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LOS HERMANOS NEBRASKA

         La culpa de todo la tuvo la ola de calor que desde hacía cuatro días  azotaba el país de costa a costa, sin que los termómetros bajaran de los treinta y cinco grados a la sombra. Encendías el televisor y te enterabas de que ciento veinte mil pavos habían palmado en Illinois, ocho viejos se habían deshidratado en Kansas, los bebés morían en los coches de Chicago y a la gente que estaba pirada le daba por matar al prójimo en Nueva York. Si no llega a ser por el calor ese día yo no hubiera estado en el porche de mi casa, bebiéndome la tercera Bud de la jornada, debajo de las aspas de un enorme ventilador que había mandado instalar en el techo y que lo único que hacía era remover ese maldito aire caliente y húmedo como un asqueroso plato de sopa, y nada de lo que sucedió hubiera pasado.
         ¡Elvis!
         Me había quedado dormido y mi mano se había abierto sobre el cuello de la botella de cerveza, que rodaba por el suelo del porche vacía. Me sobresalté al oír mi apodo. Algunos amigos, pocos, me llamaban Elvis por mi pelo engominado, peinado hacía atrás, como el ídolo de Memphis, y porque me gustaba entonar «In the guetto», con voz profunda, en los momentos más inoportunos.
         Los dos tipos estaban con un pie en la escalera del porche. Uno era rubio, llevaba el pelo largo y lucía un delgadísimo y desagradable bigotito sobre una boca ancha y corta. Se parecía a Sean Penn, fue lo primero que pensé. El otro era muy moreno, llevaba el pelo algo descuidado, muy negro, y era el que me miraba más fijamente, como si tratara de que yo le reconociera, y para ser sincero su cara no me era del todo desconocida. No iban muy aseados, más bien daban asco por lo polvorientos y sucios, y a pesar de la distancia me llegaba el tufillo desagradable de su sudor.
         Olvidas a los amigos. Soy Matt. ¿No te acuerdas de mí?
         ¿Matt?
         Aquellos tipos me habían puesto nervioso. Y uno de ellos, el que tenía un aspecto menos desalmado que el otro, el que me había saludado familiarmente con mi apodo de Elvis, me miraba fijamente, cada vez más irritado, me daba cuenta de ello, al ser yo incapaz de reconocerlo.
         Mateo. El de la penitenciaria.
         Pero, ¿qué haces por aquí? Claro que no te había reconocido. Llevabas barba en el trullo, una barba espesa como la de Charles Manson, y ahora pareces un pollo desplumado.
         Me levanté y me acerqué al moreno, con una sonrisa, le alargué la mano y él me la estrechó con el calor de un camarada al mismo tiempo que ascendía los peldaños que le separaban de mí.

         Ya no te acordabas de mí, so cabrón. Me diste tu dirección, ¿te acuerdas?, y me dijiste que cuando saliera pasara por tu casa a tomarme una cerveza. Y a eso he venido. Ja. A tomarme una cerveza. Porque el día invita.
         Ya lo creo. Yo llevo tres días a dieta de cerveza —Me subí ligeramente la camiseta y le mostré un vientre pálido y fofo en el que Mateo estrelló un puñetazo con cariño.
         El muchacho rubio que se parecía a Sean Penn me miraba mal. Estaba relegado a un segundo plano y como molesto, hasta que Mateo me lo presentó.
         Mi hermano Mitch. Hermano de padre, porque nuestra madre era una gran puta. Ja. Él está limpio.
         Hola, Mitch.
         Hola, Elvis.
         No nos dimos la mano. Él permanecía con las manos en los bolsillos y la mirada hiriente en una gran cara roja como una zanahoria afeada por aquellos pequeños ojos azules tan brillantes como separados.
         Pasad, pasad, que charlaremos. ¿Hace unas cervezas?
         En prisión se hacen extrañas amistades. Me habían enchironado hacía un par de años por un asunto trivial, un asalto a una licorería con arma de fuego durante el que me puse algo nervioso y le descerrajé un disparo al chico negro de la caja que todavía estaba más nervioso que yo y no acertaba a abrirla. No lo maté. La bala le rozó la mandíbula y se le incrustó en el cuello. Al juicio fue aquel pobre desgraciado en silla de ruedas y creo que eso fue lo que más impresionó al jurado. Seis años, pero a los dos yo ya estaba con la condicional en el bolsillo y un trabajo de mecánico de coches. En la prisión había un tiparraco, que dormía dos celdas más allá de la mía, al que yo le gustaba, o mejor dicho, le gustaba mi culo. El maricón de mierda se tocaba entre las piernas cada vez que yo pasaba por su lado y se pasaba la lengua por los labios. Era una especie de buey, enorme, cien kilos abierto en canal, con más pechos que la mismísima Dolly Parton. Un día estábamos él y yo solos en la ducha y el maldito mierda se me vino encima. Intenté arrancarle las pelotas pero él se zafó y me hizo una presa en el cuello que me inmovilizó y a continuación me tumbó sobre un banco. Ya olía su pútrido aliento sobre mi cuello y le oía babear de placer cuando la presión de su mano se desvaneció y oí un ruido sordo a mi espalda, como el que hace un saco de cemento cuando cae del sexto piso de una casa en construcción. Mantecas, así le llamaba todo el mundo en la prisión, se debatía en el charco de su propia sangre mientras intentaba taponarse, sin mucho éxito, una profunda raja que era como una segunda boca en su cuello.

