VIAJES / VARNA, A ORILLAS DEL MAR NEGRO
Varna, a orillas del
Mar Negro
El desayuno en la casa de huéspedes de Tryavna es de
los mejores, y hacerlo junto a los leños chisporroteantes, ante de la chimenea
tiene su encanto. Son frioleros los búlgaros, piensa Ulises, que el 21 de octubre
va con camiseta de manga corta, mientras paladea un zumo de naranja, bebe a
pequeños sorbos un café de cafetera de toda la vida y unta mantequilla en una tostada
para, a continuación, ponerle mermelada de frambuesa.
Para ir a Varna, al mar Negro, hay que hacer una
buena tanda de kilómetros y pasar por las carreteras del día anterior en sentido
opuesto. El Skoda se porta bien. Veinticuatro horas después, encuentra a la
gitanilla en cuclillas en la misma intersección de carreteras del día anterior,
un buen lugar para que se detengan los coches, y se le pasa por la cabeza a
Ulises detener el suyo, subirla a su Skoda y que le lleve a su casa para
pegarle un tiro a su padre, si es que lo tiene esa chiquilla de catorce años. Lo
deja para la literatura. Material almacenado en su cabeza para un posible relato
o para insertarlo, como historia secundaria, en una novela negra búlgara. ¿Y la
griega? ¿La del sicario, la sirena fatal y el cocainómano que no paga sus
deudas? ¿Y el taxista suicida? ¿Dónde lo mete?
No hay dinero público en Bulgaria. O no lo hay para
asfaltar decentemente esas carreteras secundarias que parecen retales de ropa
de tan parcheadas que están. No hay dinero, tampoco, para pintar la línea
central divisoria. Tampoco importa mucho. Los conductores búlgaros no son muy observantes
con las normas de circulación, así es que cuando ven una línea continua, que hay
la en algún tramo, adelantan; cuando ven que está prohibido adelantar,
adelantan; cuando viene un coche en dirección contraria, adelantan. El taxista
suicida de Atenas se sentiría muy cómodo por las carreteras búlgaras.
Cuando anochece, sobre las seis de la tarde,
Bulgaria le pone una autopista para que haga los últimos cien kilómetros y
Ulises pisa a fondo el acelerador hasta que la aguja roza los 130 kilómetros hora.
Varna, la tercera ciudad de Bulgaria tras Sofía y Plovdiv por número de
habitantes, el más importante resort turístico del Mar Negro, aparece entonces,
al lado de un puerto mercante, a orillas de ese mar casi cerrado.
El Hotel Panorama no puede tener otro nombre. Se asoma
al Mar Negro ese cuatro estrellas que está situado en donde acaba el puerto y
empieza el larguísimo paseo marítimo que bordea una amplia bahía en forma de
herradura. Huele a mar de una forma más intensa, y Ulises lo achaca a que el
Negro es un mar casi lago. Deja las maletas en la habitación y va raudo a pisar
la arena finísima de la playa y sentir en la piel el roce de la brisa marina
antes de que se haga por completo de noche. Los focos de un complejo de
piscinas al lado del arenal le alumbran como si fuera de día y se acerca adonde
rompen con moderada furia las aguas de ese mar. Hay una hilera de barcos anclados
en lontananza que no se mueven.
Cuando se hace noche cerrada, entra en un bar de
playa cubierto y pide un mojito. No saben hacerlo. No tienen lima, así es que emplean
limón. Parecen tener restricciones de azúcar, ya que le sabe hasta salado
(¿será el hielo picado de agua marina?). Se pregunta, mientras lo remueve con
la pajita, dónde está el ron. Buscó un Bloody Mary en la carta de cocteles alcohólicos,
pero no lo encontró. Un Bloody Mary habría
estado más de acorde para beber en Varna, en donde Bram Stoker sitúa uno
de los episodios de su Drácula, el romántico caballero de la noche inspirado en
el terrible Vlad el Empalador a cuyas tierras se dirige Ulises.
La habitación del hotel Panorama es espaciosa. Tiene
mueble bar, plasma, escritorio con espejo y moqueta en el suelo. Hace tanto calor,
por la calefacción, que abre la puerta del balcón para que se refresque el
cuarto con la brisa marina. Duerme como un bendito. Las cuatro horas de conducción
le pasan factura en el cuerpo. Así es que cierra los ojos y deja que la nana
marina y el ruido del chapoteo de los nadadores de la piscina de abajo, al lado
de la playa, le lleve a sueños agradables.
