LOS RELATOS DE PLAYBOY

RETRATO DE MUJER CON PERRO
José Luis Muñoz


Uno de los lugares de playa más de moda en verano se puede convertir en invierno en algo muy inhóspito, a menos que un encuentro casual en la playa cambie el curso de las cosas... José Luis Muñoz, brillante autor de narrativa erótica, desarrolla para nuestros lectores una ficción ambientada en la costa. Un hombre, una mujer y... un perro.

Ilustración DE MARTIN HOFFMAN

Me había instalado durante una semana en Playa de Aro con la intención de escribir. Mi plan era redactar en tan breve lapso de tiempo, completamente aislado en aquel bloque de apartamentos vacíos y fantasmales que se erguían, como un monolito, en la playa, una novela de doscientas páginas que, en condiciones normales, me habría llevado quizá un mes y el doble de tiempo su corrección antes de poderla enviar al editor. Estaba convencido de que allí, junto al mar grisáceo, sintiendo como la bruma húmeda calaba mis huesos, con aquel silencio que me rodearía, la inspiración me vendría a galopadas y no habría nada que me pudiera desconcentrar. Y no me equivoqué. Pero el precio estaba resultando muy caro. A la tercera noche, la humedad se había incrustado en mi cabeza como un malsano pólipo, y un insoportable dolor me corroía las sienes. Sólo mi testarudez me impedía tirar la toalla y regresar a mi cómoda casa de Barcelona.
Iba ya por la página ciento cincuenta de mi nueva novela y notaba que estaba al límite de mi resistencia. Mis jornadas eran de catorce horas y apenas me daba un pequeño respiro para comer cualquier cosa y cerrar los ojos tumbado en el sofá. Quien cree que un escritor no trabaja es que no conoce el oficio. Decidí seguir con la escritura, convencido de que mis personajes se impregnarían de la dureza del entorno, que conseguiría transmitir a sus almas el frío y la desazón que me embargaban. La novela transcurría en Playa de Aro, en invierno: sólo tenía que transmitir mis propias sensaciones al papel con esa vieja máquina de escribir que truncaba el silencio de la noche escupiendo palabras contra el papel.

