DIARIO DE UN ESCRITOR
Barcelona, 24 de
diciembre de 2012
No soy más feliz orillando la Navidad, más bien menos. Y menos rico,
también, por mucho que haya mirado una y otra vez ese décimo que le compré a mi
amiga La Paraguaya en el Valle de Arán: nada. Más pobre porque alguien me robó
la bici. Bueno, eso lo tenía descontado, pero no que me durara menos de un mes.
La compré para seis meses. Ha durado veinte días en la calle. Sólo desear que
quién se la haya llevado la trate bien o la venda a buen precio para paliar sus
necesidades económicas, que seguro tendrá, como todos. Pero sí, es inevitable,
a uno se le pone cara de imbécil cuando va a buscar la bici en donde la amarró
la noche anterior y no la encuentra. Automáticamente lo achacas a un despiste:
la dejaste en otro lugar y no te acuerdas. Y haces memoria de lo que hiciste el
día anterior, y el otro, y el otro, a ver si ves esa imagen tuya dejando la
bicicleta en otro lugar. Nada. Me la robaron. Cortaron la cadena y se la
llevaron. No me cabreo. Me faltan energías, que decido guardar para otros
menesteres, para cabrearme,
Lo de la bici tiene solución. Hoy mismo vuelvo a Decatlón, me dirijo
al mismo empleado y le compro la misma bici de hace veinte días, más dos
antirrobos, uno como el que me han abierto, otro más contundente, que no podrán
cortar como no sea utilizando cinco minutos una ruidosa sierra eléctrica.
Pero otras cosas no tienen solución. Leí hoy el obituario de Abimael
Koczinsky en el ABC que compro a diario. Me había tomado una cerveza con él el día de las elecciones
catalanas. Charlamos con Borja Casini del momento político. Ya, por aquel
entonces, Koczinsky no tenía buen semblante y parecía estar de vuelta de todo. Lamento
no haberme dado cuenta de ello, no haber valorado su estado de ánimo. Koczinsky
era ya un luchador cansado, arrumbado en su derrota, pelo y barba canosa y
andares titubeantes. Además le iba muy mal con las mujeres, porque no sabía
gestionar sus relaciones. Él, cada vez que se miraba al espejo, veía a un
fracasado. Y el fracasado, el perdedor, da divinamente en la literatura o en el
cine, pero es detestable en la vida real, hace que uno huya de él como del
aceite de ricino. Como personaje él se sabía fuera de juego, sin cartuchos en
la recámara. Además le dolían los huesos, el alma, le estaba jodiendo la
próstata, y se daba cuenta de que iba camino de convertirse en un viejo gruñón
e insoportable. Ahora, sencillamente, se ha esfumado, ha desaparecido. Alguien
lo mató en una novela. No lo volveré a ver más y soy consciente de su pérdida.
Lo siento, claro, pero es su decisión. Bajarse del mundo, cuando uno ya sobra de
él y no puede aportar nada más, es una decisión siempre sabia si se tiene claro.
Es uno de los pocos actos libres que nos queda a los esclavos.
Como poco, mal, y tampoco duermo cómo es debido. Me afecta la
defección de Koczinsky después de treinta años de amistad y haberlo visto vivir
en algunas páginas escritas. Tampoco resultaba muy vital como personaje. Sufro
un período de desorientación emocional. Debe de ser el fin del mundo, de mi
mundo. El año se muere y yo estoy por tirar la toalla, retirarme de todo,
meterme en una gran cama y soñar bajo un cálido edredón. Pero es Navidad, o
preNavidad, y hay que estar alegre aunque te duela el lumbago, y comprar como
loco porque eso es lo que toca y te dicen que conduce a la felicidad, aunque
consumiendo nos consumamos. ¿Ser o tener? Este año, quizá asustado por la
crisis, apenas compro. Hasta soy capaz de no entrar en las librerías para no
tener la tentación de comprar un libro. Cada vez tengo menos. ¿Soy cada vez
más, entonces?
El consumismo me abruma. Como la sociedad del desperdicio. Llevo
cuatro meses intentando que alguien me cambie la pantalla de mi portátil
destrozado, y no hay solución posible. Ya no fabrican ese tipo de ordenador, a
pesar de que lo compré hace poco más de un año. Dejan de fabricarlo y te
jorobas, tiras un ordenador casi nuevo y compras otro, para generar más basura
y que el mundo siga rodando, desquiciado, hacia no se sabe dónde.
Salgo a la calle, a lomos de mi nueva bicicleta made in China.
Acabaremos como los chinos. Trabajando sin horarios, sin salarios, sin
derechos. Pedaleo por el carril bici de la Diagonal y se me mete el aire frío y
húmedo del atardecer por el cuello abierto de la camisa. Estoy a punto de atropellar
a un peatón despistado que se cruza en mi camino, absorto en sus cosas. Se
vuelve airado. Por un momento creo que es Koczinsky. Por su aire de locura, la
mirada perdida y esa espalda vencida por los acontecimientos.
