DIARIO DE UN ESCRITOR

Granada, 10 de abril de 2011 Hoy es un día dominado por la muerte. El dolor. La violencia. Mientras me encamino a mi mesa de la Ermita, que ya me espera con su cerveza, mi tapa y la ración de sol, para leer El País me asalta una frase lúcida de Enrique Vila-Matas vertida en Dublinesca: No hay que buscarles paliativos al drama de sus padres y al suyo propio, envejecer es un desastre. Lo lógico es que todos los que vieran declinar sus vidas gritaran de espanto, no se resignaran a un futuro de mandíbula colgando y babeo irremediable, y aún menos a ese brutal despedazamiento que es la muerte, porque morir es rasgarse en mil pedazos que empiezan a desperdigarse vertiginosamente para siempre, sin testigos. Y pienso en mi triple dedicatoria de Tu corazón, Idoia: a Lorenzo Marco Baró, muerto; a Raúl Núñez, muerto. A mi perro Nick, muerto. ¿Qué civilización es la nuestra? ¿De qué puede presumir Occidente? De niño vi algunas películas que trataban el tema del Mau Mau, una sanguinaria guerrilla keniata, fundamentalmente kikuyu, que aterrorizaba al colonialismo británico con su brutalidad. Ahora, cincuenta años después, llega la otra cara de la realidad. Supervivientes del Mau Mau llevan al Reino Unido ante los tribunales por atrocidades cometidas contra sus prisioneros: castraciones con tenazas, para ellos; violaciones con botellas rotas, escobas, ratas, para ellas. Occidente siempre da lecciones de civismo. El horror, el horror, el horror...conradiano. Otro asunto tenebroso. La guerrilla kosovar, a la que Europa ayudó, y su presidente implicados en un atroz asunto de tráfico de órganos. Durante años comerciaron con los órganos de presos serbios a los que les extraían riñones, corazones, higados, después de asesinarlos, y esas vísceras iban a parar a hospitales de Israel por precios que oscilaban entre los 40.000 a 70.000 USD. ¿Humanidad? No, gracias. Alguien que se ha ido y lo siento como cinéfilo. Sidney Lumet. El director de 12 hombres sin piedad o Serpico, alguien que, con ochenta años, fue capaz de rodar una obra maestra llena de potencia como Antes que el diablo sepa que has muerto, ya no dirigirá más películas. Se van los directores de raza. La Sexta 3 le rinde un homenaje esta noche, a las 22 horas, con Tarde de perros, con Al Pacino, y Network, con William Holden, una fábula sobre esta televisión que sufrimos. Salobreña, 9 de abril de 2011 Segunda excursión a Salobreña. Y sin encontrar a Juan Madrid. El mismo ritual que la semana anterior. El mismo restaurante, el del menú de 9 euros, y la misma comida en una mesa anclada en la playa, recibiendo el sol de cara: ensalada, paella, fritura de pescado, tarta de queso con arándanos y café. El tomate exquisito; a la paella le sobra el pimiento; lo demás, perfecto, más si me atengo a su precio. Me tumbo en la arena, después de comer, a doscientos pasos de dónde rompe el mar, y ahí varío la rutina del sábado anterior en el que, con la digestión en marcha, monté sobre la bici. Extiendo mi toalla azul y con una banderita de España, comprada hace un par de años en un hotel de Huelva, cuando me di cuenta de que me había dejado la toalla y el traje de baño en casa. Ese traje de baño, el de Huelva, un calzón hasta media pierna, aparece y desaparece. Hoy ha desaparecido, no lo he encontrado por los cajones de la cómoda que he ido abriendo. Da lo mismo: tampoco voy a bañarme. El mar está agitado y el agua debe de estar fría. Leo, mejor dicho, acabo, La mirada del observador y casi puedo decir que me ha gustado más ahora que cuando la leí hace exactamente veinticinco años. Si te acuerdas de una novela que leíste un cuarto de siglo atrás es que valió la pena. Me gustan sus diálogos, el estilo cínico de Marc Bhem y su desaforado romanticismo que estalla en los últimos párrafos de esta novela negra extraordinaria, mi preferida. ¿Se puede alguien enamorar perdidamente de una asesina en serie? Sí, Marc Bhem así lo cree y nos lo hace creer en las 225 páginas que el Ojo persigue a esa enigmática mantis que cambia de peluca y de nombre en cada ciudad y va dejando un rastro de hombres muertos. Cierro el libro justo cuando una pareja se aposenta sobre sus toallas a pocos metros de donde estamos yo y mi bicicleta, tumbada en la arena. Los observo. Una pareja extraña. Él debe de ser sesentón, el pelo canoso y alborotado y cierto aire de profesor universitario. Su cuerpo es más joven que su cara. Quizá me equivoque y sea camionero, porque también puede ser un rey del volante, por cierta tosquedad física y su hirsutismo. Pero no tiene bíceps, y alguien que lleva un camión de doscientas toneladas tiene brazos fuertes, antebrazos de toro. Lo dejamos en profesor, de instituto más que de universidad, aunque por la edad que tiene debería ya llevar gafas y estar jubilado o prejubilado. Ella es mucho más joven, y es la que realmente me llama la atención, una muchacha con una fuerte mata de pelo color caoba y labios en forma de corazón que casi puede ser su hija. Le echo treinta y cinco años. Cuando se saca el sujetador para tomar el sol su edad baja. Lleva un bikini azul. O llevaba. Sus pechos son bonitos. También sus nalgas. Sus caderas de ánfora griega. Su piel es muy tersa. Se va a tumbar para tomar el sol en topless y una bolsa de papel, de unos bañistas que están una fila delante, se vuela y va a parar a su mano. La veo caminar por la playa para devolver la bolsa de papel vacía a quién la ha perdido y no se dio cuenta. No sé por qué se