Ese tercer día ocurrió un pequeño accidente mecánico que truncó el proceso creativo. La tecla correspondiente a la tecla A, que iba bastante dura, se trabó por completo y dejó de impresionar el papel. A duras penas acabé el folio, utilizando la pluma para rellenar los huecos en el texto dejados por la tecla reacia. Aproveché la avería técnica para embutirme en mi gabardina negra, calzarme las botas y bajar a la playa. Creía que el incidente era providencial, porque ya estaba harto de mi encierro monacal y necesitaba respirar aire, aunque fuera frío y húmedo.
La playa aparecía desierta hasta el horizonte. El mar era una superficie gris espumeante y la humedad se condensaba en gotitas que fluían de mi nariz mientras avanzaba por aquel maldito paseo marítimo en obras, con trazas de no terminarse nunca, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón de pana y las solapas de la gabardina alzadas guardándome el cuello del aire helado. Llevaba un buen rato paseando a la orilla del mar cuando distinguí una figura humana que se dibujaba contra la arena. Me acerqué a la persona silueteada en el horizonte con morbosa curiosidad. Según me aproximaba, me di cuenta de que era una mujer, rubia por más señas, cuya cabellera de oro el viento hacía ondear como una bandera, y que estaba jugando con un perro al que yo no había distinguido en un principio por ocultármelo la arena.
Algo me sucede con los perros. Ellos nunca han sentido indiferencia hacia mí. No sé qué extraño tufillo debo desprender que les excita, y en nuestras relaciones no caben las medias tintas; o se lanzan cariñosamente sobre mí, apoyan sus pezuñas en mi pecho e intentan lamerme la cara en desmesuradas muestras de afecto, o me hincan el diente con furia en la pernera del pantalón sin hacer caso de mis protestas.
Decidí dejar a un lado mi curiosidad e internarme por las calles del pueblo por lo que pudiera pasar, pero ya era demasiado tarde: aquel maldito animal me había olfateado y se acercaba al galope ladrando. No era un experto en el lenguaje de los perros, ignoraba si sus ladridos eran cariñosas salutaciones o soeces improperios, pero lo que sí habría aprendido de mis turbulentas relaciones con los canes era que nunca se les debía dar la espalda y que era preciso hacer lo indecible para que el miedo, que te hacía temblar de arriba a abajo como una caña, no lo percibiera el animal.
─ ¡Tim, ven aquí! ¡Tim, ven aquí!
No estaba para apreciar el tono sensual de la voz de aquella mujer, hasta para llamar a su fiera. El perro se había detenido a sólo un par de metros de mí haciendo una espantosa exhibición de sus caninos, por entre los que pendía la lengua rosada barnizada de espumarajos. Le caía rematadamente mal, eso era evidente, y eso que no había hecho absolutamente nada para que así fuera salvo salir a pasear a una playa que debía considerar su territorio. Era una mezcla de perro lobo de pelaje oscuro y mastín y yo sabía de la potencia de su mandíbula porque cuatro años atrás la había probado contra mi brazo: cuatro puntos de sutura y un mes de curas de aquella herida supurante de la que manaba un líquido aguado después de que la sangre dejara de hacerlo. Con aquel recuerdo en la mente permanecí completamente quieto, sin decir palabra, mientras la dueña del animal se aproximaba sonriente, lo cogía por el collar y me decía:
─No tenga miedo, es muy manso.
Esa es la frase hecha con la que las dueñas de las fieras tratan de quitar hierro a las amenazas de sus asesinos en potencia. Me fijé en ella. Parecía extranjera por lo rubio de su cabello y la palidez de su piel que era casi transparente. Daba la sensación de ser más bien corpulenta, pero era muy difícil llegar a imaginar su cuerpo debajo de la tonelada de ropa de abrigo que la envolvía: suéter de lana, anorak, pantalones de pana, botas de piel hasta la rodilla y guantes.
─Hace un día horrible, ¿no? ─me dijo con una entonación cantarina, alzando los ojos hacia el desapacible cielo.
─Sí. Es uno de los peores inviernos ─corroboré, tratando de adivinar de qué país era.
─Yo he terminado por acostumbrarme. En invierno hiberno, como los osos, y sólo salgo de mi guarida para sacar a pasear a Tim.
─ ¿Vive todo el año aquí?
─Sí, todo el año.
─Tiene que ser muy aburrido ─comenté─. En verano es otra cosa, esto está mucho más lleno, hay vida en el pueblo, todas las tiendas están abiertas.
─En verano esto es un asco ─me cortó.
Eso era lo que yo también pensaba y ahora lamentaba no haber sido más sincero con ella. Me ofrecí a acompañarla por su paseo al lado del mar y no opuso inconveniente. Tim, el perro, trotaba diez pasos por delante de nosotros y ella le lanzaba de vez en cuando troncos de ramas de los muchos que el oleaje, en los días pasados de temporal, había arrojado a la arena.
─ ¿Y usted qué hace? ¿También vive aquí todo el año?
─No, ¡qué va! He venido a pasar unos días, aislarme para escribir alguna cosa.
─ ¿Es usted escritor? ¿En serio? Debe ser muy apasionante su profesión. ¿Cómo se llama? Puede que haya leído alguno de sus libros.
Se había detenido y me miraba con un cierto arrobo que a mí me perturbaba.
Le dije mi nombre y ella casi se excusó por no conocerme.
─No leo mucho, la verdad. Pero tiene que ser fascinante escribir.
─No crea. Hay mucho mito. Lo único bueno, y a veces se convierte en un inconveniente, es que no tenemos horarios.
─Pero… el placer de la creación, la inspiración... ─protestó ella.
─ ¿La inspiración? Es enfrentarse todos los días a un papel en blanco e intentar rellenarlo como sea. Al final sale algo, por aburrimiento.
─Peca de modesto. Yo admiro a los artistas.
─ ¿No tiene ganas de tomarse un café? Le invito ─corté, desviando la conversación.