         No te quedes ahí parado, Elvis. Vamos y calla.
         El que hablaba era Mateo. Entonces llevaba una barba tan cerrada que la gente le llamaba el Manson. Me levanté como pude, corrí detrás de él y me mezclé con los reclusos del patio. Nadie se fue de la lengua y a aquella asquerosa bola de sebo la debieron convertir en hamburguesa para  perros. De ahí nació mi amistad con Matt. Ahora estaba allí, en mi salón de estar, repantigado en uno de mis sofás, chupando todo el aire de un ventilador de pie, y su hermanito a su lado, mirándome como una alimaña, bebiendo mis cervezas, apestando mi hogar y yo sonriendo, sin atreverme a echarlos a patadas.
         ¿Te has fugado?
         Se rió y su hermano me lanzó una torva mirada.
         He salido con la condicional, Elvis. He sido un buen chico allí dentro y me han dejado salir. Y no quiero volver adentro. Pero tampoco quiero trabajar. ¿Tú tienes trabajo?
         Sí, estoy empleado en un taller mecánico. Lo mínimo para pagar esto.
         No te puedes quejar. Tienes una buena casa, con porche y jardín. Vives como un cochino yuppie de Wall Street. Pues a lo que íbamos. Mi hermano y yo queremos dar un golpe, un buen golpe, bien pensado, de los que nos retiren, y necesitamos un tío que sepa dominar cualquier buga. Es algo que este —Y señaló al rubio mudo que en aquellos momentos se deshacía en eructostiene muy pensado. Ahí donde le ves se pasa todo el día pensando, el muy hijoputa, maquinando todas las cabronadas que te puedas imaginar. Su padre debió ser un ingeniero de la NASA.
         Estoy retirado. No contéis conmigo. Además, me he casado. 
         No fue una buena idea hacerles esa confidencia, pero peor fue que Betsy entrara en aquel preciso momento por la puerta, con una enorme bolsa llena hasta los topes de latas de cerveza, carne y conservas.
         Hola, cariño me dijo a ciegas, pues la bolsa de papel del supermercado le impedía ver más allá de las puntas de sus zapatos.
         Betsy, estos…
         Matt se anticipó en un gesto de caballerosidad. Le cogió la bolsa y esbozó una sonrisa terrible para tranquilizar la cara de asombro de Betsy.
         Deje, señorita, que se lo llevo a la cocina. No nos han presentado. Mateo Nebraska. Matt Neb, para los amigos —Alargó la mano y ante la indecisión de Betty optó por tomarle la suyaElvis y yo somos amigos. ¿No se lo ha contado?
         ¿Elvis?
         En dos minutos le expliqué que Elvis era yo, que aquel tipo había sido compañero mío de presidio y que el mudo rubio con cara de Sean Penn era su hermanastro. Y ella rió de forma nerviosa mientras abría la puerta de la cocina y daba instrucciones a Matt Neb sobre dónde dejar las cervezas, la carne, las enchiladas y las conservas. Betsy era la inocencia personificada, y eso era lo que más me excitó de ella cuando la conocí. Era todo lo contrario de una de esas bellezas espectaculares que figuran en las páginas centrales de Playboy; menuda como Sally Field, con cara de esa niña mocosa que se llamó Shirley Temple y un cuerpo, no por pequeño, brutalmente sexy.
         Matt estaba de nuevo en su butacón, bebiendo más cerveza, y Betsy se movía por el salón como una mosquita que no sabe qué hacer con tanto calor, algo alocada, abriendo y cerrando ventanas, inventando corrientes inexistentes ante la ausencia total de brisa.
         ¿De verdad que no quieren comer? Tengo nachos y salsa de frijoles si les gusta la comida mexicana.
         Ocurrió muy rápido, como si lo hubieran estado planeando antes de venir aquí. El rubio me tiró con precisión su lata de cerveza llena, que impactó con violencia sobre la cuenca de mi ojo derecho, yo me eché hacia atrás aullando de dolor y entonces le vi saltando por encima de la mesa, cayendo sobre mí, golpeándome como una fiera salvaje en la cara y en el hígado, abrazándome una vez hube caído al suelo e inmovilizándome con una llave ambos brazos.
         ¡Pero qué joder está haciendo este tío mierda! grité con todas mis fuerzas, revolviéndome sin conseguir liberarme de su presa y pidiendo explicaciones al hermano sensato.
         Átalo y amordázalo fueron las tranquilizadoras palabras de Matt mientras atrancaba la puerta de salida y cerraba una por una las cortinas de las ventanas.
         Entonces fue Betsy, que había permanecido quieta, petrificada, la que fue víctima de un ataque de histerismo y comenzó a gritar, con tanta fuerza que de haber tenido vasos de cristal por la salita esparcidos los hubiera hecho estallar. Chilló hasta que Matt le sacudió un bofetón que la arrojó directa al sofá.
         ¿Qué coño quieres? pregunté con un negro presentimiento—. Si quieres dinero para rehacer tu vida tengo algo en el garaje.
         Fue mi última palabra. El rubio que se parecía a Sean Penn y reía como Richard Widmark en sus peores papeles de villano, me había atado a una silla con nudos de marinero y taponaba a continuación mi boca con bolas de algodón sanitario y varias vueltas de gruesa cinta de embalar. Quedé mudo y paralizado, dolorido por los golpes, con media visión de la situación —el impacto de la lata me iba cerrando paulatinamente el párpado derecho y la garganta seca. Hubiera preferido que aquel salvaje me hubiera taponado también los oídos.
         No temas, Elvis, ni tú tampoco, muñequita. Allí, en presidio, no hay mujeres y las mariconas ya sabes cómo las gastan. ¿Qué te puede importar a ti quince minutos de esta preciosidad cuando tú la podrás disfrutar toda la vida? a medida que exponía sus intenciones Betsy, muy pálida, sollozaba—. Nos la follaremos y nos iremos, así de fácil. Te la dejaremos para ti. Tú te la follas todos los días, y estos días que hace calor ella debe andar desnuda por la casa y tú la coges y te la tiras en el pasillo, en la cocina, en el porche por la noche, ¿a que sí? Permite que estos dos desgraciados se corran un poquito en su coñito.
         Betsy se levantó del sofá como una flecha y embistió la puerta. Rompió el vidrio pero no consiguió abrirla. Matt se abalanzó sobre ella y la golpeó una y otra vez en la cabeza hasta amansarla.
         Oye, pequeña, procura facilitar las cosas.
         El rubio la aprisionó por los brazos mientras Matt le desabrochaba la falda y le bajaba las bragas, luego le colocó la mano en su sexo, lo estuvo sobando un buen rato antes de decidir abrirle las piernas, sacarse la polla y penetrarla.
         No tenían prisa. De Betsy solo veía sus piernas arqueadas, abiertas, y en medio, abriendo el aspa de carne de mi mujer a mi antiguo amigo Matías, vestido, solo el pantalón ligeramente bajado que permitía ver la parte superior de sus nalgas morenas y los movimientos de las mismas obteniendo el placer robado.
         Hermano le dijo a Mitch, mientras se tomaba un respiro y se bebía un botellín de cerveza—. Te la estoy preparando, te la estoy dejando a punto para que cuando la metas, te corras. Tiene un coño aspirador, la muy puta. Te coge la polla y te la aspira, en serio —Se volvió riendo hacia mí—. Lo siento, colega Elvis. Normalmente no duro tanto. La culpa la tiene la cerveza.

