EL ESCRITOR

Es Pérez Reverte algo así como el corsario de nuestra literatura. Alejado de muchos de sus compañeros de viaje, sus novelas se caracteriza por reivindicar la acción por encima de todo. Si hubiera nacido en el Siglo de Oro, una época por la que siente una especial querencia, seguro estoy que ya se habría batido en unos cuantos duelos a florete o pistola con esa corte de detractores que siempre acompañan, como una rémora, a los escritores de éxito, porque España es un país de cainitas redomados. La misma vehemencia que tienen sus personajes es la suya, por lo que uno nunca sabe dónde acaba la ficción y empieza la realidad, si es que hay fronteras entre ambos mundos o acaso es el mismo. Reivindica, sin pudor, la literatura de aventuras, al estilo de un Alejandro Dumas sin negros, pero no nos confundamos: hay mensaje subyacente en todo lo que escribe. El no tener pelos en la lengua le ha causado más de una enemistad, pero ello no hace que se achante este navegante entre tempestades que tiene el privilegio de haber sido adaptado al cine, entre otros, por Roman Polanski, y que cada libro suyo termine siendo película.
Recojo aquí dos textos diversos e interesantes, con o sin su permiso. Uno es premonitorio y habla de piratas que nada arriesgan y son los culpables directos de nuestra ruina y la de millones de seres en este mundo. Lo escribió hace diez años y parece el texto de Nostradamus o cualquier otro visionario, porque parece escrito ayer. El otro es un relato épico, que saldrá publicado en breve en Alfaguara, en una extraña colección de inéditos, y habla de la Noche Triste que, mira por donde, es el núcleo argumental de la novela en la que llevo trabajando hace un par de años y espero acabar éste.

No quiero despedirme sin presentarles a un personaje de leyenda: un tal Madoff. Este distinguido y afable ciudadano de la foto, que no se ha movido de su lujoso apartamento cuando otros, por robar una barra de pan, terminan en el trullo, no es Robin Hood, pese a que ha robado a muchos gigantes financieros, porque se queda con el botín y, de paso, es culpable, entre otras múltiples cosas, de la devaluación de nuestros fondos de pensiones que están en caída libre. Madoff, y los muchos Madoff de todos estos años de borracheras financieras, nos han llevado a esta crisis con sus activos volátiles, fondos de alto riesgo, inversiones de futuros y toda esa jerga, tan inquietante como rentable en su momento, que finalmente han hecho honor a su nombre: lo volátil, vuela; el alto riesgo conduce al precipicio, y el futuro es que no hay futuro.
Mientras medio mundo ve cómo sus fondos de pensiones se van al carajo, sus casas no valen una mierda y su trabajo se acaba, el pirata Madoff sonríe feliz en su lujoso apartamento de Manhattan porque su fraude no hay quien consiga cuantificarlo, por falta de ceros que produce vértigo, y él, sólo él, sabe en qué playa tiene enterrados los cofres con su botín.




Los amos del Mundo
© Arturo Pérez-Reverte


Artículo premonitorio del escritor y periodista cartagenero Arturo Pérez-Reverte, publicado en "El Semanal" el 15 de noviembre de 1998, y que ahora, diez años después, se revela como una auténtica profecía.

Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del computador, su futuro y el de sus hijos. Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o de un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro.
Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio -o al revés-, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.
Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará a usted el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo; porque siempre ganan ellos, cuando ganan, y nunca pierden ellos, cuando pierden.
No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tiene que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro.
Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder; el riesgo es mínimo. Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia. Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.
Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días.
Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.
Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad. Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro. Y entonces -¡oh, prodigio!- mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.
Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros. Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichis de la Bernarda.
Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la pagan con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con sus puestos de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.
Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.
Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.




En su colección inéditos, y con prologo de Pere Gimferrer, Seix Barral publicará en breve un relato largo, o una novela corta, del escritor murciano que ha permanecido poco menos que inédito hasta ahora. Se trata de una recreación de La noche triste e irá ilustrada en la edición que se aproxima. Ahí va un anticipo.