molesta. Pero me gusta verla andar. Ese balanceo suave de sus caderas y sus pequeños pies hollando la arena yendo y viniendo, como una garota de Ipanema. Es elástica y fuerte. Las mujeres se dan cuenta cuando uno las mira. Ésta no es una excepción. Bajo la vista y disimulo leyendo la contraportada de la novela acabada. La sirena vuelve a su toalla, se tumba. El sol acaricia su piel. Me gustaría ser sol. El tipo hirsuto, medio camionero, medio profesor de algo, está tumbado a su lado y se quita la camiseta. Envidio al tipo ese. Y el viento me lleva al oído su conversación, algo surrealista. Ella: ¿Hay conchas por la playa? Él: No, sólo piedras. ¿Por qué? Ella: Necesitaría un par de conchas para los pezones. Él: Si te sirven igual un par de piedras. Lo dicho, camionero. Envidio la suerte del camionero. Dejo a la pareja asimétrica. Cuando me monto en la bicicleta me doy cuenta de que estoy en la arena y no voy a poder pedalear por ella. Me bajo, entonces, y la arrastro con dificultad hasta la carretera que bordea la playa. El sesentón roza con un dedo la cadera de la treintañera, bordea la parte de debajo de su bañador en dirección a su ombligo. Me gustaría ser ese dedo. Debe de ser el sol, que enerva, que carga las pilas, me digo, montando ya sobre la bicicleta, pedaleando lejos de la tentación, rumbo a Motril. ¿Una ducha? ¿Meterme en el mar? El mismo itinerario de la semana pasada, pero con algunas variaciones. Por ejemplo: desaparecieron los brócolis tipo arbusto, pero el campo desnudo de dónde fueron arrancados, de tierra negruzca, sigue oliendo a comida digerida y evacuada. Siguen los baches de esa pista que la asemejan a cualquiera carretera del Punjab. Alguien ha pintado en la pared de una casa en ruinas la palabra Biagra, así. Tengo calor. Me saco la camiseta y me la enrollo a la cintura. Me miro el estómago, abultado por las dos cervezas. Sigo pedaleando, sin parar, hasta llegar, después de hacer ese gran ángulo por campos de cultivo, a Motril, bordear su playa, meterme en el interior del pueblo y terminar en el varadero y su puerto. Los barcos de pesca se balancean, como el sábado anterior, pero hoy no me cruzo con ningún gato y huele menos a pescado. Pedaleo hasta el cabo que hay al final del espigón, justo para que un par de chicas marroquíes muy jóvenes, una con velo, la otra con el pelo suelto, me pidan que les haga una foto con su máquina. Las complazco y doy otra vuelta por el puerto, como el otro día, hasta donde se balancean los barcos de salvamento marítimo pintados de color butano, y luego vuelvo sobre mis pasos, o mis rodadas, pero no me detengo, esta vez, en la terraza de los argentinos a tomarme un cuba libre y escuchar suave música sino que voy derecho a Salobreña, a buena marcha, en sentido opuesto al del agua que gorgotea en todas las acequias inundando los campos a su paso, sin detenerme un instante, para tomármela en otra terraza de la playa, frente al Peñón, la del restaurante Bahía y, dejando apoyada la bici contra el palo de la sombrilla, le pido al camarero un cuba libre con ron pálido Cacique, pero antes de que vaya a prepararlo le cambio la marca de ron, le pido que utilice ron de esa destilería que se distingue desde dónde estoy sentado y humea en el horizonte impregnando el aire con el dulzor de la caña prensada y quemada. Y con la bebida me dispongo a empezar Rojo exprés, la novela del venezolano Marcos Tarre Briceño, escrita con maestría, como todo lo que sale de él. Y así estoy, leyendo cincuenta páginas hasta que el sol se oculta, cojo mi bici, pago mi cuenta y regreso pedaleando al coche. No he visto a la chica de pelo color caoba. Seguramente no la volveré a ver. O no exista. Viajo a Nueva Orleans, otra vez, y lo hago con Stanley Kowalski, Blanche y Estella Dubois. Otro regalo de la Sexta 3. Pocas veces Marlon Brando ha estado más odioso que interpretando a ese tosco, machista y maltratador polaco que suda, come con los dedos, se emborracha con cervezas, grita, siempre está jugando al póker con sus amigotes y luce camisetas ceñidas al torso. Kim Hunter, su esposa maltratada, y Vivien Leigh, su desquiciada hermana, son sus víctimas. Aunque he de reconocer que Brando es una bella bestia masculina. Rezuma testosterona en cada uno de los planos de la película de Elia Kazan, se mueve como una fiera enjaulada en su mísera casa de cuarenta metros cuadrados. El Nueva Orleans que yo conocí era pobre y frenético, como el que muestra Un tranvía llamado deseo, agonizaba después del Katrina y sus cicatrices se veían por todos los rincones de la ciudad. Era, y es, una de las ciudades más pobres de Estados Unidos, una urbe del tercer mundo metida con calzador en el primero. En medio de tanta desolación y miseria, de tanta casa destrozada, el Barrio Francés bullía con alcohol, música, tabaco y sexo. Ese reino del Diablo burló la inundación y se convirtió en isla y durante semanas la acecharon los cocodrilos del Misisipí que se hartaron de comer cadáveres en cada casa sumergida. De cada garito brotaba música en directo, en cada calle muchachos de siete años ofrecían exhibiciones de claqué sobre una baldosa. Y en los restaurantes se servía el cocodrilo, ni carne ni pescado, y la picante comida cajún. Hacía calor y humedad, pero yo siempre iba con pantalón corto y camiseta. En las ventanas y balcones de los burdeles, subrayados con letreros de neón rosa, parpadeantes, sus trabajadoras exhibían sus rotundos encantos a los viandantes y les tentaban a disfrutar de