LA CIUDAD

NUEVA YORK: TODAS LAS CIUDADES EN UNA
texto y fotografías José Luis Muñoz
Publicado en la revista
TRAVELER nº 9

Diez de la mañana. Aeropuerto JFK. El avión de la Sabena aterriza con puntualidad, y minutos más tarde me encuentro frente a un funcionario de inmigración que escruta con detenimiento el pasaporte, coteja su fotografía con mi rostro y estampa el sello tras un saludo en español y una mueca que intenta ser amable. Salgo a un exterior brumoso y camino cien metros hasta la parada para abordar el típico y mastodóntico taxi amarillo neoyorquino que conduce un sij de larga barba y voluminoso turbante. Intento pronunciar con corrección la dirección del hotel, que se encuentra muy próximo a Broadway Avenue, en la Octava, a través del cristal antibalas. El taxista asiente con la cabeza, pero tengo dudas de que me haya entendido. Volamos por carreteras elevadas, esquivamos los primeros atascos de la mañana, cruzamos un barrio infecto de casas destartaladas cercadas con vallas metálicas, basura desparramada y socavones en la calle, habitado por negros de aspecto poco tranquilizador que circulan en coches desahuciados escuchando rap a todo volumen. “¿Cómo se llama este barrio?”. “Jamaica”, contesta, girando levemente la cara.. El taxi vuela por calles desiertas que a pleno día inquietan. Entramos en Manhattan a través de un túnel tétrico que juraría haber visto en algún thriller.

Tocar el cielo desde el Empire
Me ducho y me cambio no bien llego al hotel y curioseo por la ventana de la habitación. Las luces rojas de los sex shop, los locales de striptease y los restaurantes mexicanos parpadean a pocas manzanas de La cocina del Infierno.
Bajo a la calle con un plano de la ciudad y camino por Broadway Avenue, la calle de los teatros, hasta llegar a Times Square, en donde el parpadeo incesante de los anuncios de neón ciega.
Sobre el plano no dista tanto el Empire State de donde me encuentro, pero cuatro manzanas de la Gran Manzana, valga la redundancia, son diez minutos andando a paso rápido. La cola para subir al Empire es tan larga que a punto está de mandarme de vuelta al hotel, pero no me arrepiento de la espera. No hay apenas luz en la terraza del Empire, pero sí gente, cientos de siluetas dibujadas en la oscuridad que disparan los flashes de sus cámaras. A mis pies, 102 piso más abajo, New York, una sucesión de luces que se extiende hasta el infinito, con la silueta de sus puentes sobre el Hudson y el East River, las pirámides orgullosas de sus edificios de oficinas iluminados y el rastro luminoso y fantasmal de los coches, respira. Miro, fotografío, y vuelvo a mirar y, tras una eternidad, toco de nuevo el asfalto de la ciudad y me retiro al hotel.

