DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 3 de junio de 2012
La lluvia define mi primer día en Arán, en
donde faltaba desde hacía mucho tiempo, desde que dejé el Valle para irme al
otro extremo del mundo, a Camboya, un viaje que ya me parece lejano, y desde
que empecé esta caótica promoción de la novela recién publicada por España que
me ha llevado al centro, al sur y al este de la piel de toro. Así es que ayer,
por fin, aunque sólo sea por cuarenta y ocho horas (el martes, miércoles y
jueves, vuelta a empezar) recalo en mi casa, para tener la satisfacción de
dormir en mi cama, por fin, tras haber dormido en una serie de camas ajenas y
amigas, en algún hotel/convento, tras siete horas de conducción ininterrumpida
desde Elche, en donde dejo dos amigos y una amiga con los que estuve hablando
de política ante un vaso de cerveza la noche anterior, a Arán por la llamada
Autopista Mudéjar que me lleva a Teruel, Zaragoza y Huesca antes de saltar a la
provincia de Lleida. Así es que esta mañana, la lluvia, suave, su rumor, como
una arrullo, me despertó, con la luz del día, y esa lluvia, como un aspersor
divino que estuviera regando los verdes valles y los frondosos bosques de este
país extraño y atípico que es, en mi octava vida, mi patria, no ha cesado de caer
en todo el día, mojando, sin molestar, como lluvia del norte que es, tanto es
así que por la tarde, después de comprar El País a mi amiga paraguaya Lis, leer
ya los últimos capítulos de la adictiva novela El club de los filósofos asesinos
de mi amigo Julio Murillo, ver una película de Lawrence Kasdam que me ha
decepcionado, dormitar un poco en el sofá y comer, más de la cuenta, un
bizcocho que he bordado y he hecho simplemente a ojo, sin pesar ni medir los
ingredientes, que es cómo mejor salen las cosas, he cogido el coche, he bajado
hasta Les, he bordeado el camping desierto junto al río Garona, que bajaba
crecido y con aguas turbulentas camino de Francia, he subido los ocho
kilómetros de carretera serpenteante que llevan a San Joan de Torán y me he
adentrado en el Bosque de los Ciervos al que, de ahora en adelante, llamaré así
aunque hoy sólo veo uno, y de forma tan fugaz que apenas es un reflejo en mi
retina, y haya oído a dos más bramar en la espesura de la foresta alertándose
de mi presencia. Y ha sido bajar del coche, pasear, que no caminar, por la
pista de tierra, escuchar el murmullo de la lluvia sobre los charcos y las
hojas de los árboles, deleitarme en el paisaje, en esos enormes abetos de ramas
exquisitamente esculpidas en dos colores, en esos pinos negros altísimos, sumergidos
bajo las nubes bajas, o, a veces, caminar dentro de ellas hasta verme, si
pudiera, difuminarme en su interior hasta desaparecer engullido por ellas, y
sentir esa magia especial del Valle, disfrutar de su misteriosa belleza que,
con el paisaje nublado, la bruma, la lluvia, queda resaltado. Y me he puesto a andar
sin rumbo fijo, por caminos encharcados, sin darme cuenta de que el agua que
empapaba la hierba, el agua que caía suavemente de esas nubes bajas, de la que
me libraba en cuanto caminaba por esos túneles perfectos que forman las ramas
de los árboles cuando se entrecruzan y construyen arcos sobre las
veredas, estaba calando las botas, hasta que he sentido los pies fríos, hasta
que me he dado cuenta de que anochecía, que me había alejado mucho del cuatro
por cuatro, que me iba a perder el telediario de las nueve (me lo perdí y
sobreviví a la ausencia de malas noticias), así es que me he detenido en un
punto aleatorio de ese bosque infinito que me atrapaba en su silencio, he
decidido poner fin a mi paseo frente a un árbol concreto ante el que me he
detenido un buen rato, sin saber por qué, sin que el árbol, entre los miles de
árboles que conforman el bosque, destacara especialmente sobre los otros (buen
ramaje, ancho, musgo en el tronco, una planta trepadora), y he emprendido,
paseando, el camino de regreso, a eso de las nueve de la tarde, porque la noche
se demora en estos días tan largos, con un andar deliberadamente lento, el
mismo que utilizaba en mi séptima vida cuando regresaba a mi apartamento por la
noche, atento a cada rama, a cada árbol que parece un ser humano inmóvil que
proyecta sus brazos/ramas retorcidos al vacío, a cada tronco caído, muerto, y
cubierto de musgo, vivo, a cada hoja de otoño, prensada como pasta, presta a
convertirse en hongo, a cada retazo de niebla que tanto se formaba como se
desgajaba a impulsos de una brisa imperceptible que alguien sopla, sí, porque
el bosque está vivo, se mueve, muta, habla en susurros, paseando yo, porque no
iba de excursión, no competía con nadie, ni conmigo mismo, paladeando cada
instante, cada segundo sagrado de este tiempo que se va y siente uno como agua
en la mano, que escapa por mucho que juntemos los dedos, ese paisaje bello,
triste y misterioso que interiorizo, del que ya formo parte, sin el que creo no
poder vivir, que me ha atrapado hasta el punto de sentirme ya un poco árbol,
niebla, musgo.
Comentarios
Un abrazo muy grande.
Muchos besos y mucha suerte mañana en Madrid. Seguro que lo pasáis bien.Ya contarás.
Vaya, es una lástima, yo esperaba que hubieses intercedido por mi. Es una broma.
Gracias por los ánimos.