El desayuno en el Hotel Panorama es de los mejores,
pero hace un calor insoportable en el salón y no se explica cómo hay huéspedes con
jerséis y bufandas desayunando. El zumo de naranja está bien; el café, más que
aceptable; pesca un cruasán, unos bollitos rellenos de confitura de frambuesa y
unas bolas de coco.
No hay nada mejor que ver una ciudad sin plano que
te guíe, piensa Ulises, porque el plano que le dan en el hotel lo tira en la
primera papelera que encuentra. Da unos pasos por ese paseo marítimo de Varna
que sigue la costa y es, al mismo tiempo, un parque impresionante, el pulmón verde
de la ciudad con enormes árboles, parterres de césped y pistas para bicicletas,
y lo abandona cuando ve el indicativo de unas termas romanas a solo quinientos
metros que, en realidad, son mil quinientos. Deja el mar a su espalda y se mete
por calles destartaladas con aceras levantadas, casas abandonadas y otras de
fachadas desconchadas hasta que encuentra otro indicativo que le hace girar a
la derecha y otro a la izquierda que le sitúa antes las termas en la confluencia
de las calles San Stefano y Kham Krum.
Aunque no quede nada en pie, o poca cosa, el espacio
de las termas es sencillamente impresionante, y con imaginación Ulises recrea toda
sus salas, empezando por el vestibulum, siguiendo por las letrinas, en la parte baja del recinto,
en donde los patricios romanos de la antigua Varna, llamada entonces Odessa tras ser desalojados de la ciudad hunos y eslavos, asentaban sus posaderas mientras hablaban de
negocios, política, mujeres o efebos, para luego desplazarse al apoditeria, en
donde se desnudaban; practicaban deportes en la basílica thermarium; y, por
último, pasaban por el frigidarium, en donde se sumergían en baños de agua
fría, y el caldarium, agua caliente. El espacio de 7.000 metros cuadrados, una
de las termas romanas más grandes de Europa después de las de Caracalla, Diocleciano
y Trevira, del que se conservan unos pocos
arcos y alguna pared de ladrillo, es un rompecabezas de columnas y fragmentos
de mármol tirados en el suelo (hasta hay un arco entero) para los que no hay tiempo
ni dinero para ubicarlos en su lugar correspondiente.
Sin buscarlo, por callejas de mala muerte estrechas
y entre casas desocupadas o pobretonas, después de topar con una iglesia de
culto armenio, muy austera por fuera y por dentro, descubre, de repente, el
centro esplendoroso de Varna que le depara una enorme sorpresa. Ese centro peatonal
ocupa un buen número de hectáreas que van desde la catedral al mar, atravesado
en su parte inferior por ese paseo marítimo parque. Hay unas seis calles peatonales
que se cruzan y Ulises sigue una que asciende, pasa por el regio edificio de la
ópera, de paredes color salmón con columnatas, balconadas y puertas y ventanas
blancas, sencillamente exquisito. En sus aledaños, dos chicos de doce años
interpretan una música de raíces turcas con tambor y una gaita estridente. Es
en la música, precisamente, en donde es más evidente la impronta que dejaron cuatrocientos
años de dominación otomana en el país, hasta el punto que es muy difícil diferenciar
la música melódica búlgara, con voces femeninas forzadamente agudas, como las
hindúes o las gitanas, de la turca. Pero Varna, precisamente, es la ciudad menos
otomana de Bulgaria: los turcos solo estuvieron 200 años y fueron sustituidos por
ocupantes rusos y en su honor la ciudad se llamó Stalin en 1950, dudoso honor
piensa Ulises, feroz anti estalinista.
Sigue ese paseo y deja atrás casas pintadas en color
pastel, algunas que dañan la vista (hay una de un verde indefinible que le llama
la atención) y otras sencillamente despintadas que precisan un arreglo urgente
en su fachada. Cuando llega por ese paseo a la plaza Cirilo y Metodio, en donde
está la catedral del siglo XIX de la Asunción
de la Santísima Madre, se pregunta al traspasar la puerta de ese enorme edifico
eclesiástico con cinco cúpulas de forma bulbosa recubiertas de cobre y estaño y
altas paredes si es de confesión católica u ortodoxa. Ortodoxa heterodoxa, si
se le permite el juego de palabras a Ulises, puesto que le dejan hacer toda
clase de fotos y videos, y además hay tres sacerdotes en la iglesia con sotana
y aspecto de modernos (uno lleva el pelo largo recogido en coleta) que no
parecen popes sino curas. Pero lo que le llama la atención a Ulises es que
dentro del templo, frente a su altar oculto, hay una especie de bufet frio tipo
desayuno de hotel, y los feligreses y los curas se están dando un gran festín
mientras beben tazas de café. Había visto Ulises repartir sopa en los claustros
de las iglesias anglicanas del Reino Unido, pero nunca un banquete en el interior
de una iglesia, y menos ortodoxa. Tentado está de acercarse a coger uno de esos
apetitosos bollos rellenos que están comiendo las beatas, haciéndose pasar por
búlgaro, pero la cámara de fotos le delataría.