Todas las ciudades
¿Cuántas ciudades encierra NY? Todas las del mundo, también todas las razas, todas las lenguas en esa Gran Manzana comprada a los holandeses por una verdadera ganga. Hay un Nueva York megalómano de hormigón y acero, de edificios tan altos que tocan las nubes y se salen de las fotos, como el edificio de la General Electric del Rockefeller Center, el Chrysler Building, el Radio City Music Hall, pero ese Nueva York no es más fascinante que el de sus calles y sus gentes. ¿De qué color es la población de Nueva York? ¿Blanca? ¿Negra? ¿Amarilla? Y, ¿quién es neoyorquino? Neoyorquino es el último en llegar a la ciudad: yo.
Me dejo caer por el bullicioso Chinatown. Orientales de primera, segunda, tercera generación, que siguen hablando el chino, aparte del inglés, comprando en sus establecimientos, frecuentando sus restaurantes; jóvenes con corbata que trabajan en alguna oficina de la Quinta Avenida junto a ancianas vestidas a la usanza tradicional que seguramente morirán sin haber aprendido una sola palabra de inglés. He paseado por las calles de ciudades de Oriente, por Hong Kong, Bangkok, Singapur y Ujung Pandangh, y su aspecto no difiere tanto de las de este fascinante Chinatown en cuyas aceras los vendedores ambulantes venden extrañísimos frutos o cocinan en pequeños infiernillos. Me interno por las estrechas calles del interior del barrio, hasta la Bloody Angle, en el que no te fijarías sino fuera por su siniestro nombre en recuerdo de los sangrientos ajustes de cuentas entre bandas de gánsters en los años 20; ahora es una esquina vulgar, algo sucia, con un restaurante en cuya pecera flota un pez muerto y una modesta peluquería en donde un chino arregla la cabeza a un compatriota.
Cruzando Canal Street, la frontera, se entra en Litle Italy, un sector de Manhattan Sur animado por los restaurantes italianos, las tratorías, el olor a pasta fresca y a peperone, pequeñas calles flanqueadas por edificios de ladrillo de dos o tres plantas cruzadas por ristras de banderitas italianas, con camareros en la puerta de los restaurantes, invitándote a entrar, y sentados en sillas de tijera sobre las aceras tipos forzudos, ya vistos en alguna película de Scorsese, chicos de los nuestros, con rostros patibularias y ojos que no pierden detalle de todo lo que sucede en la calle. ¿El cine imita a la realidad o es al revés?
Leo una cita de Le Corbusier acerca de la Gran Manzana mientras tomo café a litros y unto queso en un donut: “Nueva York es un caos; pero es un maravilloso caos”. La ciudad es caótica, pero no más que Barcelona o Madrid. Puedes recorrerte la ciudad andando, sin pérdida, por sus avenidas numeradas, o utilizar los autobuses, cómodos y limpios, los taxis o las limusinas, que no son tan caras si vas acompañado, pero también es una experiencia sumergirte en su suburbano. Una bofetada de calor inhumano me recibe mientras desciendo escaleras que parece no hayan sido limpiadas nunca, y luego me encuentro con la oscuridad, el descuido, la suciedad de sus estaciones, con charcos de agua estancada entre las vías, con ratas correteando entre las traviesas. Estaciones de principios de siglo que no han sido remozadas, ni pintadas, con manchones de humedad, con goteras y humo que sale de cualquier parte, quizá porque no interesa, porque los ejecutivos de Wall Street, la gente pudiente de la ciudad, utiliza los taxis, las limusinas. Toda una experiencia coger ese metro caótico y tercermundista y emerger, por ejemplo, en la Quinta Avenida, entrar en el edificio Trump, uno de los varios rascacielos que esa personificación insolente del dinero, modelo de trepadores y apóstol de yupies, tiene en la ciudad, un rascacielos barnizado con un lujo hortera made in las Vegas chirriante, o perderte por los escaparates del cercano Tifanys, la más famosa tienda de joyas, en donde una encantadora Audrey Hepburn preguntaba a un empleado el precio de la más insignificante joya y sufría un desmayo al conocerlo.

Todos los colores del mundo
Por Central Park corren tipos de toda ralea, desde gruesos alimentados con comida basura que quieren purgar sus pecados del estómago a obsesos del agua Perrier. Puedes adentrarte por sus bosques, pero por encima de las copas de los árboles siempre es posible ver la punta de un rascacielos. Central Park es el pulmón de la ciudad adonde se retiran los neoyorquinos hartos de la contaminación y el ruido cuando se disparan todas sus alarmas vitales. Una pareja boga apaciblemente en su barca hacia el centro de The Lake; una muchacha toma el sol en top en una de sus enormes prados; dos jóvenes se besan en un banco, lejos de las miradas; unos recién casados orientales se fotografían sobre el Bow Bridge.
Cerca del Conservatory Water una patinadora llama mi atención, y la de mi cámara. Joven, fibrosa, alta, se mueve con destreza sobre sus patines en línea que son una prolongación de sus hermosas y largas piernas color caoba, mueve suavemente los brazos, ensaya reverencias a una platea inexistente, sortea a una pareja de judíos ultra ortodoxos y vuelve, sudorosa, a los brazos de su amigo, novio, amante o esposo que se deleita con sus evoluciones. ¿De qué raza es? ¿Negra, oriental, hispana o anglosajona? Las cuatro razas conviviendo en armonía en una cara hermosa y en un cuerpo esculpido en gimnasios.

