VIAJES / UNA ISLA, UN PAÍS / FIORDOS

Fiordos


Si uno observa el mapa de Islandia, el país isla tiene una forma caprichosa, llena de entrantes y salientes, de cabos retorcidos y golfos profundos. Las sucesivas erupciones volcánicas le han otorgado esa forma tan peculiar a la isla que roza el círculo polar ártico. La lava y los volcanes la han moldeado desde siglos.


Abimael despierta en la cama de un cómodo hotel y no en el fondo de un gélido barranco. Baja a desayunar descansado y desestresado, sin saber nada del mundo. El buffet es bastante desalentador: huevos revueltos muy hechos y algo de chorizo que deben importar de España. Le llama la atención que no hay bollería y la ausencia de cruasanes. Tampoco ha visto una sola pastelería en todo el tiempo que lleva recorriendo la isla. Bebe café y zumo de naranja rodeado de una tribu de jubilados que se subirán luego a un autocar que hay en la puerta para hacer un tour. No hay chinos en el hotel Kea, que se deben alojar en otro más lujoso. Tampoco yanquis. No ha visto un solo norteamericano en los días que lleva.  


El norte es mucho más frío que el sur. La nieve llega casi al nivel del mar. El agua del hermoso fiordo de Akureyri se congela por las orilla y en ella nada un pato despistado. Hoy el tabardo de Alaska no le sobra. El termómetro marca cinco bajo cero. Los charcos de la calle están helados. Sube a la iglesia que preside la población por unas escaleras que bordean el hotel Kea en donde ha dormido. La iglesia luterana de la segunda población más importante de Islandia es moderna y fea, pero es un mirador del fiordo y de la diminuta población, y no es el único que tiene esa opinión. La luz rosácea que la ilumina por la noche la embellece


Va hacia el fiordo dando un paseo. Luce el sol, pero las calles están poco transitadas salvo por turistas chinos bien pertrechados de ropa de abrigo. No ha visto muchas islandesas atractivas, sí chinas. Ha visto más chinas que islandesas.


El fiordo es hermoso. El agua muy azul contrasta con las montañas nevadas que lo bordean. Abimael mira todos esos muros blanqueados que cruzó de noche y se estremece. Y tendrá que cruzarlos de nuevo para salir de esa hermosa ratonera que es el fiordo Akureyri.


 Decide explorar el fiordo, así es que coge el coche tras limpiar de hielo todos los cristales con una tarjeta de crédito, la mejor rasqueta posible. Espera que no se haya desmagnetizado. El motor está frío, pero arranca a la primera. Escribe en el navegador el nombre de dos pueblos que están en el extremo del fiordo y reza para que las carreteras que conducen a ellos estén en condiciones.


Circula con cierta tensión. Ha comprobado que casi todos los coches en Islandia tienen neumáticos de clavos que los hacen mucho más seguros e idóneos para la conducción por hielo. El suyo, no. En cuanto la carretera se separa de la costa y empieza a trepar, se tensa, pero sigue circulando decidido a superar el trauma personal que tiene con el hielo. Hay algún tramo de calzada que se está congelando, pero el coche apenas lo nota, las ruedas lo hacen crujir. No teme el hielo de nieve sino el del agua, que es mucho más resbaladizo.


La primera población en la que se detiene es Darvik. Si Akureyri tiene 19.000 habitantes, esta pequeña población pesquera no llega a los dos mil. Aparca el Hyundai junto al puerto y pasea examinando los barcos anclados. Le llama la atención que en el muelle casi vacío figuren las fotos de los patrones de los barcos de pesca y sus vidas y milagros. Quizá sea un homenaje póstumo a los que ya no están. No ve más que un par de barcos de pesca. Quizá hayan salido todos a faenar. Y una pequeña industria conservera. El frío es tan intenso que hasta él, acostumbrado a temperaturas extremas, lo nota. Y, mientras se dirige a paso rápido hacia el coche, contempla asombrado un grupo de patos que chapotea, y gruñe, en el mar helado.


Para ir a Hofsos, en un fiordo paralelo, la carretera sube cortada a pico sobre el mar. Por fortuna no sopla un viento excesivo y el hielo que hay en el asfalto no desequilibra el coche del viajero. Cuando la carretera se complica aparece un túnel salvador de 2 kilómetros que horada el volcán  y lo lleva sin problemas a esa pequeña población costera de 200 habitantes. El pueblo es poco más que una iglesia luterana de campanario picudo y fachada de chapa blanca, unas cuantas casas pobres a su alrededor, de las que nadie sale, un embarcadero con dos embarcaciones de pesca varadas y una escollera que lo protege. Cuando pasea por el borde del muelle un pescador veterano con más de ochenta años a sus espaldas desembarca la pesca del día, cuatro platijas que aún se mueven en una bolsa de plástico. Salvo ese pescador, no tropieza con ninguno de los 200 habitantes del pueblo.


Es la hora de la comida y ve un pequeño restaurante. Se acerca. La carta no le acaba de convencer. Demasiado sándwich y ninguna sopa. Así es que regresa al coche y a su hotel Kea de Akureyri. No le dan de comer porque es demasiado tarde, y para la cena falta media hora. Malhumorado, deja el hotel y va al centro de la ciudad, una sola calle en donde hay tres restaurantes, una heladería, una tienda de ropa y nada más, a diez pasos literales del hotel. Finalmente opta por tomar el almuerzo en un establecimiento moderno en el que primero se paga y luego se consume la comida tras recogerla del mostrador. No hay otra. Y tampoco le sale tan mal la comida. La sopa de pollo mexicana es muy picante por el chile, la pizza de cuatro quesos, contundente.


El tiempo en Akureyri se estira como un chicle, así es que entra en una casita de helados que parece de juguete y pide a una de las dos dependientes rubias un cucurucho con dos bolas de helado, de mango y limón, y se lo toma sentado en una banqueta. Comer un helado sin que ninguna de las bolas vaya a parar al suelo requiere cierta pericia. Abimael pide una cuchara de palo y paladea ese doble helado mientras los clientes, mayoritariamente chinos,  entran y salen del establecimiento.


A las seis luce una luz apagada en el cielo, invernal, de nieve. Solo le faltaría que nevara para complicar su regreso. Frente al hotel hay una enorme librería que es al mismo tiempo cafetería y se llama también Kea. Entra porque se está caliente. Hojea unos cuantos libros de fotografías que no le dicen demasiado. Se sienta a beber un café capuzzino a una de las mesas junto a la cristalera. Desde esa posición ve pasar a la gente, encogida por el frío, y un bonito edificio de plancha metálica ondulada pintada de azul que está en la acera de enfrente y es un restaurante. Vuelve a mirar libros. Quiere comprar algo que simbolice a Islandia. Finalmente se decide por un puffin, o frailecillo, el pájaro ártico que no ha visto porque emigró en agosto, y lo hace en forma de muñeco de peluche e imán para la nevera.   

Regresa al hotel cuando empieza a caer una llovizna que pronto será nieve. Ya en su habitación vuelve a reflexionar  sobre el misterio de las casas de fachadas metálicas de Islandia, un país tan deshabitado como Alaska que ofrece magníficas posibilidades  para emigrar.   

Un crimen espantoso sacude la tranquila localidad de Arkaham y hace que cunda la desconfianza entre los vecinos. Cualquiera de ellos puede ser el asesino. MALA HIERBA. 









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