FIRMA INVITADA

Conocí a Marcos Tarre por Internet. Ambos coincidíamos en haber sido publicados en la editorial Alfadil del recientemente desaparecido Leonardo Milla. Luego, un día, cruzó el charco y bajó a Barcelona y le interesó verme. Por problemas de agenda no fue posible, pero si me dejó una tableta de maravilloso chocolate venezolano y un par de novelas suyas en la trastienda de un comercio de la Villa Olímpica, todo muy misterioso. El chocolate me lo comí; la novela, BALA MORENA, la devoré. Creo que es uno de los mejores trhillers que han caído en mis manos. Cuando bajó la siguiente vez a Barcelona ya sí coincidimos. Iba en compañía de su encantadora esposa y sus hijos. Nos zampamos una paella en la Barceloneta, de noche, y luego diluvió como en el trópico. Desde entonces ya somos íntimos. El relato que me cede está a caballo de Medellín, Caracas y Barcelona, como él. La delincuencia se globaliza y el secuestro exprés llama a las puertas de la Ciudad Condal. Disfruten de buena literatura negra latinoamericana de la mano precisa de uno de sus maestros indiscutibles. Las fotos de AMORES PERROS, a su altura.

SANGRE LATINA
© Marcos Tarre


Jairo Samper no le temía a la muerte, pero si mucho a lo que no conocía. Por eso, desde que salió de la comuna de Medellín, estaba angustiado, sobrepasado por todo lo que miraba, acelerado, desesperado por algo de “perico”, aunque disimulaba bajo la impasibilidad de su rostro, oculto detrás de los lentes oscuros. Meterse con la niña Pelayo fue una locura, todos los sabían, pero igual lo hicieron, por cuestión de cojones y de ser más verracos. Hacerle cruces a los guardaespaldas y llevarse a la gomela en uniforme escolar fue pan comido; pero en el momento en que trasbordaban, la llamada del patrón les cambió el mapa. ¡Paren la vaina! La niña está bajo protección de Los Calvos. Demasiado tarde. Unos minutos demasiado tarde. Ahí tenían a la pelada, aterrorizada, con cinta adhesiva en la boca, manos atadas en la espalda y lagrimas en los ojos, mientras Abigail le metía mano por debajo de la faldita. Nos vale huevo. Hay que seguir. Después que le dieron el tiro de nueve milímetros en la cabeza y de empezar a negociar el rescate, se enteraron que, además, la muertita era sobrina del ministro de yo no sé que vainas... Total, que además de Los Calvos, ahora tenían a los bolillos del Gaula y del DAS con orden urgente de capturarlos, preferiblemente más muertos que vivos. Cuando dos días después le dieron catorce balazos al primo Abigail, el patrón decidió que el agarrón era demasiado arrecho. Cuñao, aquí tiene éste pasaporte venezolano, éste boleto de Avianca para Caracas y mil dólares. Me llama al llegar allá. Hay que desaparecer por un tiempito hasta que pase el vaporón. Lo poco que pudo ver desde la ventanilla del avión y luego al pisar tierra en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, lo tranquilizó. Parecía su ciudad, en menos verde, con más desorden, suciedad, calor y gente mas agitada y gritona. Un funcionario de aduanas le selló el pasaporte mientras le silbaba admirativo a una churro despampanante. Salió arrastrando los zapatos Nike, con su morral al hombro. Dentro del mismo aeropuerto consiguió un centro de llamadas Movistar y desde una micro cabina marcó el numero del celular del patrón. Le atendió una voz desconocida:
- Jairo Samper, hijoeputa... Escúchame con cuidado. Te habla Marín, de Los Calvos... Sabemos que estás en Caracas. En este momento me estoy meando sobre el cadáver de tu jefe. ¡Ahora vamos por ti!
