LOS RELATOS DE PLAYBOY

PAT PONG ROAD
José Luis Muñoz


Me revolví en la cama y entreabrí los ojos. No funcionaba muy bien el aire acondicionado de la suite 345 del hotel Shangri-La y el calor, al que se unía el cansancio de una mañana ajetreada de compras – camisas Lacoste, genuinos Rolex falsificados, diminutos Budas confeccionados por la tribu de los Meos de la región de Chadmai con hueso de elefante, los maravillosos pañuelos de seda de la factoría Jim Thompson, un traje a medida que un sastre sij se había comprometido en tenerme listo en sólo veinticuatro horas – contribuía a la somnolencia.
Hacía dos semanas que habíamos llegado a Tailandia, y el país había ejercido un extraño influjo vampírico en nosotros desde que tomamos tierra en el aeropuerto de Bangkok. Apenas habíamos realizado las excursiones de rigor de todo turista convencional que se precie – el recorrido por el mercado flotante, el paseo en barca por el Chao-Phraya, la visita al templo del Buda Esmeralda…- para dedicarnos con una intensidad enfermiza a hacer el amor en la habitación del hotel, como si los
efluvios de ese aire húmedo o los exóticos, y no siempre agradables, olores de sus guisos callejeros tuvieran un poder afrodisiaco. Hacíamos el amor por la mañana, antes de bajar al hall del suntuoso hotel para degustar el siempre copioso buffet libre, hacíamos el amor al mediodía cuando, hartos de deambular a bordo de los estridentes y pintorescos tuk-tuks por las abigarradas calles de la urbe, regresábamos y buscábamos el frescor de la ducha, y por la noche, después de patear la populosa calle del vicio, la Pat Pong Road, y paliar las deshidratación con las enormes botellas de cerveza Shinga.
Úrsula, por esta vez, no se había desnudado, como si no quisiera perder tiempo y fuera víctima de una urgencia. Llevaba un vestido amarillo, con finos tirantes que lo sujetaban a los hombros, plisado en el pecho, de tal liviandad que moldeaba sus voluminosos senos de mujer germánica en la plenitud de su juventud. Deslizó sus braguitas por las piernas, con un leve contoneo de sus caderas, y a continuación me bajó bruscamente el calzoncillo sopesando con la mano mi pene.
- Me pone tanto tu polla – murmuró.
“Polla” fue una de las primeras palabras que aprendió. Le excitaba su fonética, según me había confesado, como también “follar”. Mi miembro, que cabalgaba flácido sobre el muslo, comenzó a animarse cuando sintió la proximidad de su aliento y, poco después, desvergonzadamente, la caricia punzante de su lengua estimulando el frenillo como preludio de una boca golosa que succionaría el glande.
Se colocó a horcajadas sobre mí, como una consumada amazona, y guió con sus dedos mi lanza sexual hasta las puertas de su sexo; luego se movió a conciencia, una vez que lo tuvo aprisionado entre sus muslos, a un ritmo cada vez más enervante, al mismo tiempo que se acariciaba los senos bajo el vestido, hasta que literalmente me robó mi orgasmo sin que yo pudiera hacer nada para demorarlo.
-¿Sabes de qué tengo ganas? – me dijo, encendiendo un cigarrillo.
-No, pero supongo que de follar otra vez-dije.
-Me excitaría sobremanera verte hacer el amor con otra, o con otras. Un juego sexual. Hum - lanzó una bocanada de humo al aire y puso cara de imaginar la situación-. Desnudo, potente, cabalgando entre las piernas de una chinita mientras otra espera paciente su turno. Ver tu polla entrar en sus delicados y pequeños coñitos.
-Tailandesa. Estamos en Tailandia, cherí – le corregí.
-¿Por qué no lo probamos? ¿Te das cuenta de lo que te estoy ofreciendo? No creo que encuentres muchas novias tan liberales como yo.
-Ni tan morbosas.
Confieso que no me desagradó la idea, bien al contrario. Contratar a un par de muchachas en Tailandia entraba dentro de los convencionalismos turísticos del país, casi se podía decir que era una oferta más en los paquetes de los tours operadores. Tailandia era el paraíso del sexo. Úrsula me miraba fijamente a la cara buscando mi aprobación.
-Dos tailandesas. Jóvenes y muy bonitas. De porcelana. Te las escogeré yo.
-Puede que me expriman tanto que no quede nada para ti.
-Te voy a demostrar que puedo excitarte más que ellas.
Aquella noche, después de tomarnos una cerveza Shinga y un plato de enormes gambas a orilla del Chao Phraya, nos acercamos a la Pat Pong Road, la populosa calle del vicio de la capital tailandesa en donde las transacciones sexuales se realizaban, como todo en este país, entre sonrisas y ceremoniosas reverencias.


