LITERATURA / CLUB DE LECTURA
CLUB DE LECTURA
Voy a contar una
experiencia ilustradora sufrida en un club de lectura sin que ello suponga su desacreditación,
un club de lectura femenino, circunstancia que remarca la teoría de que en este país solo las mujeres leen o los hombres son tan
autosuficientes que no necesitan de clubes de lectura para comentar con otros
lectores, o con su autor, un libro que
ya han leído.
La segunda pregunta de una de las lectoras más incisivas del
grupo me descolocó tanto como su cuestionamiento previo del titulo del libro. Lo
de que me pidan explicaciones sobre el titulo de un libro era algo que jamás me
había pasado. Empezamos bien, me dije,
si ya ni les gusta el título. Defendí, al parecer sin mucho poder de convicción, que
el siniestro protagonista de mi novela fuera un lobo por solitario, sangriento
y depredador. Planeaba Hobbes en mi cabeza cuando deseché títulos alternativos
como “El carnicero de Mauthausen” o “Doctor Muerte”. Mi lectora se irritó por
equiparar asesino / lobo y quizá tuviera razón y debía haber titulado la novela
como “El rastro del chacal”, pero el titulo me habría remitido
inexorablemente al bestseller de Frederic Forsyth.
La lectora que tomaba las riendas del club, con el asentimiento de las
demás, me hizo, tras su observación sobre un titulo que no le gustaba, o no encontraba procedente, una pregunta determinante, nuclear: ¿Para qué
tipo de lector escribo? Me estaba reprochando el que no escribiera para ella, seguramente
porque mi libro no le había gustado.
La encrucijada era apasionante y además, arrinconado físicamente en el extremo de una
mesa y con una pared a mis espaldas, no
tenía posibilidad de escape a no ser que tuviera poderes y cruzara la
cristalera que me barraba el paso. Adictos
a los masajes literarios por parte de los que nos leen, los escritores,
malditos vanidosos egocentristas, no estamos acostumbrados a ser censurados, pero
recomiendo la experiencia. Superada la perplejidad inicial, respondí que en lo
que menos pensaba cuando escribía era
en quien leería mi novela, que si así lo hiciera dejaría de ser mi escritura un
acto de libertad suprema y mermaría mi creatividad, que uno debe escribir
para sí mismo o corre el riesgo de convertirse en un impostor, y si resulta que
las historias que le brotan a uno de la imaginación
interesan a terceros, miel sobre hojuelas. Tras una pausa dije que, en efecto, abundan los escritores que
escriben para sus lectores obras impostadas, huecas, que no hieren a nadie y
gustan a todos, y ahí radica su éxito comercial, que los escritores que no queremos
pasar por el aro, o somos literalmente
incapaces de someternos a las normas, sufrimos en estos tiempos que corren dos
tipos de dictaduras, la de las modas literarias, que debemos seguir si no queremos
que nos condenen al ostracismo y al silencio, y la de lo políticamente correcto,
una monserga importada de Estados Unidos que puede acarrearnos linchamientos moralistas,
y contra ambas me rebelo y así me va. La
novela negra, y en ella me incluyo desde la heterodoxia más absoluta y la
violación de todas sus normas, pone el foco sobre los aspectos más oscuros de
nuestra sociedad y la protagonizan personajes tan siniestros como el lobo, o
chacal, o hiena, de ese libro mío cuestionado en un club de lectura. Si
determinados aspectos del libro incomodan, me parece perfecto y me doy por
satisfecho. No hay peor castigo que la indiferencia. Así es que animé a mis
nada complacientes lectoras que arrojaran el libro contra una pared como si
fuera una piedra, con rabia, o que me lapidaran con él. No llegaron a tanto.
