CINE / DOLOR Y GLORIA, DE PEDRO ALMODÓVAR
DOLOR Y GLORIA
Pedro Almodóvar
Se
pregunta el alter ego de Pedro Almodóvar
Salvador Mallo en un momento de Dolor y
gloria, que es autoficción descarada, por qué gusta tanto su cine en
territorios alejados como, por ejemplo, Islandia adonde le invitan a dar una
charla. ¿Exotismo? Un misterio. Desde hace años Pedro Almodóvar es nuestro director más exportable e internacional,
reconocido en festivales, premiado en ellos, que mantiene una relación de
amor/odio en su propia tierra en donde algunos críticos recalcitrantes (Carlos Boyero) abominan de su obra
mientras otros, mayoritariamente, se
rinden a ella.
Reconozco
mi equidistancia con el director manchego propenso al melodrama desopilante made in México o al homenaje a Douglas Sirk, pero a años luz la copia
del original: el discípulo aventajado del director germano americano se llamaba
Rainer Werner Fassbinder. Pienso que
el director de la movida madrileña, que empezó su carrera con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón,
tiene algunas películas notables (Qué he
hecho para merecer esto, Mujeres al
borde de un ataque de nervios, Átame
y, sobre todo, Volver) y otras
francamente olvidables.
En Dolor y gloria pesa tanto lo
autorreferencial que el director de Todo
sobre mi madre (una de las películas suyas que más detesto) se olvida casi
por completo del guión. Un director de cine sin ideas, inactivo, bloqueado,
agobiado por un sinfín de dolencias propias de la edad (la representación
gráfica de esas dolencias roza el virtuosismo), llamado Salvador Mallo (Antonio Banderas), se reencuentra con
el actor de su película más exitosa, Sabor, Alberto Crespo (Axier Etxeandia) que la
interpretó a su aire e hizo caso omiso de las indicaciones del director, con
motivo del pase en la filmoteca de esa película mítica treinta años después y
sella la paz con él con una papela de heroína.
En esa
sesión psicoanalítica de diván cinematográfico ante el público, Pedro Almodóvar no sólo habla de su
cine sino también de sus pulsiones sexuales en la infancia (el cuerpo desnudo
del paleta que va a encalar la cueva de Paterna en la que vive Salvador Mallo
niño le provoca a éste un desmayo); de su madre, omnipresente en toda su
filmografía , y que interpreta respectivamente Penélope Cruz y Julieta
Serrano; de adicciones, nada sanas, a la heroína (el director Salvador
Mallo se engancha tardíamente a ella para olvidarse de sus dolencias físicas)
que tantos cadáveres dejó en la transición democrática; y de algunos amores
masculinos que le dejaron huella, como el
argentino Federico (Leonardo Sbaraglia)
para quien escribió una pieza dramática titulada Adicción que Alberto Crespo rescata de su ordenador.
La
buena factura cinematográfica y el buen punteado musical del habitual Antonio Iglesias no pueden paliar la
pobreza del conjunto narrativo que chirría especialmente en dos secuencias: el
dialogo que Salvador Mallo mantiene con el público de la filmoteca desde su
teléfono móvil, y la obra de teatro Adicción
que interpreta el actor Alberto Crespo y provoca la emoción del casual espectador
Federico, el antiguo amante de Salvador Mallo, que tiene la certeza de que esa
pieza ha sido escrita para él.
A pesar
de los desbarres narrativos y salidas de tono, la película se ve bien, no
aburre y se salva en parte por Antonio
Banderas y los flash backs que remiten a la infancia del protagonista, su
tramo más agradecido. El actor malagueño suele brillar con luz especial cuando
se pone en manos del manchego, hay entre los dos un feeling especial fruto de sus muchos años de amistad; su
composición de ese Pedro Almodóvar
en el ocaso profesional y vital, torpe, frágil, asustadizo, roza la perfección, es lo mejor de la película.
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