y nos sentimos de ella como si hubiéramos emergido de sus entrañas como una simple alcachofa. A mi lado tengo a unos ingleses setentones que agotan su jarra de sangría. Miro a mi alrededor por si veo a Juan Madrid. No, el creador de Tony Romano y del policía gitano Flores no está hoy por la playa. Con Juan es peligroso encontrarse, porque puedes acabar con él en el tugurio más infecto que seguro que él conoce y despertar en la playa con un tremendo dolor de cabeza. Una chica rusa, que habla muy bien castellano, juega con su bebito en una mesa enfrente de la mía. Mientras me tomaba el café, pensaba en Paula y su apacible vida en el vientre de su madre que la llamará así porque yo siempre le regalaba libros de Isabel Allende por su cumpleaños. ¿Qué le espera a Paula? ¿Qué mundo verá Paula que yo ya no veré? ¿Qué le escribiré a Paula? ¿Cuentos infantiles? Con su nombre en los labios, e imaginándomela, monto en la bicicleta. El cielo está todavía más gris que antes. Siempre hago lo mismo. Hay una estrecha carretera, que se separa de la costa y luego vuelve a ella, como un ángulo, que une Salobreña y Motril. Casi es un camino vecinal. O una carretera del Punjab, a juzgar por los baches. Tomo las mismas fotos que tomé hace cuatro meses cuando estuve en esa carretera. Fotografío los mismos cultivos que, entonces, no sobresalían de la tierra roturada y ahora sí, emergen, verdes. Hay parcelas de mangos y aguacates sin frutos. Hay extraños bosques de algo que parece, y huele, como el brócoli pero que es mucho más grande. Cuando llego a Motril me pongo la camiseta y voy por el carril bici urbano hasta su puerto de pesca, como siempre. Aunque la lonja está cerrada el aire que rodea los viejos barcos varados en el muelle apesta a pescado, un olor que me desagrada profundamente. Pedaleo entre montones de redes y hago fotos a los barcos imaginando a los marineros luchando contra las tormentas en semejantes cáscaras de nuez para que yo haya comido esa fritura de pescado horas antes en el pueblo vecino. Hay algún solitario pescador en la bocana del puerto de Motril que echa la caña y otros, simplemente, el sedal, y unos pocos gatos, hartos de pescado, que se pasean entre las montañas de redes. La bruma empaña la visión de Sierra Nevada. Ya de regreso me detengo en el mismo bar en donde me detuve hace cuatro meses, en medio de un pedregal gris y feo, desde cuya terraza no se ve el mar, pero sí se intuye, y los barcos, en el horizonte, parecen que se abren paso por la tierra. Pido un cuba libre de ron a una mujer argentina que sirve las mesas. No me entiende y quiere traerme un vaso de ron solo y yo le digo que no, que ponga cubos de hielo, rodaja de limón y me traiga una coca cola. Con ron es de la única forma que me apetece tomar cola. Saco unas fotos al feo pedregal que quedó hace millones de años así, cuando el mar se debió retirar, fotografío las siluetas de unos muchachos casi en el horizonte y la de un barco inmóvil en alta mar pero que parece varado en la playa. Y empiezo, releo, cosa que nunca hago, “La mirada del observador” de Marc Behm, la que, para mí, es una de las mejores novelas negras de la literatura, que Anik Lapointe, la canadiense francófona que dirige la colección de novela policial de RBA, tuvo la gentileza de enviarme. Doy sorbos a mi vaso y devoro cuarenta páginas de esa apasionante novela que es la narración de un voyeur, el Ojo, que sigue a sol y a sombra a una peligrosa asesina, en la que cree reconocer una hija que nunca vio, que cambia cada día de nombre y de peluca. Luego me levanto, pago cinco euros y me voy porque el cielo todavía está más gris y hasta puede que me llueva por el camino. Y pedaleo por Motril y cruzo una acequia que desemboca en el mar, antes de alcanzar esa carretera bacheada, la que parece del Punjab, que me lleva a Salobreña, y al coche, entre el murmullo de docenas de acequias y el agua anegando los cultivos. Las ocho, cuando entro en Granada. La noticia del día es que ZP no repite como candidato. Lo voté dos veces. De la primera vez no me arrepiento; de la segunda, sí. Lo que ganó retirándonos de la infame guerra de Irak lo perdió plegándose a los mercados y las agencias de calificación. Le faltó valor y osadía para implementar otras medidas y que no cargaran con la crisis sus víctimas en vez de los verdugos. Ponga el PSOE a Rubalcaba o a Chacón su suerte está echada. Aunque yo confío en la victoria espectacular del voto en blanco. Islandia.
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