Entramos en uno de los muchos tugurios de chicas que abrían sus puertas ininterrumpidamente desde la mañana a la noche. Dentro sonaba una música disco estridente, bajo la cual era difícil hablar, y flotaba en el ambiente una espesa nube de tabaco e incienso que se podía cortar. Las chicas bailaban sobre una plataforma giratoria, sucintamente vestidas con ceñidos trajes de baño de atrevidos colores sobre los que se destacaban sus números identificadores, tan visibles como los de las camisetas de los futbolistas. Di un rápido vistazo. La que llevaba el número cuatro estaba bastante bien, menuda como todas ellas, pero con un pecho sospechosamente abundante para tratarse de una oriental. Había leído que muchas de ellas, para complacer los gustos de los clientes occidentales, se implantaban silicona a fin de aumentar el volumen de sus senos. Escoger a la segunda muchacha presentó más dificultades. Finalmente me decidí por una muchacha de aspecto infantil que llevaba el número ocho prendido en su bañador y que movía el trasero de forma muy excitante, como si alguien se la estuviera follando por detrás, una tailandesa de bellos rasgos y ademanes gatunos. Hablé con el encargado, que era de origen chino y se cubría los ojos con unas gafas de sol, chapurreando un infame inglés, negocié el precio de las muchachas y cinco minutos más tarde los cuatro cogíamos un taxi y nos dirigíamos al Shangri-La.
Debo confesar cierto nerviosismo. Estaba excitado, pero, al mismo tiempo, me sentía algo inseguro rodeado de tantas hembras que se aprestaban a devorarme como un exquisito bocado sexual. De presunto verdugo podía pasar a ser simplemente víctima.
Úrsula se había desnudado y permanecía sentada en un rincón de la habitación, como una espectadora más del improvisado peeping show, envuelta en una bata de seda color fucsia de la factoría Jim Thompson que le había regalado el primer día que llegamos a Bangkok, una prenda tan fina como una segunda piel bajo la que se transparentaba su voluptuoso cuerpo. Entre risas, las dos muchachas me habían tumbado en la cama, me había desprendido del mi sudado atuendo, con toallas humedecidas en colonia me habían aseado, como enfermeras preparando al paciente para la operación, y la dos se habían aplicado a excitarme a continuación con sus técnicas habilidosas. Yu Pangong, así dijo llamarse la más tetuda de ellas, me rozó con las puntas de sus senos la polla antes de restregar sus ingles húmedas contra ella. Cuando se puso a chupármela yo ya estaba empalmado y con ganas de follármela. Saqué el pene de su boca y recorrí con él todo su cuerpo hasta acoplarlo a su vagina; entonces ella, con flexibilidad circense, me pasó las piernas por los hombros y yo comencé a taladrar sin descanso su delicioso y abierto coñito húmedo, mientras su compañera se tendía desnuda encima de mis piernas y me acariciaba los pies con sus manos delicadas y sus endurecidos pezones.
Me apliqué
a obtener el mayor placer de la situación y chapurreé en inglés a las dos chicas mis intenciones con un lenguaje más gestual que oral. Se trataba de un juego con el que había soñado desde la adolescencia. Yo cerraría los ojos y ellas se turnarían para compartir mi pene, teniendo cuidado de no provocar demasiado pronto mi eyaculación. Mi única arma para reconocerlas sería el tacto. Por propia voluntad, por el ansia de encontrar un retorcido placer, estaba dispuesto a ser un amante ciego que sólo reconocería a sus amantes a través de las manos.
Me vendaron los ojos con un pañuelo de seda y esperé con ansiedad. Una de ellas se acuclilló sobre mi vientre y se dejó caer suavemente sobre mi polla, hasta engullirla por completo. Alargué la mano y la toqué: su piel era seda, los pezones diminutos y rugosos, el pecho abundante y turgente, la espalda breve y las nalgas espléndidas y cálidas. Era Yu Pangong, sin lugar a dudas. Sentí su beso húmedo en la boca mientras su cuerpo bailaba sobre el mío. Bebí su saliva y azoté con mi lengua el interior de su cavidad bucal con el mismo frenesí con que ella se penetraba con mi polla. Se retiró en el momento justo en que yo reprimía mi primer orgasmo con placentero dolor. Y entonces sentí otro cuerpo acoplándose al mío. La toqué con ambas manos, siguiendo los contornos de su carne elástica que se movía sobre mi vientre para obtener y darme placer. Tenía las tetas pequeñas, aunque pezones abultados, y su culo era un delicado compendio de esferas. Mi polla se abrió paso en el interior de su sexo tras vencer cierta dificultad que aún hizo más placentera la penetración. Suribong, eso me dijo en un vergonzoso susurro cuando le pregunté su nombre, no había ido con demasiados hombres, o quizá algún proxeneta había cosido los labios de su sexo para dar esa sensación. Gimió mientras yo hacía presa de sus pezones con los dientes y los lamía a continuación, y volvió a gemir cuando, entrando hasta muy dentro, le apreté con vehemencia las nalgas.
Las dos muchachas tailandesas fueron alternándose encima de mí a un ritmo cada vez más enervante mientras yo notaba que enfermaba de placer. Parecían disfrutar de un mágico sexto sentido que les avisaba sobre cuál era el momento justo para retirarse antes de que me sobreviniera la eyaculación, y cuando lo hacían estaban unos segundos murmurando entre ellas hasta que decidían quién debía cabalgarme a continuación. A medida que transcurría el tiempo me invadía el enloquecido deseo de vaciarme en sus sexos, pero mi polla, un trozo de carne grande, rígido, henchida de placer, parecía reacia a eyacular, se demoraba placenteramente a hacerlo.
-Sir-dijo una de ellas, rozando mi oreja con sus labios- Focking.
El dolor se confundía con el placer. Tuve una fuerte convulsión en todo el cuerpo cuando una de ellas se dejó caer sobre mi miembro viril y me robó, entre jadeos, una bocanada de mi néctar. Jadeé y sentí un vértigo agradable. Su cuerpo desnudo y sudoroso se escurrió veloz entre mis manos y mi otra amante vino a ocupar su lugar, ávida de recibir mi ofrenda. Fue entrar en ella y seguir con los espasmos, entre hondos suspiros de placer, y proseguí sucesivamente en cuantos sexos se ofrecieron, vaciándome y debatiéndome en medio de una deliciosa pesadilla, a oscuras, con el corazón batiendo con violencia contra mis costillas.
Cuando acabé, me quité la venda y entreabrí los ojos pude ver a Úrsula, despojada de su bata y con mirada turbia, que se frotaba con una mano los labios de su sexo mientras con la otra se pellizcaba los pezones. Sonreí. No había podido resistir el espectáculo y se masturbaba a conciencia. Suribong cruzó la habitación, se arrodilló ante sus muslos abiertos, retiró con delicadeza su mano y comenzó a hundir la lengua en su vulva. La visión de las dos mujeres entregadas al sexo me provocó una nueva erección. Busqué a tientas a Yu Pangong y comencé a follarla en la boca. En el otro extremo de la habitación Suribong se mostraba especialmente activa con Úrsula, le pellizcaba los pezones rosados, hasta transformarlos en rojos fresones, y besaba los labios de su sexo abierto con delectación. Yo, cada vez más excitado, me moví frenético entre los carnosos labios de Yo Pangong, y ella, presintiendo mi explosión, me masajeó con avidez los huevos y me apretó con fuerza el culo. Caí al suelo y me arrastré por él gimiendo mientras mi amante permanecía aferrada a mi miembro, no lo soltaba. Úrsula, por su parte, también conseguía su orgasmo y abría y cerraba con violencia los muslos sobre la cabeza de Suribong.
-Me vengo – gemí, entrelazando las manos en la nuca de mi amante.
Cuando abrí los ojos había un amasijo de cuerpos entrelazados en la cama, a mi lado. Debía de haber transcurrido bastante tiempo puesto que el curso de las aguas embarradas del Chao Phraya, que veía por la puerta acristalada de la terraza, recibiendo los rayos de sol del atardecer, era de un dorado subido, como el de las finas láminas de pan de oro que recubrían todas las estatuas de Buda de los mil templos de la llamada Ciudad de los Ángeles. Úrsula lamía, en sueños, con la fruición con que una niña daría cuenta de un helado de nata, los sexos de las dos tailandesas, tumbadas una a continuación de las otras.

