DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 12 de diciembre de 2011

Después de diez días de excepción, vuelvo a la rutina. Después de diez días, de nuevo solo. A las ocho y media de la mañana despedí a mi última huésped en la parada del autobús y terminé con ella mis labores como anfitrión que me han mantenido apartado de este diario, y de la literatura, durante todos estos días pasados. Ejerciendo de guía de montaña, cocinero, leñador, amigo, padre y abuelo lo dejé todo aparcado. Cuestión de prioridades. Así es que hoy, después de despedir a La argentina que mejor fotografía las portadas de mis libros (¡Vaya! Esto es muy largo) me encontré de nuevo a solas conmigo mismo, fui a comprar el pan, recibí el parte meteorológico de la panadera y me hice con Público en la papelería de la amiga paraguaya que tiene mi penúltima novela muy destacada en los anaqueles para quien quiera comprarla.

Decidí, tras pasar por el cuarto de baño, recortarme la barba con una maravillosa máquina que compré en la ciudad de mi séptima vida. Dejé atrás ese aspecto entre Carlos Marx y George Moustaksi que tenía, pero, al reducir el volumen de la barba hasta el mínimo mi cabello parecía mucho más largo, por contraste, y mi cara empequeñeció considerablemente. Mañana solucionaré esa asimetría capilar acudiendo a la peluquera del pueblo.

Invité a Mademoiselle Bonnaire a comer. Sorpresivamente aceptó. Las ocas de Foz le daban un respiro. Y preparé una tarta tatín con un par de kilos de manzanas (ya me queda un kilo escaso de los cinco que compré). Si días atrás fallé con la pasta de la tarta, esta vez acerté de pleno al conseguir una masa perfecta que no se endureció en el horno, sino que se mantuvo tierna, y fue el dulce asiento de las manzanas caramelizadas y ligeramente espolvoreadas con canela que corté a cuartos tras pelarlas y quitarles las pepitas centrales. Pero antes de hacer esa tarta con amor, y por eso me salió bien, hice mis deberes literarios, es decir, que envié la versión definitiva de Patpong Road a los editores y estuve contestando el correo.

Mademoiselle Bonnaire llegó con puntualidad británica. Después de casi un mes sin verla apenas recordaba su aspecto. Calzaba unas botas de piel y me confesó que llevaba dos pares de calcetines porque es friolera. Apreció la sopa de tomate y pimiento mexicana que le serví de primer plato (faltaba el aguacate, amiga pueblana, y la tortilla de maíz); no dijo nada acerca de los espaguetis con roquefort que vinieron después, por lo que deduzco que no fueron de su agrado; y me alabó la tarta tatín del postre, lo que, viniendo de una francesa, es doble halago, aunque me censuró que usara canela (además picante, porque la compré en Marrakech) y que yo la acompañara con crema de leche. En ese punto, en el de la crema de leche, discrepamos. Todos los platos franceses llevan crema de leche, por principio, le dije, y a mí la tarta tatín, al menos en España, siempre me la han servido así. Durante la sobremesa, aunque temo que no me haga caso, le dije que votara antes a Dominique de Villepin, un tipo de derechas que me cae francamente bien, antes que a Nicolás Sarkozy, un tipo de derechas que me cae rematadamente mal, en las próximas elecciones presidenciales. Hablamos, también, del imperio franco/alemán que riñe tanto a los españoles, y de mis últimos huéspedes que disfrutaron de mi hospitalidad, especialmente del más pequeño de ellos.

Tenía prisa Mademoiselle Bonnaire, por lo que me quedé de nuevo solo y ya no vino nadie más a hacerme compañía. Me acomodé entonces en el butacón verde orejero, que va muy bien para recostar la cabeza, encendí la estufa de leña con las ramas cortadas por la mañana en el garaje (una gafas de buceo, de mi séptima vida, con las que me sumergí en el Mar Rojo y me permitieron ver las evoluciones de una hermosa sirena, me sirven en esta octava para manejar con soltura el hacha y que no me salten las astillas a los ojos y quede tuerto o ciego) y que subí al salón en un capazo que compré al ferretero del pueblo, del que sin duda soy el mejor cliente, un hombre que, cuando no tiene a nadie a quien atender, cruza la calle y observa cómo crecen las hortalizas de su huerto, y con el fuego crepitando me enganché a la Sexta3, que es una cadena peligrosa, con Un lugar en el corazón, película de Robert Benton que hacía una eternidad que no veía y me permitió disfrutar de las interpretaciones de unos jovencísimos Sally Field, Danny Glover, Ed Harris y John Malkowicz, con pelo, y empalmé luego con Duelo de titanes de John Sturgess, western sobre el duelo de OK corral que me aburrió, pese a descubrir en ella a Lee Van Clef, muerto a la primera de cambio por un puñal de Kirk Douglas, un plano del estrábico Jack Elam y a John Ireland, pero que aguanté porque había buena llama en la estufa de hierro colado y se estaba agradablemente bien con ese calorcillo que desprende el siempre hipnótico fuego, así es que cuando no me interesaba en demasía la película mi vista se concentraba en las llamas.

Fue después del telediario, y de cenar la famosa sopa que probaron todos los que pasaron por mi casa en estos últimos diez días (y la alabaron, como también hicieron con la película El Bosque, ofrecida en primicia) cuando alguien me recordó la canción de un fado y me dije que algo moría sin haber nacido siquiera con lo que nos quedamos sin saber qué hubiera sido si lo hubiéramos dejado crecer y regado.

Comentarios

Poma ha dicho que…
No hay nostalgia más triste, que la que provoca lo que núnca fue.
S.M. ha dicho que…
Algo así dice Pessoa en algún lugar, que tiene saudade de lo que nunca ha vivido.

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