Ojos azules
© Arturo Pérez-Reverte

Llovía a cántaros. Llovía, pensó, como si el dios Tlaloc o la puta que lo parió hubieran roto las compuertas del cielo. Llovía mientras resonaban afuera los tambores, y los capitanes iban llegando cubiertos de hierro, sombríos, con las gotas de agua corriéndoles por los morriones y la cara y las cicatrices y las barbas. Llovía sobre Tenochtitlán, cubriendo la capital azteca de una noche húmeda; lágrimas siniestras que repiqueteaban en los charcos del patio del templo mayor, y disolvían en regueros pardos las manchas de sangre de la última matanza, la de centenares de indios mexicanos, cuando en plena fiesta el capitán Alvarado mandó cerrar las puertas y los hizo degollar, ris, ras, visto y no visto, hombres, mujeres y niños, por aquello de que al que madruga Dios lo ayuda, y más vale adelantarse que llegar tarde. Los he cogido en el introito, dijo luego Alvarado, cuando Cortés fue a echarle la bronca. Se me fue la mano, jefe, se disculpaba, huraño. Pero por lo bajini se reía, el animal. Los he cogido en el introito.
Bum, bum, bum, bum. Apoyado en el portón, bajo la lluvia, el soldado de ojos azules reprimió un escalofrío mientras se ajustaba el peto y ceñía la espada. A su alrededor los compañeros se miraban unos a otros, inquietos. Al otro lado de los muros del palacio, afuera, los tambores llevaban sonando una eternidad. Bum, bum, bum, bum. Había toneladas deoro, pero ahora Moctezuma estaba muerto y se acababan las provisiones y todo se había ido al carajo. Bum, bum, bum, bum. También había miles y miles de mexicanos en la ciudad, alrededor, cubriendo las terrazas, llenando las piraguas de guerra en los canales y la calzada entre los puentes cortados. Mexicanos sedientos de venganza. Bum, bum, bum. Así todo el día y toda la noche, mientras en lo alto de los templos los sacerdotes alzaban los brazos al cielo y preparaban los sacrificios. Bum, bum, bum, bum. Aquello sonaba adentro, precisamente en el corazón, que los más cenizos ya imaginaban fuera del cuerpo, ensangrentado, abierto el pecho por el cuchillo de obsidiana. Bum, bum, bum. Menudo plan, pensó el soldado mirando las caras mortalmente pálidas de los otros. Venir desde Cáceres y Tordesillas y Luarca y Sangonera, que están lejos de cojones, para terminar abierto como un gorrino, con las asaduras hechas brochetasen lo alto de un templo, aquí donde Cristo dio las tres voces. Bum, bum, bum. Y además, de tanto oírlos, aquellos tambores habían adquirido un lenguaje propio. Si uno prestaba atención podía oír que decían: Teules malditos, perros, vais a morir todos hasta el último, y pagaréis el deshonor de nuestros ídolos, y vuestra sangre correrá por las aras y los escalones de los templos. Bum, bum, bum. Eso decían aquella noche, pensó estremeciéndose, los jodidos tambores de Tenochtitlán.
Cortés, con cara de funeral, no se había ido por las ramas: tenían que romper el cerco. Dicho en claro, eso significaba Santiago y Cierra España, todos corriendo a Veracruz, y maricón el último. De modo que cargaron en caballos cojos y en ochenta indios aliados tlaxcaltecas la parte del oro quec orrespondía al rey, y luego dijo Cortés aquello de ahí queda el oro sobrante, más del que podemos salvar, y el que quiera que se sirva antes de darlo a los perros. De modo que los soldados de Pánfilo de Narváez, que habían llegado los últimos, se atiborraron de botín dentro del jubón y del peto, y bolsas atadas a la espalda, y anillos en cada dedo. Pero los veteranos que habían estado en Ceriñola y en sitios de Flandes e Italia y llevaban con Cortés desde el principio, y nunca se las habían visto como en el matadero de México, procuraban ir sueltos de cuerpo, sin mucho peso. Si acaso, como Bernal Díaz y algún otro, se embolsaron alguna joya pequeña, algún anillo de oro. Cosas que no les impidieran correr en una huida que ibaa ser, eso lo sabían todos, de piernas para qué os quiero. Que no era bueno, como decía la mala bestia del capitán Alvarado, pasearse con los bolsillos llenos en noches toledanas como aquélla.
Bum, bum, bum. Seguía lloviendo cuando abrieron las puertas y empezaron a salir en la oscuridad. Sandoval y Ordás en la vanguardia, con ciento cincuenta españoles y cuatrocientos tlaxcaltecas, con maderos para reparar los puentes cortados. En el centro, Cortés, otros cincuentae spañoles y quinientos tlaxcaltecas con la artillería y el quinto del tesoro correspondiente al rey. Después salieron los heridos, los rehenes, doña Marina y las otras mujeres, protegidos por treinta españoles y trescientos tlaxcaltecas, entremetidos entre los capitanes y la gente de Narváez. Y por fin, Alvarado y Velázquez de León en la retaguardia, con un grupo de los cien soldados más jóvenes que debían moverse a lo largo de la columna, acudiendo allí donde el peligro fuese mayor. Eso, en teoría. En la práctica no había más órdenes que andar ligeros, pelear como diablos y abrirse paso por los puentes y la calzada como fuera. A partir de cierto punto, cada uno cuidaría de su pellejo. Dirección: primero Tacuba y luego Veracruz. Eso, los que llegaran.
Era el turno de los últimos. Tiritando de frío bajo la lluvia, el soldado de los ojos azules terminó de atarse el saco de oro sobre el hombro izquierdo, se ajustó el barbuquejo del morrión, sacó la espada y echó a andar. El agua sobre los ojos lo cegaba, y la oscuridad le impedía ver dónde iba poniendo los pies. La columna se movía con ruido de pasos, oraciones, blasfemias, rumor metálico de armas y corazas. Iba a ser un largo camino, se dijo. Tacuba, Veracruz, Cuba, España. El peso del oro lo reconfortaba. Había venido muy lejos a buscarlo, había peleado y sufrido y visto morir a muchos camaradas por ese oro. Él tenía la certeza de que iba a salir con bien de aquélla; y a su regreso ya no tendría que arar la tierra ingrata en la que había nacido, seca y maldita de Dios, tierra de caínes esquilmado por reyes, curas, señores, funcionarios, recaudadores de impuestos y alguaciles; por sanguijuelas que vivían del sudor ajeno. Con aquel oro tendría para vivir bien y hacer una buena boda, para poseer su propia tierra y su propia casa. Para envejecer tranquilo, como un hidalgo, contándole a sus nietos cómo conquistó Tenochtitlán. Para morir anciano y honrado sin deber nada a nadie, porque hasta el último gramo de oro lo había ganado con su sangre, sus peligros, sus combates, su salud y su miedo.