La magia de escribir un libro es que una vez publicado anda
solo y cada lector lo hace suyo y muchas veces su interpretación está a años
luz de lo que ha pretendido el autor. Luis Buñuel se divertía horrores con lo
que descubrían los sesudos críticos tras los fotogramas de sus películas. Rodeado
por esas incisivas lectoras, me di cuenta de que habían leído un libro que yo
no había escrito, o que ponían el foco en determinados aspectos del libro, los
de dominación sexual, que eran una parte sustancial de él, sí, pero no todo. Había lectoras que se habían
saltado una serie de pasajes de la novela, que les ofendían, o que
sencillamente no habían podido acabarlo, o que se lamentaban de que los pasajes
eróticos parecían estar escritos para hombres. Podía vanagloriarme de que mi
novela no había caído en el saco de la indiferencia, que incomodaba a esas
lectoras que lo tildaban de morbosa y machista. Claro, en los campos de
exterminio nazi reinaba el horror machista, los verdugos estaban literalmente
por encima del bien y del mal, eran dioses que decidían sobre la vida,
muerte o posesión de sus víctimas y la mujer ha sido, y me temo que
será, botín de guerra en cuanto cabalgan
los cuatro jinetes del apocalipsis. Lo había hecho rematadamente mal yo como escritor,
me temía, si mis lectoras subrayaban los aspectos sexuales del texto, que haberlos
haylos, y obviaban que esos siniestros personajes, lobos, chacales o hienas,
habitan entre nosotros y son capaces de todas las atrocidades imaginables si un
estado, el nacionalsocialista en concreto, les ampara. El hombre es un lobo para
el hombre. Obviaron mis lectoras que personajes como el que protagonizaba mi
novela camparon a sus anchas una vez terminada la Segunda Guerra Mundial y
muchos de ellos encontraron acomodo en la industria aeroespacial de Estados
Unidos o en los aparatos represores de las dictaduras latinoamericanas bendecidas
por la gran potencia. Eran más importantes para ellas los ejercicios de
dominación sexual que se establecían entre victima y victimario y no acababan
de asumir que entre una y otro se estableciera lo que se denomina síndrome de
Estocolmo que remite a películas como “Portero de noche" de Liliana Cavani,
“La lista de Schindler" de Steven Spielberg o “Paradise” de Andrei
Konchalowsky muy presentes mientras recreaba esos pasajes. Las mujeres salvadas del infierno, porque eso
eran los campos de concentración, podían llegar a besar los pies de los que las
habían vejado pero les habían permitido seguir viviendo, como podían optar por
suicidarse.
El accidentado club de lectura me retrotrajo a épocas
pasadas, a los setenta del pasado siglo, cuando un avispado crítico literario
de un medio ya desparecido me tildó de Mike Spillane al leer mal “Barcelona
negra”, es decir, de autor fascista, simplemente porque confundía al escritor de la novela con su
personaje principal, un policía tan expeditivo como Harry el Sucio que además
detestaba la Sagrada Familia. Quizá eso me pase por huir del maniqueísmo como
de la peste. ¿Creían las incisivas lectoras del club estar ante la
reencarnación de Aribert Ferdinand Heim que había escrito su autobiografía?
La literatura es mi parcela de libertad, a veces creo que la
única a la que no renuncio, y escribo lo que me apetece sin rendir cuentas a nadie, ni a las editoriales que no han
conseguido censurarme ni una sola línea. Ante esa literatura light, que no deja
huella porque no hiere, de costureras o náyades, que llena las mesas de las
librerías, reivindico a Thomas Bernard, Hubert J. Selby, Elfride Jelinek o Alfons Cervera, por
poner algunos ejemplos y algún amigo, la literatura que golpea y conmociona, la
que incomoda, los libros que no te dejan indiferente y te marcan, la furia y la
rabia de las obras de William Shakespeare, la osadía de David Herbert Lawrence y
Vladímir Nabokov, la sexualidad sin tapujos de Henry Miller o Charles Bukowski,
el hedor del alcohol que irradia la prosa de Malcom Lowry, el moralismo
inteligente del Marqués de Sade, los juegos literarios de Julio Cortázar, Paul
Auster o Enrique Vila-Matas, la
modernidad de Petronio, el inventor de la novela, cuyo “Satyricón” se labró prestigio
solido entre los libros prohibidos, la literatura revulsiva.
Me gustan los libros que se escriben con sangre porque para
mí la buena literatura solo puede escribirse desde el dolor.
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