Colgó. No, no tuvo miedo. Se miró las manos. Cero temblor. Así que las mierdas de Los Calvos le dieron cruz al patrón. Ya les habría cantado hasta el Ave María. No era momento para embarrarla, sino de moverse rápido para salvar el pellejo. Mientras se comía un bocadillo, tomaba un tinto y conversaba con el mesero de Bucaramanga, supo que los venezolanos no necesitaban visa para entrar a España. Por allá en Barcelona estaba su primo Jaime. Verificó las horas de salida de los próximos vuelos. Pagó en efectivo un boleto de Air Europa a Madrid, con conexión de puente aéreo a Barcelona. Dudaba que su pasaporte pirata aguantara una buena revisada, embarcó sin contratiempos y durmió, comió, miró una aburrida película sin los audífonos que no quiso comprar, volvió a dormir, se aseó y mezclado con un grupo de pasajeros pasó los controles de seguridad del aeropuerto de Barajas, corriendo para subir a la conexión. Se instaló en el asiento del enorme Airbus, rodeado de gente informalmente trajeada con marcas y por primera vez escuchó las musicales “eles” del idioma catalán. Un autobús recogió a los pasajeros al detenerse el gigantesco avión en El Prat y los llevó a una entrada secundaria. Siguiendo al grupo, recogió su morral y se consiguió en la salida. Un policía le revisó cuidadosamente el equipaje y le hizo un gesto para que saliera. ¡Puta madre! No lo podía crear, estaba en la calle, sin más controles, sin aduanas, sin policías, sin que le revisaran el pasaporte pirata... Sonrió pensando que en éste país las cosas eran papaya. Preguntando ubicó los autobuses que iban a la ciudad, pero tuvo que devolverse al terminal para cambiar moneda. Por el trayecto miraba atento, descubrió que era puerto de mar y muy grande, con autos pequeños y modernos, mucho lujo, sospechosamente limpia. Trató de ubicar alguna colina con ranchos y construcciones informales, que se pareciera a su comuna, pero no vio nada. Se bajó en la Plaza Cataluña. Necesitaba perico, tenía sed y una desmesurada necesidad de pensar, para ubicarse, observar, decidir. Se sentó en una terraza con paraguas. Le costó hacerse entender con el mesero chino. Le trajeron un gran jarro de cerveza. Estuvo largo rato mirando a la gente. Lucían despreocupados, así como felices, como si acá no existieran atracos, narcos, helenos o paracos, hambre o violencia, cargando despreocupadamente paquetes, bolsas de compras. El man de la mesa de al lado se paró para ir al baño, dejó su computadora portátil, cartera y chaqueta en la mesa, así como para que cualquiera se la llevara, pero nadie aprovechó semejante chance. Jairo Samper, asimilaba, asombrado. No veía guardaespaldas, ni camionetas blindadas. Los policías, impecablemente uniformados y tranquilos, lucían tan distintos de los de Medellín, con cascos, chalecos, correajes, nerviosos, el dedo en el gatillo del fusil de asalto G3... Esto realmente parecía la propia papaya... No tendría problemas para mantenerse, pero la duda era ¿cuánto tiempo? ¿Tres meses? ¿Seis? Pidió la cuenta y eructó sonoramente cuando vio el monto. Se alejó sin pagar. Sólo para buscar orientación y conversación de paisano, decidió buscar al primo Jaime. Sólo sabía que trabajaba en una farmacia en un sitio llamado La Barceloneta. Preguntó por un cybercafé y lo orientaron hacia un cercano locutorio. Le gustó el ambiente informal, árabes, paquistaníes, ecuatorianos, afiches desteñidos sobre paredes escarchadas, muebles gastados, algo de sucio... Esto, definitivamente, era más humano. Le mandó un email a su primo, ubicó La Barceloneta en un plano, no muy lejos, hacia el mar, marcó las farmacias de la zona, se dio cuenta que era un barrio turístico, con muchos apartamentos en alquiler, por días, semanas o meses.


