CINE / ALTAMIRA, DE HUGH HUDSON
ALTAMIRA
Hugh Hudson
Viendo Altamira de Hugh Hudson
uno no tiene más remedio que relacionarla con Encontrarás dragones del franco británico Roland Joffé, aunque los personajes hagiografiados en las dos
películas, el arqueólogo Marcelino Sanz
de Sautuola, descubridor de las cuevas de Altamira (el mérito fue el de un
perro que se perdió en ella), y monseñor
Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, poco tengan que ver salvo su
país de pertenencia. Tanto el británico Hugh
Hudson (Carros de fuego, Revolución) como el franco británico Roland Joffé (Los gritos del silencio, La
misión, Vatel) fueron, en el
pasado, directores potentes sumidos ahora en el olvido. Digo esto porque esas
dos películas, rodadas en España, trabajos de encargo para ensalzar a dos personajes
patrios, huelen demasiado a cine mercenario, es decir, a películas rodadas con
escaso entusiasmo por sus directores.
De lo que no hay duda es de
que Hugh Hudson aporta oficio a esta
producción española, en cuya lista de mecenas aparece el apellido cántabro
Botín financiándolo, y que la película, llena de tópicos—sobre todo en alguno de sus personajes, como el
monseñor inquisitorial de sombrero de teja que interpreta un irreconocible Rupert Everett con el cráneo rasurado—, funciona medianamente bien, se ve con agrado, es
entretenida, está bien filmada, y mejor fotografiada por José Luis Alcaine en paisajes cántabros de indudable fotogenia, y
contradice ese célebre dicho de Alfred
Hitchcock de que una película con niño dentro (con perro y con Charles Laughton), esta vez niña, María
(Allegra Allen), la hija del
denostado arqueólogo español, está abocada al desastre. Hugh Hudson salva el expediente, y hasta Antonio Banderas lo hace encarnando al protagonista Marcelino Sanz
de Sautuola, que consigue que olvidemos su desdichada carrera norteamericana,
en este film hagiográfico que establece un conflicto entre el arqueólogo
cántabro y el geólogo Juan Vilanova (Nicholas
Farrell) y los darwinistas incrédulos, capitaneados por Émile Cartahiac (Clément Sibony), que niegan hasta la
saciedad, es decir, hasta que se descubren otras cuevas prehistóricas en
Francia, la autenticidad de las cuevas de Altamira (insinuaron que las pinturas
eran una falsificación moderna), y negaron la existencia de la Capilla Sixtina
del arte rupestre prehistórico, y tradicionalistas católicos para los que era
incomprensible que alguien con aspecto de humanoide pudiera tener tamaña altura
pictórica.
Hugh
Hudson palia la falta de espectacularidad de su relato cinematográfico, en la
que no sucede nada relevante, con las pesadillas con bisontes que tiene la niña
y eso le permite introducir algún efecto especial chirriante y forzado, que
parece un retal de las comedias disparatadas y estúpidas de Ben Stiller de la franquicia Noche en el museo.
Altamira se ve bien, se
olvida pronto y cuenta en su haber con la presencia de la actriz iraní Golshifteh Farahani, encarnando a
Conchita, la esposa del arqueólogo, una belleza racial que aporta su mirada
triste a su personaje melancólico y vive una historia de amor platónica con un
pintor restaurador francés (Pierre Niney),
al que acusan de pintar los bisontes de Altamira, un apunte nada relevante, y
una banda sonora firmada, nada menos, que por Mark Knopfler. Después de
Altamira todo es decadencia, dijo Pablo
Picasso. Después de Altamira dudo
que Hugh Hudson remonte su carrera.
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