A ritmo de gospel
Es domingo y en Harlem los negros se ponen traje y corbata, y las negras, aparatosos vestidos rosas, blancos, verdes, y cubren sus ensortijados cabellos con sombreros estrambóticos. La Iglesia de Etiopía es famosa por sus misas gospel que acaban con ritmo frenético, con todos los feligreses en pie, bailando, tras el discurso catártico del reverendo que imposta su voz a lo largo de su interminable prédica. Y a la salida del oficio tropiezo con una ancianita distinguida, vestida con un traje de los años cincuenta y tocada con sombrero, el cutis blanqueado a base de cosméticos, caminando de la mano de una exuberante muchacha, quizá la nieta, cuyas curvas - ¿naturales o quirúrgicas? - se marcan escandalosamente bajo el ceñidísimo vestido que lleva. ¿Parte del espectáculo?
Paseo por las casitas de Greenwich Village y me detengo a tomar un café en un local de la cadena Starbucks Coffee. Una pareja de gays, en camiseta y pantalón corto, bromea en una mesa cercana; una mujer de mediana edad lee un libro de poemas; la camarera, que se llama Julie, es alta, rubia, espigada, tiene una sonrisa encantadora. Le pregunto si el Soho está cercano y me da toda clase de explicaciones en el inglés rápido y paroxístico de los neoyorquinos. Soho y Tribeca hacen frontera con Greenwich. Es el barrio de los carísimos y buscados lofts, de las galerías de arte, de los edificios abuhardillados del siglo pasado de Greene Street, donde se encuentra Dean & DeLuca, una de las mejores tiendas de alimentación.

New York, New York
Existe un lugar especial para las despedidas. Hay que ir al atardecer y ocupar una de las mesas que están en la terraza en donde es obligatorio tomarse un par de cervezas para alcanzar la consumición mínima, porque para tener el privilegio de estar en aquel lugar se ha de pagar esta especie de entrada. River Café, en Brooklyn, a orillas del East River, lugar de moda desde donde las vistas sobre Manhattan y el puente de Brooklyn, bajo el que pasan continuamente barcazas y navíos, son inmejorables. El cielo se tiñe de rosa, con la puesta de sol, y las siluetas de vidrio y acero de los rascacielos de Manhattan se van iluminando paulatinamente, reflejándose ese espectáculo de luz y color en las aguas negras del río. Bebo despacio la cerveza mientras cae la noche y los rascacielos brillan como joyas poliédricas salidas del escaparate de Tifannys, como una ensoñación. Si cierro un instante los ojos oiré cantar a Frank Sinatra su “New York, New York”, pero mejor mantenerlos abiertos, que empieza el espectáculo. Termino adorando esta ciudad que siempre he conocido, desde que tengo uso de razón, gracias a la magia del cine y que no pierde un ápice de su fascinación proyectada en la pantalla de la realidad. Amo New York.
Verano del 2000. Una año antes del 11S. La cola nos impide subir a la azotea del World Trade Center. Voy con Gloria y los niños. Ahora me estremezco. Un viaje inolvidable. La ciudad me fascina. Es la urbe que todo el mundo conoce, hasta el que nunca ha estado allí. Unos cuantos miles de fotos, algunas recogidas en el número de TRAVELER dedicado a Nueva York que aquí se reproducen. Historias pendientes, que capto en las esquinas, para una novela coral sobre la ciudad, que queda aplazada y de la que me acuerdo ahora, precisamente, cuando reedito este reportaje.

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