Ese interior, el de catedral de Varna, a imagen y
semejanza de los templos ortodoxos rusos de San Petersburgo, es uno de los que
más impactan al viajero por su belleza desde que ha emprendido este viaje. Un
retablo de madera negra enmarca una serie de cuadros de ángeles y santos y
medallones; del techo cuelgan, de cadenitas,
incensarios dorados; las enormes arañas de candelabros de las dos naves
laterales también son negras mientras que la de la nave central es de plata;
paredes y columnas están pintadas con frescos sin dejar un hueco libre; en las
pinturas de las cúpulas predomina el azul celeste y la central la preside un Pantocrátor;
hay iconos preciosos como uno en el que aparecen un grupo de santos tras una
muralla, todos barbados y vestidos con hábitos de monje y con las aureolas de
santidad en exquisito pan de oro que resplandece en contraste con las tonalidades
negras de la pintura. Todo parece muy antiguo, aunque la mayor parte de la decoración
data de 1960 y haya sido hecha en estilo búlgaro arcaizante por esforzados
artesanos que mantienen la tradición de sus ancestros pintores de iconos.
Cuando cruza la calle, y tras tomar una cerveza al sol
en una agradable terraza junto a otro parque de la zona peatonal, se acerca a fotografiar
la estatua ecuestre del zar Kaloyan, el
asesino de romanos, a caballo y espada
en ristre, un héroe nacional búlgaro que reinó una década, entre 1197 y 12o7, año
de su muerte en Tesalónica. Kaloyan fue un guerrero cruel y violento (su cuerpo
fue hallado en la Iglesia de los Cuarenta Mártires de Verliko Tarnovo) que extendió
el imperio búlgaro y no perdió una sola batalla al frente de su ejército con el
que combatió a los cruzados y capturó a Balduino I de Constantinopla a quien
descuartizo sin compasión cuando su esposa Ana de Cumania lo acusó,
falsamente, de hacerle proposiciones amorosas.
En los laterales del pódium se pueden ver en altorrelieves las gestas bélicas y
la solemne coronación del monarca búlgaro.
Recorre esos amplios paseos peatonales muy animados
de gente, porque es sábado; se detiene a husmear en tiendas de discos y
librerías; observa el bullicio de los jóvenes, los ciclistas que pasan, el único
hombre estatua pintado de blanco, los gatos bien cuidados que pasean entre los
peatones en un país en donde debe haberlos más que humanos, y recala finalmente
en la terraza del restaurante Europa, en el Bulevar Silviniza, epicentro de la
marcha de Varna, a comer un plato de humus, otro de aceitunas, que nada tienen
que ver con las sabrosas griegas, unos raviolis de espinacas con salsa de
mascarpone y lo más parecido a la crema catalana, la creme brulé.
Se ha ido el sol y reina una luz apagada en Varna en
donde sigue el ambiente de fiesta de fin de semana. Sigue paseo abajo, hasta topar
con el mar, y pasea por la acera marina gozando de la visión de la playa de forma
intermitente, cuando se lo permiten los numerosos restaurantes, chiringuitos y
hasta hoteles que asientan sus reales en la playa, hasta que llega a una zona
deprimida de ella, con locales cerrados a cal y canto y otros sencillamente convertidos
en astillas por algún temporal. Hay locales en el paseo marítimo con nombres
tan literarios como Ernie Hemingway, pero no se atreve a pedir un mojito por
miedo a una decepción como la de la noche anterior.
Da media vuelta cuando ya no hay nada que ver. El
paseo rinde homenaje a George Georgiev, el primer búlgaro en dar la vuelta al
mundo, según reza un cartel. De regreso al hotel un grupo, de chicas hace natación
sincronizada en las aguas de la piscina al aire libre y dos equipos se baten a vóleibol
en una cubierta: la herencia de las termas romanas.
Por una pasarela de madera baja a la arena y se
acerca a esa orilla que bate un mar disputado por Rusia, Turquía, Ucrania,
Bulgaria y Rumania y que él vio muchos, muchos años atrás, en Constantinopla,
cuando era feliz en una de sus anteriores vidas. Y se queda allí, mirando la
espuma de las olas del Mar Negro que ahora, de noche, realmente lo es.
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