ellos con cantos de sirenas y movimientos procaces. El corazón de la ciudad seguía latiendo mientras sus extremidades estaban gangrenadas. Tengo pendiente una novela sobre esa ciudad. Granada, 7 de abril de 2011 Yo de siempre fui cinéfilo. Cinéfilo precoz. Empecé a los seis años o antes y ya no paré. Cada semana iba tres veces al cine de programa doble del barrio de Gracia en Barcelona. Esos cines ya no están más que en mi memoria. Muchas veces me escapaba del colegio para ir al cine y esas eran las ocasiones que más me complacían. Recuerdo una muy gozosa. Salí del colegio, por la puerta principal, muy seguro de mí mismo, aunque por dentro estaba asustadísimo, porque si el portero me veía miedoso me impediría salir. Me ensombrecí con corcho quemado el escaso bigote de adolescente que tenía con 12 años y me fui a ver a un cine de la esquina la película La gata negra, clasificada por la censura de entonces con un 4, altamente peligrosa para la moral. Me acuerdo que pedí la entrada a la taquillera poniendo una voz muy ronca. Imagino que la taquillera se desternillaría por dentro al ver a ese chiquillo con el bigote pintado con corcho quemado, impostando su voz y escapado del colegio de la esquina, y me vendió la entrada. La película era fuerte, porque transcurría toda en un prostíbulo, con Capucine, Laurence Harvey y una jovencísima y explosiva Jane Fonda. Dirigía Edward Dmytrick. Tuve una maravillosa sensación de pecado mientras estuve en el cine. Fue una sesión que nunca olvidaré. Imagino que luego fui a confesar mi fechoría al cura. Mi barrio era el de Gracia. Una docena de cine de programa doble. Podías entrar a las cuatro de la tarde, que era cuando abrían, y salir a las nueve de la noche, que es lo que hacía yo para no alarmar a mis padres. Todo lo que se veía entonces era cine norteamericano, porque al español, no sin razón, se le despreciaba con el apelativo despectivo de españolada. Llegaban, por cierto, películas mexicanas, las del Santo y unos dramones increíbles con prostitutas buenas y niños huérfanos como El hijo de todas. El cine que se hace ahora en México tiene buenos valores. Me gustan las películas de Iñárritu y las de Guillermo Arriaga, que se separaron por una lucha de egos. También eran buenas las películas que rodaba Emilio Fernández, El Indio, que acudía a los rodajes con el revólver al cinto, y disparaba contra sus actores. Y el cine de Luis Buñuel que rodó allí alguna de sus mejores películas como El ángel exterminador. La Sexta 3 está pasando un ciclo encubierto de Deborah Kerr lo que está consiguiendo que mis días, de por sí breves, tengan un par de horas menos. Esta tarde fue El prisionero de Zenda con un Stewart Granger multiplicado por dos en un reino de opereta pero cuyos uniformes recuerdan mucho a los del III Reich, un James Mason de elegante villano y Louis Cahlern, al que vi hace poco de tío de Marilyn Monroe en La jungla de asfalto, con bisoñé y barba. Lo que más me gustó, aparte de los ojos verdes de la señora Kerr, fue una estupenda pelea a espada entre Mason y Granger que no acaba, como sería de esperar, con la muerte del primero a manos del segundo, sino con un salto por la ventana al foso del castillo, con estilo olímpico, y una cabalgada. Las convenciones de estas películas son muy divertidas. En una de las escenas el malvado Mason encañona a Granger para matarlo, pero Granger le pide un cigarrillo, luego fuego, y el educado ejecutor se lo da, lo que motiva, como es de suponer, que le arrebate el arma en un descuido. Hoy conocí en persona a Antonio Gómez Rufo, al que tenía muchas ganas de estrechar la mano, y fue con motivo de la presentación de su novela "La abadía de los crímenes" que fue introducida por el siempre brillante colega Gregorio Morales, un apasionado de la literatura. Arbitró, con sabiduría, Melchor Saiz Pardo. La novela, según Gregorio, es una intriga gótica con lectura política. Antonio Gómez Rufo, siempre ocurrente y distendido, se confesó mujeriego ante un auditorio mayoritariamente femenino. Ya lo sabíamos. Hice un experimento curioso durante el debate entre los dos escritores que cruzaban, con la complicidad de sus muchos años de amistad, sus palabras: cerré los ojos y escuché a Gómez Rufo. Oí a Berlanga. No por casualidad ha sido el biógrafo del genial cineasta y puede que lo lleve consigo. Terminamos la presentación en una terraza, la del Yerbabuena, no en petit comité (conté veinte personas) pero sí de forma agradable, con conversaciones cruzadas sobre el independentismo catalán y el granaino y con unos jovencitos prendados de la presencia de Onuba. No les culpo. Granada, 6 de abril de 2011 Confieso, sin vergüenza, mi debilidad por las películas de romanos. Por las buenas películas. Hay, en el género, obras maestras: Spartaco, de Kubrick, una de ellas; Ben Hur de William Wyller, otra. Esta tarde disfruté revisando una vez más Quo Vadis que la pasaban por la Sexta 3. La película de Mervin Le Roy me ofreció esta vez aspectos que no habían calado en anteriores revisiones. Por ejemplo, la romántica escena de amor en la que Petronio, encarnado por un estupendo Leo Gen, se suicida, abriéndose las venas ante sus amigos, y su esclava enamorada, sigue, pese a sus protestas el mismo camino porque no concibe separarse de su amo. Ver al Petronio cinematográfico y entrarme ganas de releer, por tercera vez, su extraordinario Satyricon, una de las primeras novelas de la historia de la literatura, una obra maestra del cinismo y la