        Siguió follándola. Betsy permanecía callada, como si hubiera muerto, mientras aquel animal aceleraba el ritmo de sus embestidas y su camisa se cubría de sudor.
         Uff. Ya me viene. ¡Joder! Ya me viene. ¡Joder!
         Se desacopló y se echó el resto de la cerveza sobre su polla hinchada.
         Toma cervecita. Te lo mereces, cabrona, trabajando con este calor. Necesito aire.
         El rubio cortó pronto su deseo.
         No seas tan gilipollas de abrir. Todo cerrado. Yo quiero intimidad.
         El rubio desnudó a Betsy por completo. Le sacó la blusa, le desabrochó el sujetador y sopesó sus senos con las manos antes de pellizcarlos y frotarle los pezones.
         Buenas tetas, muñeca. Vas a saber lo que es follar. Te vas a morir de gusto.
         Parecía tomárselo muy en serio. Se desnudó por completo. Era delgado y nervudo, todo fibra y músculo, y un feo tatuaje le decoraba las nalgas. Comenzó a acariciarse con una mano la polla mientras con la otra le sobaba a Betsy las tetas. Luego la volvió sobre el sofá, le hizo levantar el trasero y le hundió tres dedos en la vulva como si fuera un pene.
         Te gusta, putilla. Te gusta, ya lo creo. Te corres sobre mis dedos. ¡Esta puta se está corriendo, Elvis!
         Matt parecía haber perdido el buen humor. Estaba sentado en un sillón, mirando la escena y mirándome a mí, imaginando la cara que tendría yo debajo de aquella mordaza, y parecía tan beodo que presumiblemente no se tendría en pie.
         Acaba ya. Fóllatela y vámonos.
         Voy a tardar el tiempo que me salga de los cojones en tirármela —gritó furioso Mitch, volviéndose hacia su hermano—. ¿Acaso me he metido yo contigo mientras te corrías?
         No hables tanto, hermano, y pon en marcha esa polla o se te va a enfriar. Ja.
         Se volvió hacia Betsy, que permanecía en la misma posición, tumbada de espaldas y con el culo ligeramente alzado.
¿Te han dado alguna vez por culo? Di. Pues hoy vas a saber lo que es dar por culo. Duele y gusta al mismo tiempo. Es diferente, muñeca.
         La pesadilla se prolongaba y se hacía interminable. Ya me veía en los titulares de los diarios del día siguiente. Dos desaprensivos violan a una muchacha ante los ojos de su marido y terminan asesinándole. Hasta es posible que lo achacaran también a la ola de calor. ¿Por qué no me mataban antes esos mal nacidos? ¿Qué diabólica satisfacción obtenían conservándome con vida y como espectador privilegiado de toda aquella sarta de vejaciones?
         ¿No prefieres que te la chupe? le dijo de pronto Betsy abandonando su postura yacente y tomando  entre sus manos el pene de MitchLa chupo muy bien. Elvis te puede decir lo bien que se la mamo.

