LA FIRMA INVITADA
Mi buen amigo y escritor Ramón Cabrera Naveiras me cede para este blog su relato el PODER DE LA PALABRA, una intriga rural del cabo de la Benemérita Cipriano que obtuvo el premio de relato corto El CHISCÓN 2007 (Madrid). Disfruten de su calidad literaria y rían con su humor.
Ramón Cabrera Naveiras
EL PODER DE LA PALABRA
Atravesaban un bosquecillo de carrascas cuando el cabo Cipriano se detuvo. Por encima de las copas de los árboles se erguía, muy a lo lejos, la torre de la iglesia de Gárgoles. En el silencio del mediodía, aguzando el oído, el rumor del Cifuentes saltando hacia el Tajo podía oírse con nitidez. Pero nada de eso interesaba al cabo, molesto por un regusto a agrio que le subía a la boca desde el estómago. Llevaba ya rato maldiciendo a la tabernera de Masegoso por el vino peleón que un par de horas antes les había servido. Eructó con estrépito y fue como si algo se le hubiese desatascado por dentro. Suspiró con alivio. Entonces esbozó una media sonrisa bajo su poblado bigote y preguntó al número que le acompañaba:
─ ¿A que hueles, Benítez?
A Benítez, que alejaba los efluvios estomacales de su superior abanicándose con el tricornio, la pregunta le puso en un aprieto.
─Precisamente a rosas no, mi cabo, pero en fin...
─Pues a rosas huelo yo, que una buena carne a la parrilla tiene el aroma de las mejores flores del campo. ¿O es que has perdido el olfato, muchacho? ─El número arrugó la nariz pero ni así le desapareció el reconcentrado hedor a tinto mal digerido que flotaba en el aire. Cipriano se impacientó─. Ya te he dicho mil veces, Benítez, que los de la Benemérita debemos de ser maestros, entre un sinfín de otras habilidades, en el arte de utilizar los cinco sentidos para descubrir el delito allá donde se encuentre. Y en esta ocasión es el hocico el que no está dando la pista de un desmán que no merece perdón.
Benítez alargó el cuello en un intento desesperado de no quedar mal ante su cabo y olfatear como él la carne asándose a las brasas.
─Pues si... –quiso reconocer no demasiado convencido. Pero una columna de humo que se elevaba a la derecha, en un calvero, le hizo afirmar con decisión─: Allí, allí, mi cabo.
Cipriano se revolvió incómodo.
─ ¿Me has de decir tú ahora lo que yo hace rato he descubierto sin necesidad de utilizar la vista? ¡Y ponte de nuevo el tricornio, coño, que es prenda de mucho respeto para que la uses de abanico como una damisela! Y ahora anda, camina, que a esos delincuentes les va a caer una bien gorda.
─ ¿Delincuentes? –Benítez observaba perplejo como su cabo se desmontaba el mosquetón del hombro y avanzaba despacio al abrigo del follaje─. ¿Pero que delincuentes, mi cabo? Esos de ahí deben de ser unos de Gárgoles haciéndose una chuletada.
A unos pocos pasos Cipriano hincó la rodilla en el suelo. Benítez le imitó. Entre las ramas, a unos cien metros, cuatro hombres charlaban alrededor de unas ascuas. El olor a carne llegaba a los de la Benemérita como una provocación. A Benítez la boca se le hizo agua. Llevaban todo el día de ronda y no habían comido más que un triste bocadillo de mortadela. A Cipriano, en cambio, lo que veía le incendió la cara.
─Ahí los tienes –bufó cabreado─. Suponía que eran ellos.
─Pues claro, mi cabo. Dionisio, Desiderio el sacristán, Anastasio el cabrero y ese otro que no recuerdo bien como se llama y que es de Trillo. Gentes de por aquí, todos bien conocidos.
─En efecto, cuatro delincuentes de cuidado. Les he pillado con las manos en la mesa.
─Querrá usted decir en la masa, mi cabo.
La duda de Cipriano no duró ni un segundo. Replicó veloz:
─ ¡Tú y tu manía de corregir lo que digo! Si dije en la mesa es en la mesa. ¿No están dispuestos a darse un banquete, avestruz?