elegancia a la que era tan proclive el amigo de Nerón. De Nerón hace Peter Ustinov, que está extraordinario en su papel granguiñolesco y exagerado, y con él otra historia de amor, la de su fiel y repudiada esclava que le ayuda a suicidarse, le empuja el puñal que él no se atreve a hundir hasta el corazón. Hasta Robert Taylor, que nunca fue santo de mi devoción y, en su vida privada fue un ser despreciable –maccarthista furibundo testificó contra sus compañeros – está aceptable. Y no hablemos de la maravillosa, bella y elegante Deborah Kerr, sus maravillosos y finos brazos y su extraordinaria mirada haciendo de Ligia, la esclava de la que se enamora Marcos Vinicius. No había, por aquel entonces, efectos especiales, pero la carnbicería de los leones en el circo está perfectamente rodada. El toro de Ursus, eso sí, es un ternero, no es un toro hecho y derecho. Miraba la película y me recordaba del libro, del premio nobel Henri de Sienkewicz, un escritor polaco que pasó a la historia por esa novela, y me acordaba del momento exacto en la que la leí, con doce años, en la biblioteca de mi barrio de Gracia. Nada más terminar la película se fue la luz. E irse la luz y acordarme de que debía ducharme. Hacerlo con agua helada propicia una ducha higiénica, no placentera, y salir corriendo en cuanto el agua helada disuelve el jabón de tu cuerpo. Me apetecía tomar café, pero sin luz mi cocina eléctrica no funciona. Tampoco Internet. Suerte de mi ordenador, que tiene para tres horas de autonomía. Y con escasa luz, para intentar seguir con la lectura de La mirada del observador, marcho a la calle, a la presentación de la novela de Nuria Barrios, a quien de paso conoceré, y pasando antes por Picasso a mirar libros. Hermosa la presentación que ha hecho Nuria Barrios de su novela El alfabeto de los pájaros y emotivas las palabras del pintor Juan Vida, cuyos maravillosos cuadros cubrían las paredes de la sala de la Biblioteca de Andalucía donde tenía lugar el evento. La niña, a la que el pintor homenajeaba, correteaba por el acto y ayudó, terminado éste, a reagrupar las sillas con un racionalismo que me dejó sin habla. Cosa de los genes, de haber nacido en China, sin duda. La novela de Nuria Barrios va de adopciones, de esa complicada cascada de emociones contradictorias que se establece entre una madre y su niña adoptada, china, precisamente como la que corría, pletórica de vida y gracia, por la sala. Ficción y realidad se mezclaban en la mesa, en las paredes en donde los cuadros de Juan Vida refulgían con el brillo de lo entrañable y la pincelada que guía el corazón y no la cabeza, y en esa niña china que estaba allí y también en los cuadros y quizá en la novela. Mientras, Nuria Barrios desgranaba algunas claves de su novela emocional, fantástica y lírica ante un público entregado que la escuchaba y, a la vez, miraba los maravillosos cuadros de Juan Vida. No me extraña nada su apellido. Después de unas copas con la autora, mujer sensible y espiritual de hermosa mirada y verbo suave, mis homónimos, a los que últimamente tengo olvidados, o son ellos los que me olvidan, y yo nos fuimos a arreglar el mundo a una taberna en la que entramos, salimos y volvimos a entrar, porque nuestra guía femenina no sabía si era ésa o no a la que nos quería llevar. Entre una ensaladilla rusa buenísima (porque no pasó por la nevera, según mi entendido homónimo) y unas costillas de cabrito segureño, exquisitas pero prohibitivas (nuestra generación se la puede pagar, la que nos seguirá, no) y vinos blancos de rueda la homónima y un servidor, y tintos el homónimo, nos quejamos del mundo; de lo mal que se orientan las mujeres y de lo bien que lo saben hacer los hombres (conté, por enésima vez, mi viaje en coche a Normandía sin mapa de carretera de Francia); de la vida política de este país, que da asco; de los medios de comunicación, todos vendidos al capital, del escaso futuro que tienen nuestros hijos; de Quo Vadis, de Deborah Kerr, Peter Ustinov y compañía; un poco de la isla de Hierro; del precio de cada chuleta de cordero, que sí, rica estaba, pero cara más que rica; de mis proyectos literarios inmediatos como esa novela que explique el mundo que nos ha tocado vivir y sufrir; de lo mucho que vivimos y que quizá laminaríamos la crisis muriéndonos antes; de los ocho o veinte años que nos esperan de gobiernos de derechas después de lo mal que lo han hecho los de izquierdas. Y yo hubiera seguido por otras tascas del lugar, porque mi hora de meterme en la cama va de las tres a las cuatro de la madrugada, pero mis homónimos debían fichar mañana y no estaban para madrugar más. Un placer, homónimos. Granada, 5 de abril de 2011

