DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 29 de enero de 2012



Pasé, como es habitual en mí por otra parte, de un extremo a otro. De ir en bermudas, camiseta corta y sandalias, a abrigarme con forro polar, jersey de mademoiselle Bonnaire, pantalón de pana, dos pares de calcetines, botas y anorak. Traje conmigo la nieve al Valle de Arán. Nevó durante toda mi primera noche después de regresar de La Graciosa, siguió nevando por la mañana sepultando literalmente el pueblo bajo una masa de nieve que transformó, y embelleció, el paisaje de montañas que circunda esta bella población. Durante la noche me despertaban, con metódica periodicidad, las pequeñas avalanchas de la nieve que se iba desprendiendo de los tejados inclinados y caía a la calle.


A la mañana siguiente, mientras los niños del pueblo hacían monigotes o se deslizaban por las laderas a bordo de sus trineos, yo me fui a fotografiar a los caballos. De nuevo me encontraba dentro de un cuadro de Bruegel mientras miraba a mi alrededor el paisaje blanco del invierno. Trataban los animales, sin éxito y algo desorientados, de arrancar alguna brizna de hierba congelada bajo esa espesa capa de nieve que lo cubría todo y me llegaba casi hasta la rodilla; se apretujaban entre ellos para darse calor.
La nieve es hermosa pero te enseña a ser muy precavido con ella. Pisar donde alguien, antes que tú, haya puesto su bota, por ejemplo, para no hundirte más, pero no hacerlo si ves que esa huella ya se ha helado, porque podrías patinar, es algo que hago automáticamente; no caminar nunca pegado a las paredes de las calles sino por el centro de ellas para evitar ser atravesado por uno de esos cuchillos de hielo que se forman cuando la nieve de los tejados se funde o desaparecer bajo una avalancha es otra norma dictada por el sentido común; pisar el suelo con mucho cuidado y estar siempre atento a él: si cruje bajo tus pies puedes andar tranquilo. Escapar del invierno sin una rotura de huesos es fundamental.
Al atardecer la luz, con el subrayado de la nieve, tiene una magia especial, y el fotógrafo que hay en mí va hacia uno de los miradores del pueblo, junto a una diminuta ermita, una pequeña elevación cubierta por nieve virgen que nadie, hasta ese momento, ha pisado. Mi excursión bajo el frío invernal del atardecer tiene su premio fotográfico: una postal navideña del pueblo con la torre de su iglesia románica, iluminada, sobresaliendo con una luminosa pincelada de naranja entre la blancura de los tejados de las casas que la circundan que centra la mirada en esa aguja de piedra después de deleitarse por lo que la rodea. Y con esa imágen, y otras muchas que mi cámara fotográfica ha captado, y dos películas de la Sexta3 vistas al calor de la estufa de leña, Corazones de hierro de Brian de Palma, en la que Sean Penn compone un personaje odioso, y Guerreros, de Daniel Calparsoro, alguna de cuyas más impactantes imágenes se rodaron precisamente en el Valle de Arán, me voy a la cama, bien abrigado, sepultado por dos mantas y con el radiador del dormitorio encendido. Sueño con mis personajes de mi octava vida.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Realmente a consegido usted unas fotografías magníficas , tanto en La Graciosa , como en su Vall D'Aran.
Congratulations¡¡¡

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