EL ARTÍCULO
Publicado en El Mundo 30/08/2003
Duranto el verano del 2003 el diario El Mundo tuvo una bonita iniciativa: encargar a unos cuantos escritores que narraran el mejor verano de su vida e ilustrarlo con una foto. No lo dudé. El mejor verano era aquél, en Miedes de Atienza, un minúsculo pueblo de La Alcarria próximo a Sigüenza. Allí, con mis tíos y mis primos, transcurrieron los tres veranos más felices de mi vida. Y así lo dejo expuesto. En la foto, de mi tío Juan José, aparezco con mi pierna escayolada junto a mi prima Águeda.
El articulo, ese mismo año, obtuvo el Premio Provincia de Guadalajara,concedido por su diputación, al mejor trabajo publicado sobre la provincia. Miel sobre hojuelas.
1958 - MI VERANO
Viaje a una arcadia rural
Novelista, articulista y viajero, José Luís Muñoz ha publicado una veintena de libros y ha obtenido diversos premios literarios Su última novela publicada es la trilogía sobre el descubrimiento de América 'La pérdida del Paraíso'. Narra el verano de su vida, el del año 1958, cuando viajó a un minúsculo pueblo de Guadalajara, una arcadia rural inhóspita que hoy ya sólo existe en su memoria.
Por José Luis Muñoz
CREO QUE EL mejor verano de mi vida fue el de 1958, el año en que mis tíos Juan José y Rosario me invitaron a pasar el verano en Miedes de Atienza, un minúsculo pueblo de Guadalajara en donde vivían con sus tres hijos. La víspera de la partida estaba muy nervioso: era mi primer viaje. Mi padre me acompañó. Viajamos toda la noche en un tren arrastrado por una locomotora de vapor.No dormí ni un solo instante, a pesar de que el traqueteo de las vías es una melodía que invita al sueño; estaba demasiado emocionado para hacerlo y permanecí con la cara pegada a la ventanilla del compartimiento contando los postes que jalonaban la vía férrea, leyendo los letreros suspendidos de las marquesinas de las estaciones que dejábamos atrás envueltas en la nebulosa de humo y carbonilla, y el alba me encontró con los ojos abiertos.
Llegamos a la seis de la mañana a la estación de Sigüenza y recuerdo que hacía frío pese a ser verano. En el andén estaba mi tío esperándome con su vespa. Durante unos instantes, tras los abrazos, mi padre y él intercambiaron impresiones mientras yo estaba ansioso por partir y tomaba posesión de mi asiento. Mi padre regresaba a Barcelona y yo iniciaba mi aventura. No había carretera asfaltada hasta el pueblo sino un camino polvoriento. El campo despertaba derritiendo la escarcha y mis ojos de urbanita se dejaban deslumbrar por sus tenues colores y mi nariz aspiraba el frescor de aquella mañana que se desperezaba. Cruzamos bosques de chopos, bordeamos la muy noble villa de Atienza que desde su castillo almenado dominaba la llanura a sus pies, pasamos por diminutos pueblos que aún no se habían despertado de su sueño, y al fin apareció Miedes, en el fin del mundo, un centenar de casas blasonadas y un dédalo de calles sin asfaltar que olían a paja y estiércol.Tuve una emotiva fiesta de bienvenida. Recuerdo el cariñoso abrazo de mi tía, la alegre algarabía de mis primos Rosarito, Juanjo y Aguedita, a los que hacía años que no veía, y las muestras de simpatía que me dispensó Loli, la perra de caza, moviendo su rabo.
Los días transcurrían en aquel lugar a otro ritmo, marcados por la salida y la puesta del sol y las labores del campo. Pasaba las mañanas dando vueltas a una enorme plaza que había delante de la casa de mis tíos, pedaleando encima de una vieja bicicleta hasta que, por una mala caída, me rompí la pierna. A la pata coja combatía a pedradas, junto al clan familiar, contra las pandillas de hoscos lugareños para los que yo era un forastero, un chico de ciudad ajeno a la rudeza del campo castellano, y además de Barcelona. Recibí golpes e insultos, y devolví, con el mismo énfasis que los encajaba, todos los ataques sabedor de que para sobrevivir no tenía que exteriorizar el miedo. Cuando me cansaba de jugar o guerrear contra los pueblerinos, partía con mis primos hacia la era a lomos de las mulas, en equilibrio sobre las alforjas, y haraganeábamos sobre los montones de paja segada bajo un sol de justicia mientras veíamos trabajar en las labores del campo a hombres con boinas negras caladas hasta las cejas y colillas de picadura de tabaco entre los labios cuyos rostros reproducían el relieve de las tierras roturadas que labraban, y gruesas y fuertes mujeres con pañuelos y amplios sombreros de paja sobre sus cabezas que parecía que nunca habían sido felices.