─Claro, claro, mi cabo, perdóneme. Y es por eso que no comprendo de qué delito habla usted.
Cipriano se sentó sobre una piedra.
─Tan listo que te crees por estudiar en tus horas libres y no eres capaz de entender lo que es claro como el agua. Veamos, hombre, ¿qué día es hoy?
─ ¿Hoy? Viernes.
─Viernes Santo, para ser más exactos –Cogió una ramita del suelo y se hurgó el interior de la oreja derecha. Dejó pasar unos segundos antes de seguir─: No reaccionas. ¿No está prohibido comer carne en Viernes Santo? Pues ahí lo tienes. Ganas tenía yo de pillar a esos cuatro desalmados. Así que vamos allá, sin hacer ruido. A caer encima de ellos por sorpresa, no sea que nos descubran antes de llegar y se coman en un tris tras toda la carne para hacer desaparecer el cuerpo del delito.
Y dicho y hecho se puso a reptar al amparo de la arboleda, mosquetón en mano, en dirección al calvero. Benítez, resignado, arrastrándose detrás de él, susurró:
─Pero por unas pocas chuletas, mi cabo...
Cipriano apoyó el cuerpo en un codo y se volvió hacia el número:
─Has de saber, chiquillo, que la gravedad de una falta reside en su intención. Y la esos tipejos es siempre culpable. ¿No ha de esconder mala idea el sacristán? No hay semana que no me gane a los naipes, el cabrón, y eso jugando conmigo huele a chamusquina. ¿Y Dionisio? Cualquier excusa le es buena para trabajar en domingo. Que si se le ha perdido una cabra, que si esa otra va a parir... Mentira siempre. Deseos de tocar los huevos, nada más y nada menos. En cuanto a Anastasio... Ves a su casa, ves. Cuelga de una pared el retrato del Generalísimo y además con dos cirios, como un santo. Mala sangre hay en tanta devoción aparente. No en vano se asegura que por las noches lo pone cabeza abajo. Al otro no lo conozco, pero dime con quien andas y te diré quien eres. Esos cuatro no comen por tener hambre, Benítez, que sería lo normal en estos tiempos, lo hacen por desafío. Y ahora basta de cháchara y a cumplir con nuestro deber. A la carrera y con el mosquetón a punto. ¡Vamos!
Tomó aire el cabo, sacó pecho y salió de entre los árboles como una exhalación pese a estar sobrado de peso, y lo mismo hizo el número a trancas y barrancas. Cipriano, mientras trotaba a campo través sorteando matorrales, desniveles y pedregales, no paraba de vociferar:
─ ¡Alto ahí, con las manos alzadas! ¡Por el Caudillo, que os coso a tiros, coño, si tocáis un solo hueso de esa parrilla! ¡Al suelo, al suelo, pecadores sinvergüenzas!
Todos se giraron, asustados al principio, pero luego asombrados de ver a Cipriano acercándose a ellos a toda marcha entre gritos y aspavientos. Pero era tal la inercia de la loca carrera, agravada por sus muchos kilos, que ni esforzándose en frenar pudo hacerlo, de modo que pasó a su lado con la impetuosidad de un vendaval para, unos metros más allá, meter el pie en un hoyo y caer de bruces a tierra. Siguieron unos instantes de silencio en los que los cuatro hombres se miraron estupefactos sin saber que hacer.
─ ¡Rediós! –exclamó Desiderio, ya repuesto de la sorpresa─. ¡Menudo trancazo se ha dado el cabo!
Iban a correr en su auxilio pero ya estaba el cabo incorporándose buscando con mirada sanguínea el mosquetón y el tricornio que había perdido en la caída. Benítez, junto a él, intentaba sacudir con las manos el polvo que ensuciaba su uniforme. Cipriano rebrincó con mala leche y lo apartó de un empujón.
─ ¿Pero que haces, inútil? ¿de criada? ¡Requisa la mercancía, coño, que yo ya me apaño!
Corrió el subalterno a la parrilla, donde las brasas crepitaban y la grasa derretida se elevaba en un espiral de humo perfumado. A Benítez, hambriento, la idea de desperdiciar aquella carne crujiente y sabrosa le parecía un disparate, un exceso de celo, pero órdenes son órdenes –mil veces se lo había repetido el cabo─ y a nada conducía lamentarse.
