LITERATURA / SOLES NEGROS, DE IGNACIO DEL VALLE
SOLES NEGROS
Ignacio del Valle
Sigue
ofreciéndonos Ignacio del Valle
(Oviedo, 1971) con su madurez narrativa habitual el retablo de nuestra posguerra
y lo hace con sus personajes icónicos, el capitán Antonio Andrade, miembro de
la Sección de Información del Alto Estado Mayor, y su inseparable Manolete. El
autor de El arte de matar dragones (2003),
El tiempo de los emperadores extraños (2006)
y Los demonios de Berlín (2009), las novelas que preceden a Soles
negros, una tetralogía histórico policial, sitúa a sus personajes en los
años cincuenta, en el áspero paisaje extremeño, para dilucidar qué hay detrás
del brutal asesinato de una niña sin nombre cuyo cadáver aparece en un
descampado.
Con
este punto de arranque brutal y que golpea Ignacio
del Valle traza un cuadro tenebroso de esa España negra sumida en la
miseria económica y moral, con ese Auxilio Social —El capitán no había visto los
primeros tiempos de aquel lugar, en el que cientos de niños habían sucumbido a
la disentería y la tiña, apiñados en salas donde se les dejaba morir sin
remedio.—que ni era auxilio y menos
social, una especie de sumidero adónde iban a parar huérfanos y los hijos de
los perdedores de la contienda civil, que, o eran adoptados como esclavos
infantiles en familias pudientes o desaparecían sin dar cuenta a nadie, con la
más absoluta impunidad.
Soles negros tiene un arranque espectacular,
modélico, que engancha al lector, y no lo deja en una trama que avanza sin
alteraciones de ritmo, con una excelente recreación ambiental del pasado y una
buena construcción de personajes (y dominio del diálogo, clonando con buen oído
el popular), por el páramo de esa España derrotada en la que todavía hay
estertores de rebeldía como el del anarquista echado al monte Ventura
Rodríguez, el Califa, un idealista que no da la guerra por perdida.
Un buen colchón de lana. Eso era
lo que deseaba. Un mullido y cálido colchón de buena lana. Eso pediría Ventura
Rodríguez, el Califa, si un genio brotase de la taza de latón de la que estaba
bebiendo y le ofreciera un deseo. Descansar en un lecho donde aliviar el
punzante dolor de las articulaciones; demasiados inviernos en la sierra,
demasiados años de aislamiento, demasiado queso y cebolla, demasiadas
emboscadas y zozobras.
A
veces con una simple frase bien armada —Uno de los divisionarios, de pelo color maíz,
rememoró cómo, al quitarse los calcetines, se le había desprendido un calcetín
de piel muerta, blanquecina.
—sumerge de forma muy gráfica el autor de Los
demonios de Berlín al lector en esa época de penurias físicas y suciedad
ambiental en dónde la
violencia de los vencedores carece de cortapisas: Pero el vapuleo no cesó. Los siguientes golpes fueron en las sienes, en
los ojos, en las mejillas, sintió cómo sus labios se partían y colgaban como un
pingajo entre sus dientes, la piel se le embotaba como una goma maciza, se
preguntaba por qué no perdía ya la consciencia.
A
través de unos personajes que el lector puede imaginarse por lo bien
construidos que están, Ignacio del Valle,
utilizando claves de la novela negra y policial, recupera un pedazo de nuestro
pretérito poco conocido y que conviene repasar porque tendemos a repetir la
historia una y otra vez (lo de los niños robados no nos suena a pretérito sino
a presente; la dictadura argentina robaba los niños de las “subversivas”; las
monjitas irlandesas, que se hacían pasar por protectores de los huérfanos, los
sepultaban a millares en fosas comunes).
Quedamos
a la espera de nuevos episodios de esos dos personajes con los que el lector
lleva tiempo empatizando, y con los que el escritor ovetense, según propias
declaraciones, pretende construir una comedia humana balzaquiana con España
como centro. Ambición y talento no le
faltan a Ignacio del Valle para
llevar a cabo ese proyecto vital y literario que ya tiene cuatro columnas bien
asentadas.
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Angelique Pfitzner
angeliquepfitzner@yahoo.es
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