ZONA ERÓGENA


Publicado en Interviú número 761 / 04-12-1990 en la serie LITERATURAS GALANTES


OSCURO DESPERTAR


Lo más difícil fue conseguir abrir los ojos, vencer la obsti­nada resistencia de los párpados reacios a la luz. Primero el izquierdo y luego el derecho, y permanecer así un buen rato, esperando a que tus pupilas se dilataran lo suficiente como para poder ver en la semipenumbra. Luego re­conocer el escenario improba­ble que te rodeaba, la habita­ción oscura y mal ventilada del hotelucho al que habías ido a parar después de la no­che de borrachera, y tratar de reconocer en ese culo redondo y suave, que a tu lado respiraba, que se aplastaba contra tu pier­na, a la rubia que te habías encontrado ocho horas antes en aquel tugurio ruidoso de la calle Ancha.Intentaste explorar el suelo proyectando primero un pie y luego otro, y su frialdad te sobrecogió de forma brutal haciéndote desistir. Hiciste vanos esfuerzos para in­corporarte y mantenerte sentado, pero una y otra vez caíste pesadamente sobre la ca­ma víctima de la resaca que provocaba oleadas de arcadas en tu estómago.Te preguntabas quién era la dueña de aquellas preciosas nalgas y trataste de cir­cunvalar con la mano aquel cuerpo grácil y plácido que llevaba el perfume de tu semen prendido en su sexo como tributo de amor. Y te maldeciste una y otra vez por haber estado tan sumamente borracho como pa­ra no poder acordarte de nada, de absolu­tamente nada de lo que había ocurrido aquella noche: de si ella accedió de buena gana a tu acoso, de si fue necesario, para conseguirla, buenas dosis de whisky y ver­borrea o si, por el contrario, se trató de un flechazo al primer encuentro de ojos tur­bios en la neblina del bar. La llamaste por cuatro o cinco nombres distintos al azar, y no acertaste ni una sola vez. Finalmente te rendiste y caíste sobre sus posaderas y no pudiste huir de la tentación de repasar sus suaves curvas con la punta de tu lengua, nalgas blancas y frías que debían haber huido de los ardores solares de las playas durante todo aquel verano, muslos de ter­ciopelo cuya piel se erizaba bajo tu boca y que, a medida que serpenteaba tu lengua, se separaban indolentes.Con la perspectiva de su espalda, sus glúteos y sus muslos al descubier­to, te dabas cuenta de que no tendría más de quince años, de que enormes pecas, que no la afeaban, moteaban sus hombros, y una pequeña verruga negra le señalaba el centro de la espalda sobre la que caía, en desorden, una bonita cabellera rubia. Fi­nalmente habías sucumbido a la tentación de acostarte con una menor. Te hacías vie­jo, amigo, eso es lo que querían decir esos deseos desesperados por la carne joven.Le diste la vuelta. Empleaste titánico esfuerzo para ello, no porque la muchacha pesara excesivamente, sino porque tú esta­bas muy débil, bajo los efectos de la intoxi­cación etílica. La tomaste por la cintura, como si fuera un ánfora pesada que se rescatara del fondo del mar, y la colocaste de cara a ti. Protestó con un suave gruñido mientras abría su boca pequeña y el alien­to a whisky escapaba de su garganta.Vaya, te dijiste a la vista de aquel rostro, ahora comienzo a recordar. Sí, claro que recordabas sin necesidad de café que te despertara definitivamente, y aquella era la muchacha que habías rescatado del Pa­raíso, el infernal burdel del puerto, tras machacar a puñetazos al matón que obtu­raba con su impresionante presencia la puerta de salida. De ahí que te dolieran los nudillos, de ahí aquella marca morada en ellos, de ahí un escozor en la mejilla que te indicaba a las claras que el matón, antes de dar con sus espaldas en el suelo, rompien­do en su recorrido la mesa medio podrida de madera con su cabezón recio, te había alcanzado de refilón con uno de sus puños.La magia de recordarlo todo. Una mo­desta y encantadora secuencia de película serie B en blanco y negro de Fritz Lang o Jules Dassin. La muchacha, la rubia, bai­laba prácticamente desnuda en el