─Se acabó el comer –masculló apesadumbrado, procurando dar a su voz el tono más autoritario posible.
─ ¿Y eso? –preguntó Anselmo. Y dirigiéndose a Cipriano, que repuesto del tropezón daba vueltas alrededor del fuego, dijo─: Hay para todos, cabo. Sírvanse, sírvanse. Que no se diga que los de Gárgoles somos tacaños con la autoridad.
─ ¿Me vas tú a tentar como tentó el demonio a Cristo, desgraciado? ¿Pero que te crees? En situaciones más difíciles que ésta me he encontrado y siempre he salido ansioso. Así que a recoger todo esto.
─Dirá airoso, mi cabo –le corrigió Benítez.
Cipriano fulminó con los ojos al número. Le enrabiaban sus enmiendas.
─Ya vuelves a meterte donde no te llaman, listillo. He dicho ansioso y ansioso es –Vaciló unos segundos antes de explicarse─: Ansioso, con ganas de hacer lo que no debo pero sin hacerlo. Eso es lo que quise decir. ¿O es que te crees que a mi no me apetece una buena merendola? Pero la ley es la ley, y no hay más cojones. ¡Ni un solo bocado en mi presencia!
─Pero cabo –se aventuró a preguntar Dionisio─, ¿y eso por qué?
─Porque es Viernes Santo y está prohibido comer carne. Grave pecado. Así lo manda la Iglesia, brazo derecho del Estado. Enteraos de una puta vez y para el resto de vuestras impresentables vidas. Como mínimo, aparte de llevármelo todo, os va a caer una multa de dos duros a cada uno. Si no es que a ti, Dionisio, te vuelven a enviar al Valle a picar piedra para las tumbas de los caídos por la patria –Hubo un breve murmullo de protesta que Cipriano acalló con un “¡Silencio!”─. Lápiz y papel, Benítez, ─ordenó─, que es obligado hacer inventario de lo que nos incautamos. Veamos... –Se inclinó sobre la parrilla y con el cañón del mosquetón fue separando las diversas piezas asadas─. Diez chuletas... –Una salivilla incontrolable le fue humedeciendo los labios─, ...doce de pierna... –Las tripas, vacías, sonaron en su vientre como un terremoto─, ...una cabeza partida en dos, un par de riñones... –Le vinieron a la memoria los que guisaba su mujer al jerez─. Todo eso de cordero. Además tres somarros de cerdo... ¿Vas apuntando, Benítez?
─Si, mi cabo, lo último tres somarros de cerdo...
─ ¿Todo esto os ibais a comer, capullos? –preguntó con más envidia que reproche. Sus ojos se posaron en una carne que desconocía, roja y apetitosa─. ¿Y esto que es?
─Gallo, cabo, preparado por la Flora –quiso explicarle Desidero─. Dos días en adobo y...
─ ¡Cierra la boca! –Pinchó un trozo con el tronco de una ramita y lo husmeó despacio─. Siempre me ha gustado el adobo... Lástima que sea Viernes Santo, porque esto mañana sólo servirá para los perros.
─Pura delicia, cabo, un manjar de dioses –continuó Desiderio, zalamero─. No sea así, hombre, y pruebe un poco... Total, ¿quién se va enterar...?
─ ¿Has dicho gallo en adobo? –Lo olfateó de nuevo─. Con gusto lo probaría, no por comerlo, que eso ni hablar, si no para apreciar su sabor y explicarle a mi mujer la receta. ¿Cómo has dicho que se hace?
─Se trocea y deshuesa bien y se cubre con aceite, romero, pimienta y unos dientes de ajo, como mínimo dos noches a la serena Así la carne pierde su firmeza y se vuelve tierna, muy jugosa, tanto que ni las brasas la resecan. Ese pedazo que usted tiene es el mejor, se nota enseguida. Buen ojo tiene usted, cabo.