Yo era un privilegiado señorito en aquel pueblo sin agua corriente -había que acudir a la fuente pública-, en donde la luz duraba escasamente dos horas -la daban a las ocho de la tarde y la quitaban a las diez de la noche- y la cocina funcionaba con leña. Mi tío era el médico, y mi tía, la maestra, las fuerzas vivas que se completaban con el alcalde Rufino y su media naranja Restituta, el practicante y sacamuelas, el cura don Victorino y el rico del pueblo, un acaudalado madrileño de aspecto aristocrático llamado don Julián que tenía fincas y seducía a sus sirvientas.El primitivismo de esa arcadia alcarreña era tal que el trueque sustituía al dinero y a mi tío le abonaban las consultas con sacos de trigo en vez de con pesetas. El día primero de mes era día de pago y ante el portal de su casa se formaba una recua de pacientes mulas que espantaban las moscas con las orejas y deseaban que las aliviaran del cargamento de cereal que llevaban en las alforjas. En el último piso de la casa estaba el granero y a él subíamos los primos a jugar una vez que los pacientes del tío habían efectuado la descarga y llenado la habitación.
Nos enterrábamos hasta el cuello en aquellas montañas de grano e imaginábamos que aquellas olas de cereal dorado eran las de un mar embravecido por la tempestad. Dicen mis primos que en esas tardes de ocio perpetuo, mientras el tío iba a cazar perdices con su escopeta de perdigones con la fiel Loli, que recogía las piezas, y reinaba en el campo el lamento enervante de la cigarra, yo hilvanaba historias espeluznantes con subrayados musicales de mi cosecha, preludio oral de la afición literaria que me acompañaría toda la vida.
Siendo adulto regresé a Miedes de Atienza en un intento baldío de viaje nostálgico, para rebobinar la película de la vida. Las calles estaban empedradas, las carreteras, asfaltadas, y había desaparecido el olor a boñiga y paja tan característico. Anduve por un pueblo fantasmal y me acerqué a la antigua casa de mis tíos, ahora abandonada. No tropecé con nadie a quien conociera.Mis referentes de carne y hueso habían muerto o emigrado a Madrid.Era el pueblo de mis recuerdos y mis veranos felices con el que tantas veces había soñado, pero algo fallaba en ese reencuentro.El pueblo se mantenía más o menos intacto, pero yo había cambiado, y eso sí que ya no tenía remedio. Sólo mi memoria era capaz de conservarlo tal como era.
Duranto el verano del 2003 el diario El Mundo tuvo una bonita iniciativa: encargar a unos cuantos escritores que narraran el mejor verano de su vida e ilustrarlo con una foto. No lo dudé. El mejor verano era aquél, en Miedes de Atienza, un minúsculo pueblo de La Alcarria próximo a Sigüenza. Allí, con mis tíos y mis primos, transcurrieron los tres veranos más felices de mi vida. Y así lo dejo expuesto. En la foto, de mi tío Juan José, aparezco con mi pierna escayolada junto a mi prima Águeda.
El articulo, ese mismo año, obtuvo el Premio Provincia de Guadalajara,concedido por su diputación, al mejor trabajo publicado sobre la provincia. Miel sobre hojuelas.
1958 - MI VERANO
Viaje a una arcadia rural
Novelista, articulista y viajero, José Luís Muñoz ha publicado una veintena de libros y ha obtenido diversos premios literarios Su última novela publicada es la trilogía sobre el descubrimiento de América 'La pérdida del Paraíso'. Narra el verano de su vida, el del año 1958, cuando viajó a un minúsculo pueblo de Guadalajara, una arcadia rural inhóspita que hoy ya sólo existe en su memoria.
Por José Luis Muñoz
CREO QUE EL mejor verano de mi vida fue el de 1958, el año en que mis tíos Juan José y Rosario me invitaron a pasar el verano en Miedes de Atienza, un minúsculo pueblo de Guadalajara en donde vivían con sus tres hijos. La víspera de la partida estaba muy nervioso: era mi primer viaje. Mi padre me acompañó. Viajamos toda la noche en un tren arrastrado por una locomotora de vapor.No dormí ni un solo instante, a pesar de que el traqueteo de las vías es una melodía que invita al sueño; estaba demasiado emocionado para hacerlo y permanecí con la cara pegada a la ventanilla del compartimiento contando los postes que jalonaban la vía férrea, leyendo los letreros suspendidos de las marquesinas de las estaciones que dejábamos atrás envueltas en la nebulosa de humo y carbonilla, y el alba me encontró con los ojos abiertos.
Llegamos a la seis de la mañana a la estación de Sigüenza y recuerdo que hacía frío pese a ser verano. En el andén estaba mi tío esperándome con su vespa. Durante unos instantes, tras los abrazos, mi padre y él intercambiaron impresiones mientras yo estaba ansioso por partir y tomaba posesión de mi asiento. Mi padre regresaba a Barcelona y yo iniciaba mi aventura. No había carretera asfaltada hasta el pueblo sino un camino polvoriento. El campo despertaba derritiendo la escarcha y mis ojos de urbanita se dejaban deslumbrar por sus tenues colores y mi nariz aspiraba el frescor de aquella mañana que se desperezaba. Cruzamos bosques de chopos, bordeamos la muy noble villa de Atienza que desde su castillo almenado dominaba la llanura a sus pies, pasamos por diminutos pueblos que aún no se habían despertado de su sueño, y al fin apareció Miedes, en el fin del mundo, un centenar de casas blasonadas y un dédalo de calles sin asfaltar que olían a paja y estiércol.Tuve una emotiva fiesta de bienvenida. Recuerdo el cariñoso abrazo de mi tía, la alegre algarabía de mis primos Rosarito, Juanjo y Aguedita, a los que hacía años que no veía, y las muestras de simpatía que me dispensó Loli, la perra de caza, moviendo su rabo.