interior de una jaula de vi­drio suspendida por cadenas sobre el es­cenario, masturbán­dose con un consola­dor de caucho que introducía y sacaba suavemente de su se­xo con ambas ma­nos, mientras los clientes hablaban de negocios y, de cuando en cuando, la miraban de refilón, la devoraban con ojos de bestias sedientas. No se sabía bien qué hacías tú allí, porque no tenías ningún negocio en la ciudad ni puñeteras ganas de hablar con aquellos señores orondos, grasientos, con las manos re­blandecidas de ma­nejar los fajos de bi­lletes y los talonarios de las cuentas corrientes. Ahora lo re­cordabas, ibas de acompañante de un tipo alto y rubio con pinta de alemán que arrastraba las eses de forma muy divertida, y tratabas de seguir el ritmo frenético de los bourbons corriendo por su gar­ganta porque el germano, de Hamburgo, era un bebedor impenitente, un tipo de hígado rocoso.Hubo un momen­to en que te hartaste de su presencia, de sus eructos, de su es­tómago cada vez más dilatado por la bebi­da y sus ojos enroje­cidos de su abyecta borrachera, lo dejas­te plantado con el vaso suspendido en el vacío y caminaste apoyándote en el mos­trador hasta que llegaste donde ese bonito culo se contoneaba, unos metros por enci­ma de tus ojos, a ritmo de funky. Te hubie­ra gustado en aquel momento haber estampado sonoros besos en sus nalgas sati­nadas por el sudor, pero decidiste que era mejor llevarla a tu hotel, y se lo dijiste, vo­ciferando sobre el ruido ambiental, y ella te contestó que no podía ser, con un movi­miento gracioso de cabeza que quebró mo­mentáneamente su largo cuello de baila­rina e inmovilizó su cuerpo, mientras que con un dedo extendido señalaba a un tipe­jo grande y gordo que se acercaba a ti por la espalda con un "No moleste a la señori­ta" que salía de su bocaza de labios parti­dos. Le atizaste por sorpresa un formida­ble derechazo en la mandíbula, que resultó ser de cristal, y le remataste con un par de puñetazos en la boca del estómago, que re­sonaron tanto como los que solías propi­nar al saco en el gimnasio todos los domin­gos por la mañana, porque muchacho, eras boxeador, un peso medio que no había pisado todavía ninguna lona. Entonces te llevaste a la chica ante la mirada atónita de los clien­tes del bar. ¿Había sido así? Sí, estás por jurar que sí.Siempre te habías dicho que eras un po­co romántico y que hacías las cosas de for­ma impulsiva, sin detenerte a reflexionar en tus actos, porque en cuanto lo hacías ya no actuabas, y tú, caramba, eras hombre de acción, al que le gustaban las novelas de Dasshiel Hammett, Jack London y Joseph Conrad, las películas de John Huston, y cuyo ídolo era Glen Ford abofeteando a Rita Hayworth. Por ello entraste a fondo con ella. La tendiste en tu cama y te echaste so­bre su cuerpo con la misma ferocidad del león hambriento so­bre su presa, bus­cándole las vísceras por debajo de aque­llas braguitas blancas y sudadas que olían endemoniada­mente a coño fresco. Sorbiste el jugo de su sexo, te embriagaste con la saliva de su boca y te corriste so­bre su bonito culo de terciopelo tras un expeditivo vaivén que arrancó gemidos, puede que fingidos, de la nínfula.Ahora sólo te que­daba adivinar su nombre, si es que lo tenía, cerciorarte de que efectivamente era la chica del Paraí­so. O mejor no, no saber apenas nada de ella, no fuera una buscona de esquina a la que hubieras unta­do con un billete de cinco mil, mejor de­jarla en la cama, so­la, que se despertara en la medio penumbra de la habitación y se hiciera la misma pregunta que tú al abrir los ojos cansinos y saberse en la habi­tación del hotelucho. Y tú bajar por las es­caleras, si es que acertabas a entrar en tus calzoncillos, y tomarte un chocolate con churros en cual­quier chiringuito de esa Valencia que se despertaba con gus­to de resaca en la garganta.
JOSÉ LUIS MUÑOZ, XII Premio de Literatura Erótica La Sonrisa Vertical

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