─ ¡Bah!, me gusta la buena mesa... Pero no, puñeta, que los de la Benemérita hemos de dar ejemplo. Sigue apuntando, Benítez... Unos, dos, cinco, nueve, once cachos de gallo..., en adobo.... ¡Joder, bien lo dices Desiderio, un plato digno de cardenales!
─Tomo nota, mi cabo. Once de gallo... –A Benítez se le iluminó el rostro. Conocía las debilidades de su superior: el mus, un cigarro de vez en cuando, hincharse la panza a reventar. Pero también era conocedor de sus escrúpulos. Albergaba la esperanza de haber hallado la forma de vencerlos ─. ¿Sabía usted que el gallo también es un pez?
─No lo sabía –contestó indiferente.
─Parecido a un lenguado. ¿Ha visto usted lenguados?
─Si, alguno. ¿Y con eso que me quieres contar?
─Leí en algún sitio, o me enseñaron, que si el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo... De lo que se desprende que en la de gallo está también el pescado. Palabra de Platón, en el Cratilo.
Cipriano frunció el entrecejo. Así estuvo un buen rato, intentando encontrar el sentido al jeroglífico. Al final llegó a la conclusión de que no había entendido casi nada pero sí lo suficiente.
─ ¿De modo que un gallo tanto puede ser carne como pescado?
─En efecto, mi cabo.
─O lo que es lo mismo, que según se mire no es una cosa ni otra, ¿verdad? Como un caracol.
─Podría ser, sí señor. Una estupenda forma de interpretar la cuestión.
Cipriano se rascó el mentón, dubitativo. Luego miró a Benítez con ternura. “Indudablemente los estudios sirven para algo”, pensó. Y con ademán magnánimo ofreció a su subalterno el trozo de gallo pinchado en el palo.
─Come, que estás hecho un fideo –le ordenó─. Y vosotros también. Después de mí, claro ─Y cogió el pedazo más grande y más hermoso─. Pero ni una sola costilla, ¿eh? Que la ley tiene resquicios para burlarla con honor pero no boquetes por los que pueda pasar un cordero entero.
Nunca imaginó Cipriano que el poder de la palabra y de los nombres pudiese ser tan grande. “Mañana deberé comprarme un diccionario”, se dijo. Y tumbado sobre la hierba, ya satisfecho el estómago, se cubrió los ojos con el tricornio para echarse la siesta.
Ramón Cabrera Naveiras
EL PODER DE LA PALABRA
Atravesaban un bosquecillo de carrascas cuando el cabo Cipriano se detuvo. Por encima de las copas de los árboles se erguía, muy a lo lejos, la torre de la iglesia de Gárgoles. En el silencio del mediodía, aguzando el oído, el rumor del Cifuentes saltando hacia el Tajo podía oírse con nitidez. Pero nada de eso interesaba al cabo, molesto por un regusto a agrio que le subía a la boca desde el estómago. Llevaba ya rato maldiciendo a la tabernera de Masegoso por el vino peleón que un par de horas antes les había servido. Eructó con estrépito y fue como si algo se le hubiese desatascado por dentro. Suspiró con alivio. Entonces esbozó una media sonrisa bajo su poblado bigote y preguntó al número que le acompañaba:
─ ¿A que hueles, Benítez?
A Benítez, que alejaba los efluvios estomacales de su superior abanicándose con el tricornio, la pregunta le puso en un aprieto.
─Precisamente a rosas no, mi cabo, pero en fin...
─Pues a rosas huelo yo, que una buena carne a la parrilla tiene el aroma de las mejores flores del campo. ¿O es que has perdido el olfato, muchacho? ─El número arrugó la nariz pero ni así le desapareció el reconcentrado hedor a tinto mal digerido que flotaba en el aire. Cipriano se impacientó─. Ya te he dicho mil veces, Benítez, que los de la Benemérita debemos de ser maestros, entre un sinfín de otras habilidades, en el arte de utilizar los cinco sentidos para descubrir el delito allá donde se encuentre. Y en esta ocasión es el hocico el que no está dando la pista de un desmán que no merece perdón.
Benítez alargó el cuello en un intento desesperado de no quedar mal ante su cabo y olfatear como él la carne asándose a las brasas.
