VIAJE
TRAS
LOS PASOS DE
GASPAR
HAUSER
Los alemanes
no se saludan cuando se cruzan por un pasillo, comparten el ascensor o se
codean con alguien en la mesa de desayunos del hotel. Como los españoles. Nada
que ver con esa amabilidad, a veces un poco cargante, de los franceses que te
dan las gracias por todo y lo hacen cantando. Los alemanes aman tanto lo suyo
como los españoles detestamos lo nuestro: ahí somos diferentes. Hubo de venir
un escritor norteamericano para que nos diéramos cuenta de que teníamos una
Alhambra, y aún seguimos pintarrajeando las paredes de Granada sin respetar
monumentos, siguiendo una costumbre atávica. La sequedad germana, sin embargo,
no me cuadra con sus ciudades, las que veo en este viaje improvisado y lleno de agradables
sorpresas, la que encuentro hoy y me deslumbra literalmente: Rothenburg.
El
casco antiguo de la ciudad es como una pata de jamón: ancha en su extremo
norte, y estrecha, como el hueso, en el sur. Algún cerdo he visto en un escudo
heráldico en donde suelen habitar animales más nobles. Una muralla kilométrica,
que se salvó de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, cerca la villa
medieval que hasta 1803 fue una ciudad imperial libre. La pétrea defensa, que
sufrió daños leves (la madre del asediador americano de la villa pidió a su
hijo que no la destrozara puesto que guardaba muy buen recuerdo de ella cuando
la visitó antes de la guerra, y el buen hijo militar cumplió su deseo y sólo
destruyó el 40%) ha sido restaurada por norteamericanos, japoneses, franceses,
alemanes, por supuesto, y hasta portugueses, pero no aparece en sus muros el
nombre de ningún mecenas español: ya estábamos en crisis antes de que ésta nos
ahogara; ya ni me atrevo a pregonar mi nacionalidad por si inspiro lástima.
Casi
todos los donantes restauraron un metro del impresionante cerco de piedra a
cambio de que figurara su nombre en una plaquita, con excepción de algún
espléndido millonario yanqui de Toledo, Ohio, que restauró diez metros:
exagerados en todo. Desde una de sus torres de vigía, a la que se sube por
siete u ocho tramos de escaleras empinadas con los pasamanos suavizados por
eso, por el paso de miles de manos, se llega a un mirador extraordinario y uno
se siente desde allí un poco como Orson Welles en El tercer hombre contemplando la ciudad de Rothenburg a sus pies,
sus cuidadas cubiertas a dos aguas de teja de sus casas, las torres puntiagudas
de sus iglesias y conventos, sus adoquinadas calles por las que trotan caballos
de tiro y peatones, las cúpulas bulbosas de algunos edificios y los colores
pastel de las fachadas heridas por la luz declinante del atardecer. La ciudad,
desde esa perspectiva, se me antoja una perfecta maqueta en la que de un
momento a otro voy a interactuar, levantar los tejados de las casas, para ver
lo que esconden, investigar los fogones de sus cocinas, avivar el fuego de las
chimeneas que ya empiezan a humear el ambiente. Esa ciudad de juguete, que me
recuerda a las que de pequeño hacía de papel, la puede luego uno comprar en los establecimientos aledaños a la Markplatz, con sus edificios
milimétricamente reproducidos en cerámica a precios que oscilan entre los 15
euros y los 60. Pero más caras son las jarras de cerveza.
Las
calles de Rothenburg están concurridas. A la ciudad le sobran visitantes, más
hoy, sábado, en que parece que ha atracado una flotilla de autocares que ha
dejado una manada de turistas a sus anchas para que vacíen sus bolsillos de
euros y llenen sus bolsas de compras. Apenas hago fotos de las personas porque
los alemanes son contados. Abundan los compatriotas, ruidosos y torpes, a los que
se detecta a lo lejos (lamento mi escaso apego a los míos que son suyos), y
algunos chinos, no muchos, o puede que sean japoneses, verdaderos enamorados de
la romántica y pequeña villa de apenas diez mil habitantes y escasos 41
kilómetros cuadrados.
La
calle principal de la ciudad, la Schmiedgasse Plönlein, parte de una de las múltiples puertas de la
muralla, recorre el estrecho hueso de la pata de jamón y deja a derecha e izquierda pequeños hoteles,
restaurantes con encanto, cafeterías con mostradores en los que lucen tartas de
queso, alguna tienda de chacinería, otras de puntillas y otras tantas de
casitas de cerámica, especialidad en la que Rothenburg destaca y a la que no
puedo sustraerme.