No sé adónde voy, realmente, pero sigo rumbo mar por la cuadrícula
Cerdá. En una tienda del Born compro un collar de piedras volcánicas y hago que
la envuelvan para regalo. Es para un ser querido. Paso por delante de Santa
María del Mar y venzo la tentación de entrar: no quiero aparcar la bici y que
me la roben. Ante el Museo Picasso hay un grupo de niños turistas gritones. La
calle Princesa, en donde antes, cuarenta años atrás, hubo una academia en la que
di clases un verano, ya no huele a especias. Había una tienda con barriles de
cúrcuma y pimentón en la calle. Cerraron, se mudaron o me falla el olfato.
Trato de localizar esa vieja academia de mi juventud. No fui un buen profesor
de latín, según creo recordar. Ninguno de aquellos quinceañeros, a los que tenía
que enfrentarme cada tarde, tenía el más mínimo interés por aprender y eran una
panda de vagos repetidores no mucho mejores que yo. La clase era una jaula de
fieras, recuerdo. Y mis métodos por imponer orden serían tachados hoy día de
heterodoxos: una llave inglesa al que más me incordiaba y boicoteaba las
clases. Con el brazo retorcido, placado por su profesor, se le bajaron los
humos. Era una academia cochambrosa de tres al cuarto. Un trabajo que me
proporcionó el Filósofo Rojo. No duré mucho y no sé si me pagaron. Ligué a una alumna pelirroja que
recuerdo tenía una cicatriz visible en la cara. No duró mucho, tampoco. Aunque
no me lo crea ahora, nunca le pregunté a qué era debido ese tajo cárdeno que le
afeaba el rostro. Era pelirroja, pero no me acuerdo del nombre, y me irrita mi
desmemoria. Cinco años atrás lo sabía.
Pedaleo entre fantasmas Vía Layetana arriba. Paso la Jefatura de
Policía, en donde, en mis peores tiempos, se torturaba a los opositores. Yo me
libré, porque mi destino no estaba acabar entre barrotes. Otros tuvieron mucha
peor suerte. Tomo aire y pienso en El Francés. ¿Dónde está si es que está? Ése
no se recicló con la llegada de la democracia y viró de revolucionario ácrata a
atracador de bancos. Ahora son los bancos los que nos atracan, y no emplean más
armas que las preferentes o la ingeniería financiera. La gente entrega el
dinero a la banca y ésta lo reparte a su antojo, lo quita de todos para dárselo
a unos pocos, porque el dinero no se crea ni se destruye, ni se pierde, sólo
cambia de manos. Mucho más inocentes los trileros de las Ramblas, que ya no
ejercen sus artes.
Alguien me ha dicho que desapareció La Casa de las Mantas. Todo
desaparece en Barcelona. Nada es eterno. Salvo un comercio de calzados en la
calle Escorial esquina Plaza Joanich: El Ratolí. A veces creo que lo he soñado.
A veces creo que ese comercio, que se mantiene inalterable en mis sesenta años
de historia, hasta con el mismo aparador y, aparentemente, los mismos zapatos
de antaño, que quizá existió antes de que yo naciera, es una visión del pasado
que yo doy por real y sólo existe en mi imaginación. Un día franquearé la
puerta de El Ratolí, compraré un par de zapatitos a mi princesa e intentaré
averiguar cuál es el misterio de ese establecimiento que se mantiene contra
viento y marea en la Barcelona del Disseny. Como un día llamaré a ese amigo que
quizá ya haya muerto porque no me coge el teléfono, ni responde a mis mails y
tiene congelada desde hace un par de años su cuenta Facebook.
Lo primero que hago cuando llego a mi apartamento es buscar en
Internet la zapatería fantasma. Ni una sola referencia. Y llamar a mi amigo del
que no olvido el teléfono. Era un excéntrico. O lo es. No se movía. Su viaje
más largo creo que fue a la ría de Arosa. Practicaba cibersexo, porque era más
cómodo. Ignora que yo empecé a publicar precisamente por él.
Se pierde a un montón de gente por el camino. Una chica canaria que
sufría de fibromialgia y siempre tenía palabras agradables conmigo. Una
periodista colombiana que conocí dando una conferencia en Bogotá y literalmente
me secuestró un día, me invitó a comer, me llevó a su casa y no supe más de
ella. A las venezolanas de postín que me premiaron con el Letra Erecta en
Caracas por El sabor de su piel.
Se olvida uno de las personas como de los libros o películas que no le
dejaron rastro visible. Se pierden en algún rincón del cerebro y ya no aparecen
más. Tampoco me acuerdo cómo se llamaba la colombiana. Se me olvidaron los
nombres de las tres venezolanas. Recuerdo, en cambio, el nombre de una novia liliputiense: Lía. La conocí en una
función de circo. Y me acuerdo de Aina, la sueca de Malmo, y de la promesa que le
hice que aún no he podido cumplir.
Dejo, por si acaso, la ventana abierta, aunque es invierno, para que pueda acceder Papá Noêl, sin darme cuenta de que el regalo que pedí en la carta ya lo tengo en la cama: un pijama. Me lo pongo y sueño...
Comentarios
Feliz Navidad, JL.
Abimael K, y esos fotofóbicos invasores, que grande ¡¡¡ Un brindis por él.( Engancha y contagia la obsesión cucarachil)
Fdo.
Un ser querido.
Un abrazo