─Pues si... –quiso reconocer no demasiado convencido. Pero una columna de humo que se elevaba a la derecha, en un calvero, le hizo afirmar con decisión─: Allí, allí, mi cabo.
Cipriano se revolvió incómodo.
─ ¿Me has de decir tú ahora lo que yo hace rato he descubierto sin necesidad de utilizar la vista? ¡Y ponte de nuevo el tricornio, coño, que es prenda de mucho respeto para que la uses de abanico como una damisela! Y ahora anda, camina, que a esos delincuentes les va a caer una bien gorda.
─ ¿Delincuentes? –Benítez observaba perplejo como su cabo se desmontaba el mosquetón del hombro y avanzaba despacio al abrigo del follaje─. ¿Pero que delincuentes, mi cabo? Esos de ahí deben de ser unos de Gárgoles haciéndose una chuletada.
A unos pocos pasos Cipriano hincó la rodilla en el suelo. Benítez le imitó. Entre las ramas, a unos cien metros, cuatro hombres charlaban alrededor de unas ascuas. El olor a carne llegaba a los de la Benemérita como una provocación. A Benítez la boca se le hizo agua. Llevaban todo el día de ronda y no habían comido más que un triste bocadillo de mortadela. A Cipriano, en cambio, lo que veía le incendió la cara.
─Ahí los tienes –bufó cabreado─. Suponía que eran ellos.
─Pues claro, mi cabo. Dionisio, Desiderio el sacristán, Anastasio el cabrero y ese otro que no recuerdo bien como se llama y que es de Trillo. Gentes de por aquí, todos bien conocidos.
─En efecto, cuatro delincuentes de cuidado. Les he pillado con las manos en la mesa.
─Querrá usted decir en la masa, mi cabo.
La duda de Cipriano no duró ni un segundo. Replicó veloz:
─ ¡Tú y tu manía de corregir lo que digo! Si dije en la mesa es en la mesa. ¿No están dispuestos a darse un banquete, avestruz?
─Claro, claro, mi cabo, perdóneme. Y es por eso que no comprendo de qué delito habla usted.
Cipriano se sentó sobre una piedra.
─Tan listo que te crees por estudiar en tus horas libres y no eres capaz de entender lo que es claro como el agua. Veamos, hombre, ¿qué día es hoy?
─ ¿Hoy? Viernes.
─Viernes Santo, para ser más exactos –Cogió una ramita del suelo y se hurgó el interior de la oreja derecha. Dejó pasar unos segundos antes de seguir─: No reaccionas. ¿No está prohibido comer carne en Viernes Santo? Pues ahí lo tienes. Ganas tenía yo de pillar a esos cuatro desalmados. Así que vamos allá, sin hacer ruido. A caer encima de ellos por sorpresa, no sea que nos descubran antes de llegar y se coman en un tris tras toda la carne para hacer desaparecer el cuerpo del delito.
Y dicho y hecho se puso a reptar al amparo de la arboleda, mosquetón en mano, en dirección al calvero. Benítez, resignado, arrastrándose detrás de él, susurró:
─Pero por unas pocas chuletas, mi cabo...
Cipriano apoyó el cuerpo en un codo y se volvió hacia el número:
─Has de saber, chiquillo, que la gravedad de una falta reside en su intención. Y la esos tipejos es siempre culpable. ¿No ha de esconder mala idea el sacristán? No hay semana que no me gane a los naipes, el cabrón, y eso jugando conmigo huele a chamusquina. ¿Y Dionisio? Cualquier excusa le es buena para trabajar en domingo. Que si se le ha perdido una cabra, que si esa otra va a parir... Mentira siempre. Deseos de tocar los huevos, nada más y nada menos. En cuanto a Anastasio... Ves a su casa, ves. Cuelga de una pared el retrato del Generalísimo y además con dos cirios, como un santo. Mala sangre hay en tanta devoción aparente. No en vano se asegura que por las noches lo pone cabeza abajo. Al otro no lo conozco, pero dime con quien andas y te diré quien eres. Esos cuatro no comen por tener hambre, Benítez, que sería lo normal en estos tiempos, lo hacen por desafío. Y ahora basta de cháchara y a cumplir con nuestro deber. A la carrera y con el mosquetón a punto. ¡Vamos!