OTUMBA
© José Luis Muñoz
Y tengan, si quieren leerlo, un fragmento de esta novela en proceso de escritura acerca de una de las mayores epopeyas de nuestra historia: la marcha de Hernán Cortés hacia Tenochticlán. Las luces y las sombras de una conquista.

Cuando desenvainó la espada, los guerreros indios, como si se esperaran su reacción, descargaron desde invisibles arcos, que llevaban ocultos entre sus ropas, una lluvia de flechas. Una rozó el rostro de Hernán Cortés y dibujó en su pómulo un rastro sanguíneo; otra se clavó en la montura de Juan Velázquez de León, que se encabritó y a punto estuvo de desmontar a su jinete. Y otras se clavaron en el torso de un soldado de infantería, el vizcaíno Martín Ramos, en el cuello cuando cayó desplomado, una flecha le entró en la boca, le atravesó la cara, le salió por la garganta, y aquellos dardos lo tuvieron en el barro, debatiéndose entre la vida y la muerte, hasta que ésta lo venció pronto.
─ ¡Españoles! ¡Por Santiago y España!─ gritó Hernán Cortés alzando la espada por encima de su cabeza.
Atacó el puñado de españoles al grupo de indios. Se lanzaron sobre ellos a caballo y a pie y los hicieron huir despavoridos mientras el halach uinik buscaba refugio entre los suyos. Pero entonces, de todas las casas de Potonchán, rugiendo de rabia, salieron centenares de soldados armados con mazas, con espadas de obsidiana, con lanzas, con piedras, arcos y flechas. Era tal el número que por fuerza Cortés, Juan Velázquez de León y los suyos hubieron de retroceder tras repartir golpes a ciegas. Cortaban más aire que carne las espadas, se clavaban cientos de flechas en los escudos con los que se protegían el rostro, que más parecían erizos, soltaban imprecaciones unos y otros contendientes mientras se trababan en un cuerpo a cuerpo. Fue un español, Pedro de Guzmán, el ballestero de Úbeda, en su huída, derribado por el impacto de una maza que le abrió el cráneo con un sordo chasquido. Perdió la visión, mientras trastabillaba y su mano se aflojaba hasta soltar la ballesta con la que apenas había tenido tiempo de disparar dos andanadas. En segundos fue consciente de que su hora había llegado y que su cuerpo iba a quedar en tierra pagana por los siglos de los siglos, que su esposa no podría llorar sobre su cadáver, ni sus hijos verlo por última vez, que ya no habría más amaneceres en playas atlánticas. Barruntó una oración, presto, y cayó a plomo, hundiéndose su frente en el barro y rodando su capacete huérfano de cabeza unos pasos; se precipitaron sobre el caído, como hienas hambrientas, doce indios que lo golpearon con saña hasta que su cabeza no fue más que una pulpa de sangre y pelo con todos los huesos rotos, desmigajados. No eran dioses, morían como todos, tenían sangre bajo la piel, los huesos frágiles. Y mientras, llovían las mazas, con saña, sobre el cadáver del ballestero entre gritos de euforia, saltos, por ese trofeo inerte con cuya sangre se pintaban labios, mejillas, barbilla y pecho, al que le arrancaban con sus cuchillos la cara para devorarla entre aullidos de furia.
─ ¡Hijos de Satanás!
Enfurecido por el hecho de ver perecer ante sus ojos a uno de sus hombres, Juan Velázquez de León espoleó su caballo hacia el grupo, blandiendo la espada en molinete, ciego de ira, sin miedo a la muerte. Rechinaban sus dientes, se estremecían sus párpados, respiraba afanosamente mientras todo, a su alrededor, se envolvía en un extraño silencio y los movimientos se ralentizaban. A unos los derribó con las patas de su caballo enloquecido, que hizo saltar sobre los cuerpos caídos y no paró de patearles hasta escuchar chascar sus costillas; a otros los