Si abstraigo
la arquitectura de lo que corre por la calle, que ya es mucho abstraer, cierro
los ojos y escucho la impecable ejecución de las obras de Franz Listz que toca un viejo violinista, puedo trasladarme a una de las ciudades más bellas de Alemania y
sentir la pujanza de los negocios, la de aquellos comerciantes que tan
extraordinariamente bien reflejados quedaban en Los Buddenbrook, la primera novela que leí de Thomas Mann, aunque el extraordinario autor de La montaña mágica situara su primera obra en la ciudad de Lubeck.
Según
avanza la tarde, y la luz declina, los efectos luminosos sobre las fachadas de
las paredes de las casas, todas primorosamente pintadas en colores pastel rojo,
amarillo, verde, pero nunca azul, porque el azul lo pone el cielo límpido, hacen que éstas reverberen
de forma mágica y todo lo que hay en ellas, los entramados de vigas de madera
que las cruzan, los ventanales de cristales esmerilados, las esculturas que
emergen de sus esquinas como mascarones de proa de navíos en dique seco, los
artísticos rótulos metálicos que se balancean sobre las puertas de los
establecimientos,adquiere una especial relevancia.
Hay terrazas en la plaza, y gente sentada en ellas que bebe cerveza, previsiblemente a temperatura ambiente, pues no advierto las gotitas de condensación en el exterior de los vasos. No son jarras enormes, como las que hubo de beberse, según la tradición, el alcalde de la población George Nusch, 3 litros y 3 cuartos de vino, de un solo trago, para que el invasor conde de Tilly, impresionado por la proeza etílica, no quemara la ciudad como era habitual con las conquistadas durante la interminable Guerra de los Treinta Años.
A la
torre mirador que hay en la plaza no puedo subir, puesto que la cierran a las
cinco de la tarde; a la iglesia de San Jacobo no puedo acceder, puesto que cuando
empujo la puerta el portero la sella con dos vueltas de llave por el otro
lado, así es que me conformo con deambular por las calles empedradas de
Rothenburg, extasiarme con el otoño que ya ha llegado a sus árboles y ha teñido
de oro sus hojas y sorprenderme por la voluptuosidad de una Eva de potentes
muslos que sujeta la manzana mientras la malévola serpiente, con cara de cocodrilo, no se enrosca en sus
pies sino que parece husmear una de sus piernas, con ánimo de morderla, en una de las hornacinas exteriores de la iglesia gótica de San Jacobo.
La ciudad,
aparentemente pequeña y fácil de caminar, engaña en sus callejones laberínticos
y en sus recoletas plazas por las que paseo sin sospechar que ya lo hice anteriormente treinta o cuarenta años atrás sentado en la platea de una sala de cine. Por ellas anduvo Werner Herzog rodando El enigma Gaspar Hauser sin tener que
modificar un ápice el escenario de la ciudad; por ellas se paseaban, orgullosos
con sus esvásticas en los antebrazos, los chicos de las juventudes hitlerianas
aclamados desde las ventanas por los habitantes de esas casas de fachadas color
pastel que tanto me gustan.
Es
complicado saber por qué puerta debe salirse de la ciudad, puesto que todas se
parecen en esa muralla kilométrica que he recorrido horas antes y me ha permitido
una visión detallada de la ciudad por encima de todos sus tejados. Cada torre
de defensa de la muralla guarda una doble puerta en su seno y luce un espléndido
reloj para que quien salga de la ciudad sepa a qué hora se cerrarán los
portones y regrese antes so pena de dormir al raso extramuros. Mientras acierto
la puerta de salida, aquella que me llevará a un camino que cruza una
civilizada foresta antes de dejarme en mi hotel, me pregunto cómo un pueblo que
ha dado tantísimos pensadores de la talla de Immanuel Kant, George Hegel o Friedrich
Nietzche, escritores como Johan Wolfgang von Goethe, Thomas Mann o Herman
Hesse, músicos como Ludwig van Beethoven, Gustav Mahler o Richard Wagner,
ideólogos como Karl Marx o Friedrich Engels, cineastas como Friedrich Wilhelm Murnau
o Ernest Lubistch y pequeñas ciudades como la que dejo a mis espaldas, bañada
por la luz dorada de un sol que languidece y perfumada ya por el otoño que
alfombra de hojas secas sus calles, pudo seguir a un cabo histérico y
analfabeto y a su corte de matones en esa guerra de exterminio que aún resuena
en mis oídos.
Pues le
siguió, misterios de la humanidad. Rothenburg, la bella y delicada ciudad de
colores pastel, esa tarta arquitectónica policromada, destino romántico de
muchas parejas que brindan en sus noches de amor con copas de Riesling o
Gewutztreminer, dio una abrumadora victoria al partido nazi en las elecciones
de 1933: nada menos que el 83% de los votos fue para el cabo austriaco.
La bella manzana estaba agusanada. Quizá a
la ciudad le sobre algo más que sus manadas de turistas.
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