         Aquel cruce espurio de Richard Widmark y Sean Penn palideció de excitación escuchando la proposición de mi mujer, y su pene sufrió una repentina transformación.
         ¿Has oído Matt? La muy puta, la muy guarra, me dice que me corra en su boca, que me folle su boca. ¿Tú qué harías?
         Deja que te exprima la polla y vámonos. Tiene boca de mamona tu mujer, Elvis. ¿Es de las que se retiran cuando llega el momento?
         Betsy había tomado la iniciativa y estaba encima del chico rubio. Estaba muy hermosa, pese a los moratones y las lágrimas que empañaban sus ojos. Le pellizcaba las tetillas al chico rubio mientras abría la boca y dejaba que su polla se asentara en su interior. El chico rubio empezó a moverse y la cabeza de Betsy también; el chico rubio empezó a jadear y Betsy le pellizcaba tanto las tetillas, sin dejar de chupársela, que parecía fuera a arrancárselas. Matt, pese a estar beodo, se levantó para no perderse el espectáculo.
         ¡Joder con la puta mamona que tienes en casa! Le va la marcha a la muy puta.
         El chico rubio estaba quieto y Betsy era la que movía su cabeza de forma frenética entre sus muslos. Se tragaba aquella columna de carne tensa con precisión mecánica y la acariciaba propinando intensos lametones que sumían a Mitch en un placer indescriptible. Betsy la sabía chupar muy bien, era cierto. Cuando me la chupaba yo llegaba al séptimo cielo. Y ahora se la chupaba a ese maldito hijo de puta que no terminaba de correrse por culpa de la puñetera cerveza.
         Espera un momento le dijo Betsy al chico rubio soltando la polla—. No te enfríes que ahora vengo con un poco de coca. Te la pondré en la punta del capullo y te correrás como un cabrón.
         Nunca le había oído hablar así a Betsy. Se la meneó durante unos segundos antes de ponerse en pie y pasar al dormitorio. El chico rubio deliraba, se miraba la polla, se tocaba las pelotas y se pellizcaba las tetillas manteniendo su erección.
         Esa puta me mata. Esa puta me mata.
         A Matt comenzaba a hinchársele la entrepierna del pantalón.
         Elvis me dijo—. Demasiada hembra para ti. Nos vamos a quedar hasta la noche follándotela. ¿Qué son veinticuatro horas comparado con toda la eternidad que la vas a disfrutar tú, so hijo puta? Hasta, si te portas bien, dejaremos que tú también la folles.
   