Creo que ya va siendo hora de retomar "Otumba". No hay prisa, pero tampoco quiero eternizarme. No hay prisas porque este año tengo tres novelas en las librerías. La segunda, “Llueve sobre La Habana”, saldrá la semana que viene. Otumba crece lentamente. 598 páginas y puede que llegue a las 700. Será mi segunda novela más larga, después de La pérdida del paraíso. La que más me está costando: 10 años. Una de las más complejas por los impronunciables nombres aztecas y sus complicadísimos ritos. Consulto los libros que me llevé de México la última vez que estuve. Hay que contrastar lo que dicen los autores mexicanos y lo que sale de los españoles para hacerse una idea de lo que pasó exactamente en ese período épico en el que las dos culturas se confrontaron. Bueno, exactamente es imposible, porque no estuve allí, y aun estando mi visión sería parcial. Quiero ser obsesivo con los detalles, con las vestiduras de los aztecas y las armaduras de los conquistadores, con los rituales de sangre de la muerte florida y los ahorcamientos, mutilaciones y hogueras de los españoles. Seguir los preceptos de John Irving de que la novela es detalle, detalle y detalle. Es difícil no perderse entre doscientos personajes. Esto es como una superproducción. Estiro las piernas al atardecer. Voy con La mirada del observador de Marc Bhem bajo el brazo. He llegado hasta la página ochenta de esa novela magnífica que releo, algo insólito en mí. Cuando llego a Times Square de Granada, la esquina de Correos y el Hotel NH, tiro Reyes Católicos arriba, cruzo la Gran Vía y desemboco en Plaza Nueva. Hoy no llueve y la tarde está espléndida, con un cielo azul pálido y el blanco de las fachadas de las casas encaladas reverberando. Subo al Albaicín por Calderería Nueva. Sigo los mismos pasos que me guiaron ayer. Pero ya han quitado los andamios que cubrían la encalada fachada de la iglesia de San Gregorio Bético e incluso la puerta de la iglesia está abierta. Entro, pues nunca la he visto. Es pequeña, blanca y con un pequeño altar dorado, barroco y recargado, separado del resto de la iglesia por una reja. Pero lo que me sorprende, o me inquieta, es una monja orando, vestida de blanco, arrodillada y que me da la espalda. Su vestido parece una gasa que flota. No se mueve, parece no respirar, ni oírme cuando me acerco a la reja que nos separa. Por un momento pienso que se trata de una alucinación, o de una estatua. Pero hay un momento en que la veo que inclina la cabeza y me tranquilizo. Espero unos minutos a ver si termina de rezar, se levanta y se vuelve, pero no tengo suerte. Salgo a la calle y dejo a la monja, que me parece la de la portada de la última novela de Antonio Gómez Rufo que presenta Gregorio Morales pasado mañana en Granada, con sus oraciones. Subo los escalones amplios de la calle San Gregorio. La taberna El Beso está cerrada. Por lunes. Hambre de besos. Llego a la Placeta Cruz Verde y contemplo racimos de lilas que cuelgan de un carmen. De la ventana abierta de una vivienda me llegan los acordes de “Feliz Navidad, mister Lawrence”. ¿Qué fue de Oshima? Cuando llego al Mirador de San Nicolás me encuentro un buen número de turistas, flamencos con sus guitarras, decenas de chicos de Erasmus. Me siento sobre una balaustrada y leo algunas páginas de “La mirada del observador”, pero mi oreja está atenta a la conversación que tiene lugar a mi derecha entre dos chicas extranjeras y dos chicos nacionales. Los muchachos pretenden ligarlas. Ellas, por el acento y alguna palabra que cruzan, son alemanas. Uno de los muchachos está sentado en un extremo, al lado de una de ellas, y el otro en el suelo, frente a la más atractiva, simpática y parlanchina de las alemanas. Me doy cuenta de que no tienen muchas posibilidades cuando la muchacha le dice, al que está en el suelo, que a ella le gustan los hombres de dos metros de altura. El pretendiente no los tiene. Tampoco el callado que tengo hombro por hombro. La muchacha se deshace en excusas, por su observación, pero empeora las perspectivas de los muchachos cuando dice que para ella, que tiene el referente de su novio que mide dos metros, ve a todos los demás muchachos pequeños. Yo de ellos me retiraría y buscaría en otra parte. Con eso la alemana le está diciendo que es pequeño, que ya tiene novio y hasta que el grandullón puede venir y darles unos cuantos sopapos. ¿Dos metros? ¿No son muchos? Sale el sol, entre nubes interiores, y aparece Onuba. O quizá sean lo mismo. No esperaba encontrarla allí. Granada es pequeña y no debo desesperar de tropezar, también, con el director de orquesta maldito al que ando persiguiendo sin que él sepa nada. Onuba va cargada con una voluminosa mochila y armada con su cámara de fotos, pero no retrata la majestuosa Alhambra que se convierte en oro como cada tarde. Me arrepiento de no haber cogido mi Canon para hacerle la competencia. Bajamos hasta la plaza de San Nicolás Bajo, en la que ya estuve ayer, hoy con sol en vez de lluvia. Nos sentamos a una mesa de sus dos terrazas, junto a la pared, para ver el panorama. Onuba pide un tinto con blanca, con muy poco tinto, y yo una cerveza. El del bar nos conoce, nos da conversación y el programa de procesiones. La crisis no le afecta. ¡Pues qué suerte! El día que los bares de Granada estén vacíos es que se acaba el mundo, o que se ha acabado ya porque si se acaba seguro que aprovechan los últimos suspiros en un vinito. Hablamos y nos coge hambre. Pedimos carne de cerdo en salsa con pimientos secos, ñoras, y almendras. Un acierto. En el sur la gente da por sentado que el solomillo es de cerdo, del mismo modo que en el norte de ternera. La tarde cae y el cielo se vuelve rosa sobre nuestras cabezas. Reina una temperatura primaveral. Sigo viendo lilas por todas partes. Enfrente, al otro lado de la plaza, el toldo de una tienda ya cerrada con el literal “Prensa y de toó”. Pido otra cerveza y Onuba otro tinto con blanca. Cuando el sol se oculta empiezan a encenderse, discretamente, algunas farolas que irradian una luz mortecina al Cristo de los Faroles protegido por cadenas que se yergue en uno de los extremos de la plaza. Luego, bajando, en una acera junto a una iglesia que quinientos años atrás fue mezquita, nos besamos. Pienso en la monja y en su hábito vaporoso, fantasmagórico. ¿Seguirá rezando?

