EL VIAJE

PEQUEÑA HABANA,
CUBA EN EL CORAZÓN DE MIAMI

fotos y textos José Luis Muñoz
Miami no es una ciudad, sino muchas, como, en general, todas las ciudades de Estados Unidos. Los cubanos que huyeron de la isla formaron su propio barrio, Pequeña Habana. La calle 8, que tiene mas de tres mil números ─ yo llegué hasta el tres mil y me cansé ─ entra de lleno en el barrio que es como un pueblo caribeño que nada tiene que ver con el Downtown de estilizados rascacielos. En Pequeña Habana las casas, en su mayor parte modestas, son de una o dos plantas. En la puerta de entrada de este barrio en donde conviven cubanos, hondureños, nicaragüenses, venezolanos, dominicanos y toda clase de hispanos, un monumento señala el hecho que más frustró a la Cuba del exilio, el fracasado desembarco en Bahía Cochinos. Una llama perpetúa recuerda a los hombres que dieron su vida en esa frustrada operación contra el castrismo.
Por entre el colorido de muros, no tan desconchados como los de La Habana que dejaron atrás y siempre está presente en el corazón de estos otros cubanos, asoman los cocoteros. El amarillo es un color predominante.
Celia Cruz es todo un referente para la cultura cubana. En muros, dando nombre a calles, la cantante cubana de los zapatos imposibles reina en Pequeña Habana y su voz reclamando ¡azúcar! se sigue escuchando. La calle 8 también es conocida como La Celia Cruz Way.
Los aviones, que aterrizan o despegan en el cercano Maimi International Airport, cruzan sin descanso el cielo de esta ciudad que está en el corazón de otra, aunque demasiado lejos del mar. Esos pájaros de hierro están tan integrados en el paisaje de la ciudad que difícil es sacar una fotografía sin que entren en el cuadro.
Destartalados pick─up recorren la calle 8 en donde hay aparcado algún coche de la policía que llaman la atención porque están vacíos y seguramente enfrente de donde vive el agente. En estas calles dirimía viejas cuentas Tony Montana (Al Pacino), el peligroso gángster cubano de EL PRECIO DEL PODER de Brian de Palma.
A mitad de la calle tiene abierta sus puertas una frutería y zumería que vende toda clase de frutas exóticas. Se pueden comprar cocos, aunque mejor cogerlos directamente de los árboles como hacen los vagabundos con largas pértigas metálicas, excelentes naranjas que parecen pintadas, aguacates tan grandes como melones.
Enormes gallos, como éste, en la acera o a las entradas de algunos restaurantes de la calle 8, indican la presencia de una importante comunidad dominicana que comparte territorio con la cubana. El gallo es el símbolo del país caribeño que pisó Colón en 1492. Los hay de mentira, como éste, y también de verdad, picoteando en algunos solares.
Hay mucho comercio, compitiendo pared con pared. Desde destartalados restaurantes cuyas fachadas reclaman una mano de pintura, a funerarias que te incineran a reducido precio. Algunos artistas pintan sobre el vidrio de las puertas de sus comercios graciosas figuras, como ésta de un gallo. Pero lo que más abunda son las factorías de cigarros en las que no es extraño ver, a sus puertas, a un cubano fumándose un enorme habano como reclamo. Muy distinto de aquí, en donde no se puede fumar ni en los estancos.
No hay costosa publicidad de anuncios de neón sino carteles hechos a mano que plantan en los solares. La nostalgia por la isla perdida, a la que quizá ya nunca más regresen, aparece bien visible en las paredes de este restaurante cubano. Otros se convierten en hombre anuncio, como el de la foto que, en una esquina, agita el troquelado de una pizza para señalar su restaurante.
La bicicleta no es un artilugio de deporte sino el medio de locomoción más práctico y barato para recorrer las calles de Pequeña Habana, y las montan gente de toda edad y condición. Hay menos bicicletas que en La Haban grande, la de la isla, y muchos más coches. Como en toda la ciudad, las bicicletas alternan el asfalto de la calle con las aceras.
Jugar y platicar no cuesta dinero. Los jubilados de Pequeña Habana se citan en este hogar de pensionistas, a echar unas partidas mientras rememoran tiempos pasados, o se reúnen alrededor de la mesa de una zumería.
Hay un motel destartalado por el que uno pasa sin saber si su estado de ruina es debido a que lo cerraron o bien a que no hay dinero para mejorar su aspecto. Volando sobre la entrada del parqueo, este arco decorado con maltrechos corazones habla de la actividad amorosa que tenía, o tiene lugar, en sus modestos cuartitos. La de literatura que habrá entre las paredes de esas habitaciones, la de historias que podría contarme su dueño para que yo las escribiera. Aunque ya las oigo, pasando.
Los tipos humanos que recorren las calles de Pequeña Habana son peculiares. Los negros, como los de Cuba, tienen más cara de españoles que de negros. También hay algún obeso mórbido que permanece sentado y no se ha levantado cuando, al cabo de una hora, regreso por el mismo camino, que quizá se retire, o lo retiren, al caer la noche. O los gloriosos culos cubanos, buques insignias de la cubanidad femenina que aprecian ellos mientras que los foráneos encontramos excesivos. Lo que llama la atención es advertir en todos los habitantes de Pequeña Habana síntomas de tristeza y ensimismamiento, y que hayan perdido ese don tan natural que tienen los de la isla de comunicarse con el desconocido. Nadie me habló durante mi periplo, pese a que provoqué conversaciones que acabaron en cruce frustrante de monosílabos.
Una rareza la de este establecimiento de alquiler de películas que tiene un amplio muestrario del cine español del franquismo. Se anunciaba como cine y yo buscaba una sala de exhibición.
Cocoteros pintados, y cocoteros reales. Cocos que se venden en la calle, o se regalan. Realmente no saben qué hacer con tanto coco.
Maravillosa pintura mural que decora la pared de un restaurante. Ahí tenemos desde Carlos Gardel hasta Rocío Durcal, que era muy querida en estos pagos y también tiene una estrella en el suelo, como las de Hollywood Boulevard, pasando por Libertad Lamarque, Selena, José Martí y Rubén Dario. Una ensalada de hispanidad. Hay un azteca, y una azteca, con platillos volantes que parecen sacados de una película de Ed Wood. Están los padres de la patria norteamericana y las banderas de todo el mundo hispano, incluyendo la nuestra. Y un viva a nuestra raza honrada y trabajadora. ¿Qué raza si hay tantas en este continente que están todas las que en el mundo hay?
Este restaurante anuncia algo que probablemente me haría huir a mí y a muchos. Fritanga. Pero lo hace para atraer. Fritanga, que en mi país es un término culinario claramente despectivo, cambia completamente su sentido en Pequeña Habana y seguro que atrae a muchos comensales.
Con trompetas y ángeles en las ventanas se anuncia esta iglesia del Dios Vivo, que es La Luz del Mundo y debe de ser el negocio privado de algún avispado pastor hispano muy vivo. Hay alguna iglesia católica, pero no se ven santeras.

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