Tomó aire el cabo, sacó pecho y salió de entre los árboles como una exhalación pese a estar sobrado de peso, y lo mismo hizo el número a trancas y barrancas. Cipriano, mientras trotaba a campo través sorteando matorrales, desniveles y pedregales, no paraba de vociferar:
─ ¡Alto ahí, con las manos alzadas! ¡Por el Caudillo, que os coso a tiros, coño, si tocáis un solo hueso de esa parrilla! ¡Al suelo, al suelo, pecadores sinvergüenzas!
Todos se giraron, asustados al principio, pero luego asombrados de ver a Cipriano acercándose a ellos a toda marcha entre gritos y aspavientos. Pero era tal la inercia de la loca carrera, agravada por sus muchos kilos, que ni esforzándose en frenar pudo hacerlo, de modo que pasó a su lado con la impetuosidad de un vendaval para, unos metros más allá, meter el pie en un hoyo y caer de bruces a tierra. Siguieron unos instantes de silencio en los que los cuatro hombres se miraron estupefactos sin saber que hacer.
─ ¡Rediós! –exclamó Desiderio, ya repuesto de la sorpresa─. ¡Menudo trancazo se ha dado el cabo!
Iban a correr en su auxilio pero ya estaba el cabo incorporándose buscando con mirada sanguínea el mosquetón y el tricornio que había perdido en la caída. Benítez, junto a él, intentaba sacudir con las manos el polvo que ensuciaba su uniforme. Cipriano rebrincó con mala leche y lo apartó de un empujón.
─ ¿Pero que haces, inútil? ¿de criada? ¡Requisa la mercancía, coño, que yo ya me apaño!
Corrió el subalterno a la parrilla, donde las brasas crepitaban y la grasa derretida se elevaba en un espiral de humo perfumado. A Benítez, hambriento, la idea de desperdiciar aquella carne crujiente y sabrosa le parecía un disparate, un exceso de celo, pero órdenes son órdenes –mil veces se lo había repetido el cabo─ y a nada conducía lamentarse.
─Se acabó el comer –masculló apesadumbrado, procurando dar a su voz el tono más autoritario posible.
─ ¿Y eso? –preguntó Anselmo. Y dirigiéndose a Cipriano, que repuesto del tropezón daba vueltas alrededor del fuego, dijo─: Hay para todos, cabo. Sírvanse, sírvanse. Que no se diga que los de Gárgoles somos tacaños con la autoridad.
─ ¿Me vas tú a tentar como tentó el demonio a Cristo, desgraciado? ¿Pero que te crees? En situaciones más difíciles que ésta me he encontrado y siempre he salido ansioso. Así que a recoger todo esto.
─Dirá airoso, mi cabo –le corrigió Benítez.
Cipriano fulminó con los ojos al número. Le enrabiaban sus enmiendas.
─Ya vuelves a meterte donde no te llaman, listillo. He dicho ansioso y ansioso es –Vaciló unos segundos antes de explicarse─: Ansioso, con ganas de hacer lo que no debo pero sin hacerlo. Eso es lo que quise decir. ¿O es que te crees que a mi no me apetece una buena merendola? Pero la ley es la ley, y no hay más cojones. ¡Ni un solo bocado en mi presencia!
─Pero cabo –se aventuró a preguntar Dionisio─, ¿y eso por qué?
─Porque es Viernes Santo y está prohibido comer carne. Grave pecado. Así lo manda la Iglesia, brazo derecho del Estado. Enteraos de una puta vez y para el resto de vuestras impresentables vidas. Como mínimo, aparte de llevármelo todo, os va a caer una multa de dos duros a cada uno. Si no es que a ti, Dionisio, te vuelven a enviar al Valle a picar piedra para las tumbas de los caídos por la patria –Hubo un breve murmullo de protesta que Cipriano acalló con un “¡Silencio!”─. Lápiz y papel, Benítez, ─ordenó─, que es obligado hacer inventario de lo que nos incautamos. Veamos... –Se inclinó sobre la parrilla y con el cañón del mosquetón fue separando las diversas piezas asadas─. Diez chuletas... –Una salivilla incontrolable le fue humedeciendo los labios─, ...doce de pierna... –Las tripas, vacías, sonaron en su vientre como un terremoto─, ...una cabeza partida en dos, un par de riñones... –Le vinieron a la memoria los que guisaba su mujer al jerez─. Todo eso de cordero. Además tres somarros de cerdo... ¿Vas apuntando, Benítez?