4 de abril de 2011 Quedarse en casa con este día primaveral me parece un delito, así es que después de terminar el delicioso e imperfecto bizcocho de ayer (quizá la delicia estribaba en su imperfección), leer la primera reseña positiva de “Tu corazón, Idoia” y contestar algunos correos, me he puesto el pantalón corto y he cogido de nuevo la bici ya que parezco estar en buena racha ciclista. El paseo, antes de la comida, ha sido breve: un carril bici asfaltado que va siguiendo la autovía que circunvala la ciudad, por lo que no es un recorrido muy saludable por el dióxido de carbono que respiras y el ruido de los coches que a muy poca distancia pasan. El sol, después de un día entero de lluvia que ha limpiado la atmosfera, hace reverdecer los campos y que sus flores silvestres amarillas tengan un color más vivo, casi luminiscente. También que revoloteen más insectos, a la llamada de la primavera. Ayer uno impactó, como una piedra, contra mi ojo. Hoy no pasará: llevo las gafas de sol puestas. Regreso a casa poco antes de las tres, tras cruzar Granada que es como jugar a la ruleta rusa. Hoy, día de sol, los senegaleses venden gafas; ayer, paraguas. En Puerta Real una pareja de guardias urbanos empiezan su ronda y los vendedores ilegales no levantan sus pertenencias hasta que no los ven encima, y aun así no corren. Todo en esta selva de asfalto funciona como en la selva que han dejado ellos en África, en donde las gacelas sólo empiezan su carrera cuando ven que el león comienza la suya, antes no, aunque lo olfateen, lo oigan o lo vean: cuestión de racionalizar energías. Hago la frugal comida mientras escucho las noticias. Nada interesante salvo que sigue muriendo gente en Libia por el fuego amigo. ¿Con esos amigos para qué queremos enemigos? Pienso en Paula, en qué le diré cuando la vea, qué sentimientos tendré hacia ella, cómo me sentiré por dentro. Y miro la foto de su futura madre que tengo enmarcada, cuando apenas levantaba un par de palmos del suelo y las palomas de la plaza de Cataluña de Barcelona picoteaban a sus pies. ¡Cómo pasan los años!


Fue hace un año. Un espectáculo increíble de mar de fondo que duró todo un día. El ruido era atronador. Flotaban nubes de agua. Estuve cuatro horas clavado mirando como las enormes olas se estrellaban contra los acantilados. Creo que hice quinientas fotos. El mar me encanta y me horroriza. Cuando nado me gusta meterme mar adentro, lejos de la playa, y sé que eso es peligroso. La isla de Hierro tiene uno de los más espectaculares paisajes marinos que he visto. Impresiona porque ya no hay nada, sólo mar, desde esa última isla al continente americano. Es un paraíso habitado por 12.000 isleños que practican el trueque entre ellos y mantienen sus casas y coches abiertos. En las islas Canarias el mar es muy bravo. En según qué playas bañarse es jugar a la ruleta rusa. El oleaje es fuerte y hay corrientes que te arrastran mar adentro y ya no te dejan volver. A mí el mar me fascina y me asusta. La tierra es un ser vivo, pero en el mar eso se nota más, porque esa masa ingente de agua es impredecible, tiene una fuerza monstruosa. Ese espectáculo de olas marinas fue grandioso, hipnótico, uno de los mayores espectáculos de la naturaleza que tuve el privilegio de ver. Cuando me levanto, sobre las diez de la mañana, porque hoy, aunque no sé la razón, he puesto el despertador, me doy cuenta de que no tengo ni una triste porción de barra de pan para hacerme una tostada de mantequilla con mermelada. ¡Vaya! Ayer por la noche me comí la última madalena. Me visto y bajo a la calle, y ya en ella no sé si ir a una panadería a comprar algún bollo y, de paso, algo de pan o meterme en un bar a desayunar. Mientras cruzo la plaza de Gracia me decido: iré a comprar un bollo en un horno que conozco. Me atiende la dueña, una extraña mujer muy morena y con ojos muy vivos que me repasan de arriba abajo. Hace lo menos un año que no piso su local. Miro a ver lo que tiene. Veo un par de ensaimadas enharinadas con azúcar glas. ¿Sabrán hacer bien las mallorquinas ensaimadas los granadinos? Sí, saben, me digo diez minutos después cuando, ya en casa, con el diario El País y su semanal desplegados en la mesa, la devoro con gula acompañada de un café con leche.