Eso le gustó. Tomó algunas notas. Bajó por las Ramblas, atiborrada de gente, quioscos, turistas. Detectó una docena de objetivos, un catire guardaba un fajo de billetes en el bolsillo, la señora que para atender al niño dejaba su cartera sobre una jardinera, las viejitas que le pidieron si podía tomarle una fotos y le dejaron la costosa cámara. Sonrían, les dijo, mientras él sonría detrás de sus lentes oscuros. Les devolvió el aparato y se quedó fascinado, mirando un gran quiosco de prensa repleto de revistas y cajitas de DVD porno. Definitivamente, esto le estaba gustando. En una ferretería invirtió parte de su menguado capital en un kit de ganzúas de cerrajero. En un local para turistas pidió ver cuchillos y navajas, labrados, decorados, no compró nada pero discretamente se embolsilló una sólida navaja de caza Muela, de hoja ancha y cacha de nylon verde. Estaba preparado; se fue caminando despacio. Tiempo era lo que le sobraba y ahora, con esas mínimas herramientas en el bolsillo, se sentía mejor dispuesto para enfrentar este sorpresivo, desconocido y desaprensivo mundo. La Barceloneta, con sus viejos edificios, ropa colgando al sol, calles estrechas, se parecía algo a su comuna, pero, tanta limpieza molestaba. Claro, que faltaban gritos, cumbias, vallenatos y merengues, el sol y las mulatas de su tierra. Miró sus notas. Al tercer intento lo logró. Los dos primeros apartamentos que visitó estaban ocupados. Pero éste no. Tocó la puerta vecina. Una señora le informó que no sabía nada, que sí, ese apartamento lo alquilaban, pero hacía semanas que no veía movimiento, no, no sabía quién era el dueño ni tenía su teléfono. Esperó que le vecina cerrara su puerta y se inclinó para trabajar. En diez minutos venció la resistencia de la vieja cerradura. El apartamento era pequeño, pero equipado con muebles, televisión, cocina, agua y electricidad. Colgado detrás de la puerta principal consiguió un juego de llaves. Ya tenía base de operaciones.


El hambre lo hizo salir. Se consiguió a la vecina en la estrecha y oscura escalera. Esbozó su mejor sonrisa. Sí, finalmente llegó el propietario y firmamos el contrato, así que voy a ser su vecino. Se sentó en la terraza de un restaurante en el Paseo de Juan de Borbón, con vista a la gran avenida, la explanada por donde corrían, patinaban o circulaban ciclistas, los mástiles de veleros y cabinas de lujosos yates, a lo lejos un moderno edificio circular, las torres de un curioso teleférico. No vio niños de la calle, ni limosneros, ni vagos merodeando. De nuevo contó un jurgo de oportunidades que veía pasar, en bandeja de plata... Los man parecían lentejas y las mujeres un poco aletas. Pero decidió seguir uno de los principios que le enseñó el patrón: actuar siempre bien lejos de la base de operaciones. Así que, terminó, pagó y caminó hasta la cercana parada del autobús. Había que conocer las cosas importantes de la ciudad y se fue, bien lejos, como mandaba el patrón, hacia el estadio del Barça. Luego de la visita reglamentaria al Nou Camp, hizo su primer secuestro exprés. Una bella mujer bajaba de un BMW, cerca del Hotel Intercontinental princesa Sofía. La navaja en el cuello la obligó a regresar al auto. Hicieron la ronda de telecajeros, pensó en llevarla a un sitio apartado y violarla, pero eso complicaría el asunto. Estaba seguro que por un simple atraco y robo nadie lo perseguiría. Dejó a la vieja abandonada por el Parc del Castell e hizo un a vertiginosa ronda hasta que se vino la noche. En la Plaza de las Glories Catalanes subió a una morena dominicana al auto, con seiscientos cincuenta euros en el bolsillo no tuvo problemas tampoco para comprar perico, ron del bueno y pasar una primera noche de parranda. Al amanecer dejó el BMW abandonado y regresó en metro a La Barceloneta. Conoció gente. Se hizo amigo de una antioqueña que trabajaba en un local de alterne. Se olvido del primo Jaime. Hizo contacto con una banda que llamaban Latin Kings, segunda generación de emigrantes hispanos, pero le parecieron unos patéticos cagaleches que no sobrevivirían ni media hora en una comuna amigable de Medellín. Uno o dos secuestros exprés a la semana le daban para vivir. Pero no tenía logística ni infraestructura para trabajos elaborados, más de su especialidad: un atraco a un banco, un buen secuestro, un transporte de valores o un muerto por encargo. El único incidente fue cuando se presentó el dueño del apartamento, a enseñar el piso a una pareja interesada; se sorprendieron y asustaron al verlo; tuvo que hacerle unos cortes y dejarlos maniatados mientras recogía sus cosas. Era una lástima, le agradaba La Barceloneta. Pero ya conocía mejor la ciudad y montó otra base de operaciones por Sarriá. Con el revólver 38 que le quitó a un guardia jurado se sintió mejor. Hubiera preferido una semiautomática, como la que portaban los bolillos, pero le pareció todavía demasiado arriesgado atacar a uno. Al mes ya comenzaba a aburrirse de Barcelona, lo único interesante que encontraba eran el fútbol y las putas latinas... El trabajo ya le resultaba demasiado papaya, en unos días se mudaría a Valencia o Madrid, para marcar distancia y empezar de nuevo en un sitio distinto.