Nos metimos en una de las pocas cafeterías que permanecían abiertas fuera de temporada. No había nadie y el dueño nos miró como se mira a un par de locos. Hablamos de literatura. Ella parecía sentirse muy bien escuchándome mientras el aroma del café subía agradablemente hasta nuestra nariz y Tim permanecía quieto a sus pies. Ante su insistencia, terminé hablando de la novela que estaba ultimando si no me congelaba antes en mi inhóspito apartamento.
─Es una novela negra. Un trhiller que transcurre en Playa de Aro y protagonizan un par de policías municipales. Hay sexo, violencia, corrupción urbanística y amor.
─Pinta bien.
─Y tú, ¿qué haces? ¿Eres extranjera?
─Holandesa. Pero llevo ya tiempo aquí, muchos años.
Había algo en ella que me atraía. Bueno, me atraen casi todas las mujeres. Quizá fuera su mirada y que no me miraba cuando hablaba sino que lo hacía por encima de mi hombro.
─ ¿Dónde vives? ─le pregunté con cierta familiaridad cuando salimos del bar.
─En una casa justo ahí, detrás de la Iglesia.
La iglesia, encalada, estaba retirada del mar, en una pequeña placita, algo escondida entre pinos.
─Te acompaño.
─Si quieres...
No sabía en qué iba a acabar todo aquello, pero la simple posibilidad de una aventura me excitaba.
Vivía en una casa de una planta, modesta pero con todo el encanto que le da la autenticidad, una vivienda de la época en que Playa de Aro fue un pueblo costero en el que aún no se habían fijado los especuladores que luego lo masacraron a golpe de rascacielos. Con una sonrisa de complicidad me invitó a entrar. Tomaríamos otro café.
No acababa de gustarle al perro. Me miraba torvamente y no cesaba de gruñir mientras subíamos las escaleras. Parecía como si adivinara claramente mis intenciones y me consideraba su rival. ¿Lo hacía con todos o yo era especial para él?
─ ¿Cómo te gusta el café?
─Sin azúcar y solo.
Se había desprendido del anorak, del jersey de lana grueso, y su cuerpo resultaba apetecible bajo la amplia camisa que lo envolvía y rozaba sus abultados senos. Me aproximé a ella por la espalda y, de sopetón, la hice girar y puse mis labios en su boca. La decisión era muy arriesgada. Me exponía al bofetón o, si ella era educada, oír que por favor la dejara, pero también podía conseguir su asentimiento. Y así fue. O yo le gustaba o estaba muy aburrida para rechazar un plan. Me di cuenta por lo profundamente que hundió su lengua húmeda en mi paladar y por la intensa fuerza con que me estrechó contra sí trenzando sus brazos alrededor de mi cintura. La toqué por encima de la ropa y ella suspiró, excitada, restregando su boca por mi cuello.
─Vamos al dormitorio. Me muero de ganas de hacer el amor con un escritor ─susurró con una sonrisa bailando en sus labios.
Me cogió de la mano y me condujo a su habitación. El perro nos seguía y yo temía, mientras avanzaba por el pasillo, verme envuelto en una especie de menage a trois en el que uno de los vértices fuera el can. Pero no, ella cerró la puerta del dormitorio de una patada y oímos a Tim ladrar lastimeramente como un amante rechazado, al otro lado.
Se desnudó con naturalidad, como si lo practicara doscientas veces al día. Tenía el pecho grande, como había intuido, y un trasero respingón. La tomé entre mis brazos y comencé a besarla por todas partes; estaba muy excitado y deseaba hacerla mía sin más preámbulos. Ella ofrecía una femenina resistencia a mis caricias, lo que me enardecía aún más, mientras me envolvía con una mirada turbia de lujuria. Cuando me acoplé a su sexo, me clavó sus dedos en mi cintura y me besó de tal modo que temí me arrancara los labios. Me moví en su interior muy despacio, a cámara lenta; no quería terminar rápido, y desistí de rozarle los senos para poder controlar mi orgasmo. Tenía un sexo estrecho que se adaptaba como un guante, y su vello púbico, corto como el pelo de un cepillo, me rozaba produciéndome un agradable cosquilleo en mi ingle. El perro, mientras tanto, parecía percatarse de lo que estaba sucediendo en el dormitorio de su ama y no cesaba de gruñir y arañar la puerta con un lamento de amante despechado.
─ ¡Córrete ya! ─me susurró al oído.
Abrí sus muslos con feroz energía, ella colocó sus piernas sobre mis hombros, y seguí penetrándola con verdadera fruición. La mujer del perro explotó con una cascada de gemidos entrecortados y a mí su placer sísmico me excitó sobremanera. Comencé a bombear mientras lamía con fruición los rosetones de sus senos y le hundía los pulgares de los dedos con fuerza en la raja del culo, lo que le provocó dos o tres rápidos orgasmos seguidos.
Ambos éramos de los que nos daba por fumar después de un buen coito. Encendimos un cigarrillo cuando acabó todo y nos tapamos con las mantas tras dejar las colillas humeantes aplastadas contra el cenicero. La abracé por la espalda, arrimando mi polla a su tibio trasero, y crucé mis manos sobre sus tetas tibias.
─ ¿Puedo pasar la noche aquí? ─aventuré a preguntarle.
Deseaba fervientemente su asentimiento. Me imaginaba el frío apartamento junto a la playa y lo veía decorado de estalactitas y estalagimitas. Un escalofrío me sacudió desde la punta de los pies al último cabello de mi cabeza.
─Puedes.
Se estaba muy caliente en aquella cama, y más con el cuerpo de ella encima de mi hombro, sintiendo sus muslos tan próximos a los míos y su respiración entrecortada junto a mi oreja. Se había dormido profundamente, había caído en el abismo del sueño con una rapidez envidiable. La miré alejando mi cabeza de la de ella. Era bastante bella; tenía la nariz afilada y corta, los labios gruesos en forma de corazón y la barbilla suave, pero lo mejor seguía siendo su exuberante cuerpo.
No pude dormir a mis anchas durante la noche. Tim, el maldito perro, no dejó de gruñir y de patear la puerta con sus pezuñas hasta el alba. Ella debía estar acostumbrada y durmió como los ángeles. ¡Cuánto la envidié!
A la mañana me levanté, me deslicé de la cama, me vestí y le di un beso, sin despertarla, para regresar a mi cubil.
Tim abrió los ojos, echado en el suelo, me miró y no dejó de gruñir hasta que yo no hube cerrado, sin hacer ruido, la puerta de la calle.

