DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 9 de
septiembre de 2012
Me llamo José Luis Muñoz. Dicen que nací en
Salamanca. No me acuerdo, pero, como perro de Pavlov, cada vez que piso su
Plaza Mayor siento un estremecimiento. Vine a este mundo el 9 de septiembre de
1951. Tampoco lo recuerdo, pero imagino que siendo ese día del siglo pasado
haría frío en esa ciudad. Pero no me considero salmantino, ni castellano, ni
catalán, ni barcelonés, a pesar de haber vivido 53 años en esa ciudad, sino gracienc, de Graçia, el meu barri, mi territorio sentimental, y
cuando voy a los cines Verdi me emociono porque me acuerdo del niño de 8 años
que los frecuentaba cuando eran uno de los muchos cines de barrio que teníamos.
Escribo desde lo seis años. Mi primera novela la terminé a los ocho. A los doce
escribí una novela de mil páginas sobre la conquista del Oeste que aún debe de
estar en algún cajón y heredará Julio Murillo. Así es que fui un niño raro que
leía mucho, escribía más y se fabricaba sus propios juguetes con papel sin
saber que ese arte se llamaba papiroflexia. Pero antes de dedicarme en serio a
la escritura fui universitario, obrero de la construcción, ácrata, estuve en
una cadena de montaje, hice encuestas por la calle, entré como mayordomo en una
casa bien del Ensanche barcelonés, conseguí una plaza de funcionario, colaboré
en Interviú, Playboy y Penthouse, publiqué artículos de opinión en muchos
diarios, fabriqué cócteles molotov y
trabajé en un banco sin atracarlo. Me arrepiento. De no haber atracado el
banco. Estoy a tiempo. Sigo siendo ácrata. Me casé, me separé, tengo tres hijos
y una nieta. A los 36 años empecé a ganar premios y a publicar libros. Desde
entonces no he parado y ya voy por los 33 y amenazo con más. La literatura me ha dado
más alegrías que sinsabores. Entre las primeras, conocer a tipos como Andreu Martín,
Juan Madrid, González Ledesma, Fernando Marías, Juan Bas o José Carlos Somoza,
entre otros muchos colegas, y disfrutar de ese campamento de verano que es la
Semana Negra. Soy un corredor de fondo y viajero compulsivo al que le tira
Oriente y por esa razón mi última novela se llama Patpong Road y transcurre en Tailandia. Por ser corredor me fui del
norte al sur de la Península y del sur al norte, en donde ahora estoy, en una
tierra de nadie, de ellos mismos, que se llama Arán, Valle en euskera. A mis 61
años, rodeado de los míos, he querido empezar la onomástica emborrachándome.
Pedí un Cubalibre, y el camarero, de otra generación, no me entendió. ¿Ron con
Cola? Pues eso. Me habría tomado diez. Pasó por mi garganta como un refresco en
la terraza de mi bar, ese territorio sentimental con vistas al monte, que no
veo por la oscuridad de la noche, y de cháchara con El camarero que lee a
Thomas Mann con el que he repasado mi etapa en Playboy, en la que coincidí con
su padre, lo bien que trata la prensa a Uribe, lo que echaré de menos a La Paraguaya,
lo torpe que soy sobre unos esquíes, la argentinidad que comparte él y quien a
mi derecha se sienta… He vivido sesenta y un años y soy todo lo feliz que se
puede en esta octava vida, rodeado por los míos. Los míos. Sí, los de mi
sangre, los que me perpetuarán, para los que viviré en su memoria. Y sigo escribiendo
mientras veo crecer la hierba y a mi nieta.
Comentarios
Una vida completa la tuya. Y a pesar de todas esas cosas tan apasionantes que cuentas, lo más bonito es lo que dices al final, eso de seguir escribiendo viendo crecer a tu nieta.
Bárbara.
Jon
autor
La ventaja de ser escritor, o de intentar serlo, sobre otras disciplinas artísticas es que es un oficio muy limpio que no exige mucha parafernalia ni molesta en exceso a la familia o a los vecinos, cosa que no sucede con el escultor, que se pasa la vida dando martillazos, el pintor, que pone suelo y paredes hechas un Cristo, o el músico, que desafina de la hostia.
Gracias.