Los días transcurrían en aquel lugar a otro ritmo, marcados por la salida y la puesta del sol y las labores del campo. Pasaba las mañanas dando vueltas a una enorme plaza que había delante de la casa de mis tíos, pedaleando encima de una vieja bicicleta hasta que, por una mala caída, me rompí la pierna. A la pata coja combatía a pedradas, junto al clan familiar, contra las pandillas de hoscos lugareños para los que yo era un forastero, un chico de ciudad ajeno a la rudeza del campo castellano, y además de Barcelona. Recibí golpes e insultos, y devolví, con el mismo énfasis que los encajaba, todos los ataques sabedor de que para sobrevivir no tenía que exteriorizar el miedo. Cuando me cansaba de jugar o guerrear contra los pueblerinos, partía con mis primos hacia la era a lomos de las mulas, en equilibrio sobre las alforjas, y haraganeábamos sobre los montones de paja segada bajo un sol de justicia mientras veíamos trabajar en las labores del campo a hombres con boinas negras caladas hasta las cejas y colillas de picadura de tabaco entre los labios cuyos rostros reproducían el relieve de las tierras roturadas que labraban, y gruesas y fuertes mujeres con pañuelos y amplios sombreros de paja sobre sus cabezas que parecía que nunca habían sido felices.
Yo era un privilegiado señorito en aquel pueblo sin agua corriente -había que acudir a la fuente pública-, en donde la luz duraba escasamente dos horas -la daban a las ocho de la tarde y la quitaban a las diez de la noche- y la cocina funcionaba con leña. Mi tío era el médico, y mi tía, la maestra, las fuerzas vivas que se completaban con el alcalde Rufino y su media naranja Restituta, el practicante y sacamuelas, el cura don Victorino y el rico del pueblo, un acaudalado madrileño de aspecto aristocrático llamado don Julián que tenía fincas y seducía a sus sirvientas.El primitivismo de esa arcadia alcarreña era tal que el trueque sustituía al dinero y a mi tío le abonaban las consultas con sacos de trigo en vez de con pesetas. El día primero de mes era día de pago y ante el portal de su casa se formaba una recua de pacientes mulas que espantaban las moscas con las orejas y deseaban que las aliviaran del cargamento de cereal que llevaban en las alforjas. En el último piso de la casa estaba el granero y a él subíamos los primos a jugar una vez que los pacientes del tío habían efectuado la descarga y llenado la habitación.
Nos enterrábamos hasta el cuello en aquellas montañas de grano e imaginábamos que aquellas olas de cereal dorado eran las de un mar embravecido por la tempestad. Dicen mis primos que en esas tardes de ocio perpetuo, mientras el tío iba a cazar perdices con su escopeta de perdigones con la fiel Loli, que recogía las piezas, y reinaba en el campo el lamento enervante de la cigarra, yo hilvanaba historias espeluznantes con subrayados musicales de mi cosecha, preludio oral de la afición literaria que me acompañaría toda la vida.
Siendo adulto regresé a Miedes de Atienza en un intento baldío de viaje nostálgico, para rebobinar la película de la vida. Las calles estaban empedradas, las carreteras, asfaltadas, y había desaparecido el olor a boñiga y paja tan característico. Anduve por un pueblo fantasmal y me acerqué a la antigua casa de mis tíos, ahora abandonada. No tropecé con nadie a quien conociera.Mis referentes de carne y hueso habían muerto o emigrado a Madrid.Era el pueblo de mis recuerdos y mis veranos felices con el que tantas veces había soñado, pero algo fallaba en ese reencuentro.El pueblo se mantenía más o menos intacto, pero yo había cambiado, y eso sí que ya no tenía remedio. Sólo mi memoria era capaz de conservarlo tal como era.
Comentarios
Miedes no está en la Alcarria. Ni toda Guadalajara es Alcarria ni toda la Alcarria es de Guadalajara, nos decían en la escuela. Miedes está en la Sierra, o en la comarca de Atienza pero no en la Alcarria. Este tema nos chirría bastante. En segundo lugar creo que hay un error en eso de "un centenar de casas blasonadas", y para terminar no creo que los muchachos del lugar se ensañaran más contigo por que fueras de Barcelona, en los pueblos se apedrea a todos los de fuera, incluso en mi pueblo te puedo asegurar que ser de Madrid era circunstancia agravante. Saludos.