ensartó con la punta de su espada, traspasándoles el pecho, con ruido seco, sacando el acero de sus carnes con la presión de su pie; pero cuando causó verdadero espanto fue al, de un certero golpe, con toda la potencia de su brazo propulsado por su cólera ciega, separar cabeza y tronco a un guerrero que intentó echarlo del caballo. El acero, sin resistencia, cortó el cuello de un solo tajo, y aquel trofeo parpadeante y balbuciente rodó por los aires antes de caer sobre los atacantes y tiznarlos de sangre. Sin comprender que aquel acero brillante que empuñaba su brazo fuera el causante de aquellas brutales heridas, cuatro indios más cayeron bajo los tajos de su espada que sajaron vientres, hasta desnudar las tripas que en ellos habían, abrieron pechos, desde el cuello hasta el sexo, y cercenaron brazos, manos, piernas, ante los alaridos de dolor de los heridos. Tomó aire el segoviano, tras aquella rápida matanza que hacía que caballo y montura aparecieran pintados de sangre, que ése relinchara excitado mientras pateaba los cuerpos caídos una y otra vez, como si amasara la carne, la reblandeciera. No veía bajo aquella máscara espesa y viscosa, la película de sangre que le cubría el rostro, pero seguía rugiendo, batallando, impartiendo muerte a diestro y siniestro a toda sombra que se moviera como ángel vengador. Llegaron entonces los arcabuceros y Pedro de Alvarado, justo cuando una marea humana de indios, al menos cuatrocientos, descendían por la calle gritando, con el cuerpo decorado con pinturas de guerra y armados con mazas y escudos. Apuntaron sobre ellos la docena de arcabuces, formados en dos filas compactas, la primera rodilla en tierra para no interferir el tiro de la segunda, y abrieron fuego a una, en una descarga cerrada. El ruido fue atronador, el humo, mucho, y el resultado terrible. Con tanta carne reunida lo difícil era errar el blanco. Cayeron, con los pechos abiertos, los cuellos atravesados, la frente hundida, una docena de indios, y el resto, paralizado, se detuvo en seco. Apostaron tres de las piezas de artillería frente a ellos, al mando de Francisco de Orozco, combatiente en Italia, y capitán de artilleros, que mandó abrir fuego aprovechando el desconcierto de los indios y su gran concentración. Mesa, Bartolomé de Usagre y Arbenga, un artillero catalán, prendieron mecha después de cargar bien las bocanas y taparse los oídos con los dedos.
─ ¡Derechos al infierno, hijos de barragana! ─ chilló un exultante Arbenga cuando los proyectiles, a una, salieron de las bocas de bronce, con un fogonazo, y los cañones se encabritaron como caballos desbocados dando un golpe seco sus ruedas en el barro tras alzarse un par de palmos del suelo.
La explosión fue terrible, barrió casas y árboles, cercenó piernas, brazos y cabezas, lanzó cuerpos a muchos pasos a la redonda, por los aires, y cuando se acabó el eco del estampido la calle estaba completamente despejada y el único sonido eran los quejidos de los heridos que buscaban las piernas, brazos que les faltaban mientras se desangraban por las heridas.
Sobre su caballo Cortés pasó por encima de los cadáveres, chapoteó en su sangre, hundiendo el acero en todo cuerpo que se ponía a su alcance. Con su espada persiguió a los que huían, los ensartó en ella.
─¡Quiero que la ira de Dios caiga sobre los que se han alzado contra nosotros! ─ gritó, por encima de los gritos de batalla, de los moribundos, de los disparos y los relinchos de los enloquecidos caballos que iban de un lado a otro pisoteando y coceando.

Comentarios

grock ha dicho que…
Al final este libro vio la luz?

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