El trío componía un espectáculo excitante. Úrsula reparó que yo estaba despierto y me invitó a participar con un gesto en aquella cadena sexual. Estaba francamente hermosa, dominando la situación y sirviéndose a placer de los cuerpos sumisos de sus esclavas sexuales. Parecía una reina en su trono cuando la tomé por la espalda y le hundí la polla hasta el fondo, arrancándole un gritito de placer, mientras una de las tailandesas iniciaba rítmicas caricias con la lengua en su clítoris y la otra restregaba sus pechos contra mi espalda. Las tres mujeres se afanaban a darme el mayor placer posible mientras yo iba de un cuerpo a otro, me hundía en sus sexos, besaba sus bocas, acariciaba sus cuerpos. -Me muero, me muero de placer-oí sollozar a Úrsula, al tiempo que yo me dejaba ir en su interior.
No bajamos a cenar. Ni tampoco a desayunar. Nos despertó el servicio de habitaciones a las tres de la tarde y nos levantamos para que, al menos, pudieran cambiar las sábanas. Las tailandesas ya no estaban, debían haber marchado mientras nosotros dormíamos y, a esas horas, estarían agitando la pelvis en el mismo escenario buscándose nuevos clientes.
Meses más tarde, en Barcelona, Úrsula y yo decidimos romper nuestras relaciones porque, como dijo ella, no nos entendíamos en la cama, pues yo llegaba demasiado
pronto y ella demasiado tarde. Me retiré a una masía del Ampurdán, en donde llevo una vida monacal en donde el sexo no ocupa ningún lugar en mi vida. Y ella, que yo sepa, acabó viviendo con una compatriota que la inició en los duros placeres del sado.

El relato PAT PONG ROAD fue publicado originariamente en la revista Playboy y posteriormente formó parte del volumen de relatos eróticos UNA HISTORIA CHINA publicado por Ekoty.

Comentarios

Lydia ha dicho que…
Muy bonita historia, contada con sumo detalle y mucha elegancia... ¿Es de playboy la revista?

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