─Si, mi cabo, lo último tres somarros de cerdo...
─ ¿Todo esto os ibais a comer, capullos? –preguntó con más envidia que reproche. Sus ojos se posaron en una carne que desconocía, roja y apetitosa─. ¿Y esto que es?
─Gallo, cabo, preparado por la Flora –quiso explicarle Desidero─. Dos días en adobo y...
─ ¡Cierra la boca! –Pinchó un trozo con el tronco de una ramita y lo husmeó despacio─. Siempre me ha gustado el adobo... Lástima que sea Viernes Santo, porque esto mañana sólo servirá para los perros.
─Pura delicia, cabo, un manjar de dioses –continuó Desiderio, zalamero─. No sea así, hombre, y pruebe un poco... Total, ¿quién se va enterar...?
─ ¿Has dicho gallo en adobo? –Lo olfateó de nuevo─. Con gusto lo probaría, no por comerlo, que eso ni hablar, si no para apreciar su sabor y explicarle a mi mujer la receta. ¿Cómo has dicho que se hace?
─Se trocea y deshuesa bien y se cubre con aceite, romero, pimienta y unos dientes de ajo, como mínimo dos noches a la serena Así la carne pierde su firmeza y se vuelve tierna, muy jugosa, tanto que ni las brasas la resecan. Ese pedazo que usted tiene es el mejor, se nota enseguida. Buen ojo tiene usted, cabo.
─ ¡Bah!, me gusta la buena mesa... Pero no, puñeta, que los de la Benemérita hemos de dar ejemplo. Sigue apuntando, Benítez... Unos, dos, cinco, nueve, once cachos de gallo..., en adobo.... ¡Joder, bien lo dices Desiderio, un plato digno de cardenales!
─Tomo nota, mi cabo. Once de gallo... –A Benítez se le iluminó el rostro. Conocía las debilidades de su superior: el mus, un cigarro de vez en cuando, hincharse la panza a reventar. Pero también era conocedor de sus escrúpulos. Albergaba la esperanza de haber hallado la forma de vencerlos ─. ¿Sabía usted que el gallo también es un pez?
─No lo sabía –contestó indiferente.
─Parecido a un lenguado. ¿Ha visto usted lenguados?
─Si, alguno. ¿Y con eso que me quieres contar?
─Leí en algún sitio, o me enseñaron, que si el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo... De lo que se desprende que en la de gallo está también el pescado. Palabra de Platón, en el Cratilo.
Cipriano frunció el entrecejo. Así estuvo un buen rato, intentando encontrar el sentido al jeroglífico. Al final llegó a la conclusión de que no había entendido casi nada pero sí lo suficiente.
─ ¿De modo que un gallo tanto puede ser carne como pescado?
─En efecto, mi cabo.
─O lo que es lo mismo, que según se mire no es una cosa ni otra, ¿verdad? Como un caracol.
─Podría ser, sí señor. Una estupenda forma de interpretar la cuestión.
Cipriano se rascó el mentón, dubitativo. Luego miró a Benítez con ternura. “Indudablemente los estudios sirven para algo”, pensó. Y con ademán magnánimo ofreció a su subalterno el trozo de gallo pinchado en el palo.
─Come, que estás hecho un fideo –le ordenó─. Y vosotros también. Después de mí, claro ─Y cogió el pedazo más grande y más hermoso─. Pero ni una sola costilla, ¿eh? Que la ley tiene resquicios para burlarla con honor pero no boquetes por los que pueda pasar un cordero entero.
Nunca imaginó Cipriano que el poder de la palabra y de los nombres pudiese ser tan grande. “Mañana deberé comprarme un diccionario”, se dijo. Y tumbado sobre la hierba, ya satisfecho el estómago, se cubrió los ojos con el tricornio para echarse la siesta.
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