Una noche, al llegar a su piso y encender la luz, se consiguió con tres catires instalados en la mesa. Bebían su licor, uno de ellos, de ojos azules y metálicos, lo apuntaba con una Beretta 92F, grande y negra. Sintió un estremecimiento muy adentro, porqué no conocía a éste tipo de gente. El de la pistola le hizo señas, que se acercara, se sentara a su lado y en un castellano lleno de asperezas, le dijo que el señor Marín, de Los Calvos de Medellín, los había contratado para hacer el trabajo, que le mandaba saludos y que, si creía en algo o alguien, hiciera sus últimas oraciones. Desde que nació, Jairo Samper se venía preparando para éste momento, para morir con dignidad y cojones, como un man verraco, así que no lo iba a echar a perder. No veía ninguna posibilidad de escape o defensa. El cañón de la Beretta lo apuntaba directamente, otro de los hombres jugaba con el revólver 38 que le quitó al guardia jurado y el tercero comenzó a filmarlo con una pequeña Sony Handycam. No podía tener miedo, se decía. Con voz neutra, preguntó:
- Una sola cosa: ¿Cómo me localizaron?
El hombre alzó unos milímetros el cañón de la Beretta y murmuró:
- Fácil. Recibimos contrato para ti, ya con el nombre del pasaporte venezolano que llevas. Por el email a tu primo Jaime, supimos tu en Barcelona. Vimos tu rastro en La Vanguardia, tu sabes, los secuestros exprés y esas cositas que hiciste. La policía pisa tus talones, nosotros sólo seguimos a policía... Pronto vendrán por ti, pero nosotros llegamos primero. Muy sencillo. Eso es todo.
Ese “todo” que pronunció el catire con su raro acento era un “todo” absoluto, no más conversación, no más tiempo, final total. Por primera vez en su vida, Jairo Samper sintió el único miedo al que le temía, al que aborrecía, el terror a lo que no conocía, sabiendo que se iba hacia a lo más desconocido que pudiera imaginarse, relajó esfínteres y vejiga, mientras le quemaba el fogonazo, el desgarrador estruendo invadía su mente y su vida, la fragmentaba en miles de pedacitos y sentía que se iba con ellos, a ese sitio del que no sabía nada, del que nadie sabía nada, tan absoluta y visceralmente desconocido que tuvo que gritar de horror mientras se desplomaba y retorcía con espasmos que ya no eran suyos.



Marcos Tarre (Nueva York, 1950) Graduado de arquitecto en la Universidad Central de Venezuela en 1975. Novelista, columnista regular de prensa desde 1987, analista en seguridad, ha dirigido cuerpos policiales y ayudado a autoridades regionales o locales. Se ha dedicado al estudio del fenómeno de la delincuencia y violencia en América Latina y ha producido novelas y libros sobre esa materia.

Libros publicados
Colt Comando 5.56 (1983), llevada al cine en 1987
Sentinel 44 (1985)
Operativo Victoria (1988), finalista del premio Rómulo Gallegos
BAR 30 (1993)
En caso extremo (1993)
Manual de seguridad y prevención comunitaria (1994)
¿Gato encerrado o perrito perdido? (2000)
Bala Morena (2004), finalista del Premio Planeta Internacional.
Para vivir seguros (2005)

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