      Confiaba en Betsy. Siempre había confiado en ella y ahora no me iba a defraudar. Sabía que la encontraría, en el armario, entre las mantas. Buena chica, Betsy. Salió del dormitorio tan desnuda como había entrado. Se movió con sensualidad felina por la habitación, amagando una mano en la espalda. El cuerpo le brillaba de sudor y de las babas de placer de aquellos dos indeseables, que se recalentaban al ver cómo se acercaba, con la boca abierta, los pezones de sus redondos y pequeños senos eréctiles y sus breves piernas de niña. Los primeros dos disparos fueron para el chico rubio. Uno, en la entrepierna, mató para siempre su deseo. El siguiente, de gracia, en la sien, a quemarropa, castró su imaginación diabólica. Matt se alzó del suelo e intentó alcanzar la puerta, pero la cerveza había hecho de sus piernas gomas, y cayó al suelo, con un disparo en la espalda.
         ¡Piedad! Solo queríamos follar. No os íbamos a matar. Lo juro por mi madre. farfulló entre bocanadas de sangre—. No me mates, por Dios, no me mates lloriqueó—. Salvé la vida a Elvis. Me debe la vida, Elvis…
         No jures por la puta de tu madre —Le acercó la pistola a la cabeza, hasta tocarla, y disparó saltándole la tapa de los sesos.

         Ahora Betsy no está y yo estoy con estos dos tipos. Se vistió malhumorada, después de liquidarlos, y ni me miró cuando abrió la puerta y se fue. Me consideraba también culpable de lo sucedido y me castigaba. El calor es atroz y el ventilador no hace otra cosa que traerme a la nariz el hedor de los cadáveres descomponiéndose. Oigo las moscas zumbar en el exterior, junto a las ventanas, y rezo para que no encuentren ninguna rendija. Trato de imaginar titulares en los diarios. Afortunadamente me encontrarán así, atado de pies y manos, amordazado, por lo que no podrán cargarme esos dos fiambres. Si es que me encuentran. La tele ha dicho que ya han muerto ciento dos personas por esta maldita ola de calor. Betsy no permitirá que yo sea la ciento tres, y no será tan hija de puta como para no llamar a la policía y dar la dirección de mi casa.   



"Los hermanos Nebraska" fue publicado en el número 207 de la revista Playboy de 03/1996 y en el libro de relatos "La mujer ígnea y otros relatos oscuros" (Neverland, 2010)



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