***

Terminé la novela. Lo había conseguido por fin y en un tiempo récord, un día antes de que acabara la semana. Puse la palabra fin a la página trescientos. Me levanté de la silla profundamente realizado mientras me frotaba las manos ateridas de frío. Al final, había optado por dejar la máquina de escribir de lado y me había decidido por la pluma. El problema sería luego interpretar mis hojas manuscritas.
Decidí bajar a la playa. Hacía todavía un día más desapacible que dos días atrás, cuando tropecé con la mujer del perro, y el viento levantaba olas cada vez mayores en la superficie gris del mar. El frío se me metía por entre los botones abrochados de la gabardina. Un agüilla helada escapaba de mi nariz. Comencé a toser. El cielo tenía un perturbador color plomizo. Iba á regresar otra vez a mi apartamento, a refugiarme al calor dudoso de la estufa eléctrica, cuando divisé un bulto en la lejanía. Agucé la vista. Estaba por jurar que se trataba de un perro. Me aproximé decidido a confirmar mis sospechas. No había ninguna duda, me dije cuando sólo estaba a unos cien metros, de que se trataba de Tim y su dueña debía de andar cerca. Me la imaginé desnuda y tibia, y aquella visión me hizo caminar más deprisa. Me apetecía celebrar con ella el final de mi novela. El perro me olisqueó pese al vendaval que comenzaba a soplar y que levantaba nubes de arena que se me clavaban en la cara como perdigonadas. Comenzó a ladrar y vino hacia mí al trote. Estaba muy cerca y no había ya ninguna duda de que se trataba de Tim, lo reconocía por su collar de cuero negro y su pelaje oscuro.
─Hola, Tim ─le dije al mismo tiempo que alargaba mi mano para acariciarle la cabeza.
Esperaba su lengüetazo cálido que fuera el preludio del anhelado lengüetazo lúbrico de su ama, pero en vez de ello experimenté el doloroso corte de sus dientes rasgando mi carne y un chorro de sangre que humedecía mi mano al mismo tiempo que un dolor insoportable me sacudía.
─ ¡Puto perro! ─grité, sacando como pude la mano de sus fauces.
El perro rugía y me observaba con ojos de fiera rabiosa, excitado por el gusto acre de mi sangre. Comprendí inmediatamente sus intenciones. Abría la boca, jadeaba como un demonio, se le habían dilatado las pupilas hasta hacérsele enormes y se aprestaba a saltar sobre mí. Miré desesperadamente a derecha e izquierda, pero no había rastro de su dueña. ¿Dónde se habría metido? Grité y mi chillido horrible sólo sirvió para soliviantar más al can. Saltó sobre mí, me derribó y buscó mi cuello con la precisión del asesino profesional. Sentí como sus dientes, afilados como cuchillas, se hundían en mi carne blanda sin encontrar apenas resistencia mientras jadeaba excitado y gruñía de satisfacción. Me ahogaba entre los borbotones de mi propia sangre mientras, en mi último desespero, trataba de apartar la enorme cabezota del can sin conseguirlo.
Cuando me desvanecí, alguien lo llamó. Quizá fuera ella. El perro soltó mi cuello, pegó un salto y salió a la carrera. Yo no pude gritar, aunque lo intenté con vehemencia, a lo más levantar tímidamente el brazo y hundirlo definitivamente en la arena mientras sentía inevitablemente como toda la vida escapaba por mi herida y una tela velaba mis ojos. Ya no me dolía nada, ni la herida del cuello: eso no es bueno, me dijo mi subconsciente.
Aquel maldito macho se alejó moviendo el rabo, dándome la espalda, orgulloso de su hazaña.
Comprendí por qué ella siempre viviría sola mientras perdía al perro de vista: Tim no aceptaba rivales. Y no hubo película de mi vida ni pensamientos trascendentales, sólo el lamento interior de qué iba a ser de mi novela póstuma y que yo no iba a verla publicada.
¡Puto perro!


Retrato de mujer con perro fue publicado en el número 163 de la revista Playboy de julio de 1992

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