¡Vaya! Parece que nos han oído. Hoy el suplemento de negocios del diario El País habla de Islandia. Un concienzudo análisis de la solución islandesa a la crisis económica global, de cómo el país ha nacionalizado la banca y ha metido a sus banqueros corruptos en la cárcel. En Islandia no hay carteles de “Se busca” con fotos de peligrosos terroristas sino de encorbatados banqueros. ¡Bien por esa información! Aunque merecería otro lugar mucho más destacado que las páginas color salmón del diario nacional que yo no suelo leer. ISLANDIA Tengo mono de bici, y eso que ayer estuve casi todo el día a lomos de la mía. La cojo después de desayunar y leer por encima El País. Me pongo en camino sin una ruta predeterminada. Tomo el carril bici de la vega granadina pero decido acceder luego al recién remodelado (cómo se nota la cercanía de las municipales) que sigue el curso del río Genil. El cielo está muy gris. Pero sigo pedaleando, y aún continuo cuando empiezan a caer las primeras gotas. Soy testarudo, per llueve de verdad, no simples gotas sino goterones. La lluvia, ya a chorros, me hace desistir y dar media vuelta. Llego a casa empapado de pies a cabeza.Tarde con Monte Hellman. A través del huracán se llama el western y lo compré hace mucho tiempo. Sale en ella un jovencísimo Jack Nicholson que también es el responsable del guión. Como todas las películas de Hellman, es fría y dura, tiene buen ritmo y está filmada con austeridad. Me molesta su banda sonora, un viento que siempre sopla y no descansa. Es un western clásico con asaltadores de diligencias, persecuciones, disparos y ahorcamientos. Otra cara conocida es la de Cameron Mitchel que siempre me recordó a Broderick Crawford pero en delgado. Casi termino el relato que decidí escribir sobre el director de la orquesta ciudad de Granada, un antiguo compañero de curso con el que, finalmente, decido no forzar ningún encuentro. No quiero que ese encuentro hipotético desvirtué el desarrollo y, sobre todo, el desenlace del relato. Se lo dedicaré a él, eso sí, aunque seguramente morirá sin enterarse. Como tampoco se enteró Nicole Cantó, con la que me crucé el otro día y no saludé, de que le dediqué a ella Marea de sangre, una novela que nunca le gustó y se negó siempre a publicarme en su época de editora. Del mismo modo que tengo dudas de que la persona a la que dedico una novela que transcurre en La Habana, y que en días estará en la calle, se entere de ello. Me pongo a hacer un bizcocho. Pero lo hago a ojo. Mezclo un yogur, harina, azúcar y aceite y remuevo a mano en un bol. Creo que me paso con el aceite. El pretendido bizcocho no sube ni un milímetro, tras su paso por el horno, y queda tan blando que se ha de comer con cucharilla. Pero está exquisito, que es lo que cuenta en definitiva. Tengo ganas de pasear. Y de leer en una terraza. Salgo a la calle con La mirada del observador bajo el brazo y subo de nuevo a casa para coger el paraguas bilbaíno que uso. Llueve. Pero la lluvia no me va a hacer desistir de ese paseo que me empeño en llevar a cabo. Las tardes de los domingos siempre suelen ser tristes y deprimentes. La más deprimente fue una en Madrid, hace diez años: regresé a la habitación del hotel en donde me alojaba con tentaciones suicidas. Las ciudades mueren los domingos por la tarde, todas las ciudades del mundo. Granada está muerta a las siete y media. Todo cerrado y poca gente bajo la lluvia. Paso, bajo la protección de mi paraguas, por la librería Picasso. Marea de sangre sigue en el escaparate. Subo luego hasta una plaza en donde, cada tarde, se concentran millares de pájaros que la llenan con su algarabía, a pesar de la lluvia persistente. La primera vez que los oí creí que eran una grabación, no me cabía en la cabeza que semejante estruendo amazónico pudiera producirse en el centro de la ciudad. Sigo luego por la plaza de la Romanilla, paso por delante de uno de los flancos de la catedral y cruzo la Gran Vía. Un grupo de borrachos bebe a gusto en el soportal de la oficina principal de La Caixa. Asciendo por la empedrada Calderería Nueva con cuidado de no enganchar mi paraguas con los toldos de los locales de los marroquíes y tomo un tramo de calle escalonada y estrecha que apenas me deja pasar y parte de una iglesia que están rehabilitando. Me gusta ese paseo bajo la lluvia. Me gusta la lluvia que empapa los bajos de mis pantalones, chapotea sobre la superficie del paraguas y gorgotea en las calles empedradas camino de los sumideros. Por calles nunca antes transitadas llego a San Nicolás Bajo, que corona una de las lomas del Albaizín, el barrio más hermoso de la ciudad, y bajo entonces por una calle paralela, aunque el término paralelo no se hizo para la ciudad de los dos ríos. Entro en casa, hora y media más tarde, satisfecho y mojado, justo a la hora de ver el telediario y a un tranquilo Zapatero en campaña municipal mientras Carme Chacón y Rubalcaba se disputan la sucesión.

3 de abril de 2011 Ayer casi se me hizo de día viendo “Jugando en los campos del Señor” de Héctor Babenco en mi cine-club privado. Ya la había visto hace años y me había producido desasosiego. Recordaba una imagen muy hermosa de Tom Berenger, el piel roja norteamericano que se integra con los yanomanis, lanzándose en paracaídas en la impenetrable selva amazónica después de una noche mística bebiendo ayahuasca. Tom Berenger, que por el apellido debe de ser de ancestros catalanes, se pasa buena parte de la película desnudo. Y desnuda también aparece Daryl Hannah. Y hasta Kathy Bates. Quien no se desnuda es un espléndido Tom Waits, en su papel de copiloto alcoholizado. La película de Babenco habla de lo pernicioso que es civilizar las pocas culturas salvajes que hay en el planeta, y lo hace a través de ese grupo de misioneros evangélicos, capitaneados por un fanático John Lithgow y un desquiciado y temerario Aidan Quinn. La paradoja es que los yanomanis del film de Babenco contraen la gripe y mueren a mansalva por culpa de un beso, el que la replicante de “Blade Runner” recibe del sargento malo de “Platoon” y éste inocula en su tribu adoptiva. Eros y Tánatos, como siempre. Día de playa. Pero no me bañé. Cogí, eso sí, la bicicleta, la cargué en el coche y bajé a Salobreña. La atmósfera estaba gris y el mar parecía mercurio. En una terraza, al sol, en la misma arena, comí y, entre plato y plato, entra la ensalada y la paella, entre la paella y la fritura de pescado, y entre la fritura de pescado y la tarta de queso con arándanos, terminé “Dublinesca” de Enrique Vila-Matas. Aunque cargada de humor, es una novela muy triste, de fin de época. Y creo que todos estamos en esa tesitura, finalizando una etapa. Es un ensayo novelizado muy literario. Vila-Matas se refiere varias veces a Samuel Beckett y cita párrafos enteros del Ulises de Joyce. Me pregunto si Ulises regresaría a Ítaca de saber que no le espera Penélope. Creo que sí. La tierra ata, marca, nos reconoce y nos sentimos de ella como si hubiéramos emergido de sus entrañas como una simple alcachofa. A mi lado tengo a unos ingleses setentones que agotan su jarra de sangría. Miro a mi alrededor por si veo a Juan Madrid. No, el creador de Tony Romano y del policía gitano Flores no está hoy por la playa. Con Juan es peligroso encontrarse, porque puedes acabar con él en el tugurio más infecto que seguro que él conoce y despertar en la playa con un tremendo dolor de cabeza. Una chica rusa, que habla muy bien castellano, juega con su bebito en una mesa enfrente de la mía. Mientras me tomaba el café, pensaba en Paula y su apacible vida en el vientre de su madre que la llamará así porque yo siempre le regalaba libros de Isabel Allende por su cumpleaños. ¿Qué le espera a Paula? ¿Qué mundo verá Paula que yo ya no veré? ¿Qué le escribiré a Paula? ¿Cuentos infantiles? Con su nombre en los labios, e imaginándomela, monto en la bicicleta. El cielo está todavía más gris que antes. Siempre hago lo mismo. Hay una estrecha carretera, que se separa de la costa y luego vuelve a ella, como un ángulo, que une Salobreña y Motril. Casi es un camino vecinal. O una carretera del Punjab, a juzgar por los baches. Tomo las mismas fotos que tomé hace cuatro meses cuando estuve en esa carretera. Fotografío los mismos cultivos que, entonces, no sobresalían de la tierra roturada y ahora sí, emergen, verdes. Hay parcelas de mangos y aguacates sin frutos. Hay extraños bosques de algo que parece, y huele, como el brócoli pero que es mucho más grande. Cuando llego a Motril me pongo la camiseta y voy por el carril bici urbano hasta su puerto de pesca, como siempre. Aunque la lonja está cerrada el aire que rodea los viejos barcos varados en el muelle apesta a pescado, un olor que me desagrada profundamente. Pedaleo entre montones de redes y hago fotos a los barcos imaginando a los marineros luchando contra las tormentas en semejantes cáscaras de nuez para que yo haya comido esa fritura de pescado horas antes en el pueblo vecino. Hay algún solitario pescador en la bocana del puerto de Motril que echa la caña y otros, simplemente, el sedal, y unos pocos gatos, hartos de pescado, que se pasean entre las montañas de redes. La bruma empaña la visión de Sierra Nevada. Ya de regreso me detengo en el mismo bar en donde me detuve hace cuatro meses, en medio de un pedregal gris y feo, desde cuya terraza no se ve el mar, pero sí se intuye, y los barcos, en el horizonte, parecen que se abren paso por la tierra. Pido un cuba libre de ron a una mujer argentina que sirve las mesas. No me entiende y quiere traerme un vaso de ron solo y yo le digo que no, que ponga cubos de hielo, rodaja de limón y me traiga una coca cola. Con ron es de la única forma que me apetece tomar cola. Saco unas fotos al feo pedregal que quedó hace millones de años así, cuando el mar se debió retirar, fotografío las siluetas de unos muchachos casi en el horizonte y la de un barco inmóvil en alta mar pero que parece varado en la playa. Y empiezo, releo, cosa que nunca hago, “La mirada del observador” de Marc Behm, la que, para mí, es una de las mejores novelas negras de la literatura, que Anik Lapointe, la canadiense francófona que dirige la colección de novela policial de RBA, tuvo la gentileza de enviarme. Doy sorbos a mi vaso y devoro cuarenta páginas de esa apasionante novela que es la narración de un voyeur, el Ojo, que sigue a sol y a sombra a una peligrosa asesina, en la que cree reconocer una hija que nunca vio, que cambia cada día de nombre y de peluca. Luego me levanto, pago cinco euros y me voy porque el cielo todavía está más gris y hasta puede que me llueva por el camino. Y pedaleo por Motril y cruzo una acequia que desemboca en el mar, antes de alcanzar esa carretera bacheada, la que parece del Punjab, que me lleva a Salobreña, y al coche, entre el murmullo de docenas de acequias y el agua anegando los cultivos. Las ocho, cuando entro en Granada. La noticia del día es que ZP no repite como candidato. Lo voté dos veces. De la primera vez no me arrepiento; de la segunda, sí. Lo que ganó retirándonos de la infame guerra de Irak lo perdió plegándose a los mercados y las agencias de calificación. Le faltó valor y osadía para implementar otras medidas y que no cargaran con la crisis sus víctimas en vez de los verdugos. Ponga el PSOE a Rubalcaba o a Chacón su suerte está echada. Aunque yo confío en la victoria espectacular del voto en blanco. Islandia.

Comentarios

umbral de las voces ha dicho que…
Increíble y vertiginoso itinerario de un escritor total, gracias José Luis por participarnos de tan rumboso y exquisito trabajo
Anónimo ha dicho que…
o votar o no votar no és la cuestión és luego hacerte cargo

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