diario de un escritor

30 de junio de 2010

Cerrado mi asunto con Hacienda hasta la próxima escaramuza. Una horita en la delegación saltando de ventanilla en ventanilla y depositando papeles que una funcionaria sella sin mirar. Reclamaciones varias que veremos si surten efecto. Y pasados unos días, cuando mi ánimo se serene con una paella que me están cociendo en Fuengirola, destilaré una carta vitriólica dirigida a la misma ministra de Economía preguntándole quién les vendió ese maravilloso programa PADRE, o MADRE, con el que todos los contribuyentes, gestores de este país y los propios funcionarios están que se salen de contentos. Si contabilizamos las miles, o millones de horas, que se han perdido rellenando con dicho engendro las declaraciones de renta de este país la huelga de del metro de Madrid y la general que se avecina es pecata minuta.
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Estoy tentado de hacer una foto del salón, comedor y despacho de mi casa, pero desisto para no deprimirme. Paisaje después de la batalla con Hacienda de estos últimos días, papeles y más papeles, económicos y literarios, que se funden en mi mesa junto a tijeras, un mando a distancia, grapas, grapadoras, encuadernadores, etiquetas, recibos variopintos ─ lo que tiene repasar los recibos de un año es que te enteras que pagaste el hotel de una desconocida con tu visa hará seis meses, y no un día sino dos con desayuno bufet, y sólo espero que ella pagara la factura de mi habitación, para compensar el error, que sólo fue una noche con desayuno continental ─ , certificados, fasteners, sobres, mochilas, bolsas de tela y de plástico, tóners, cajas de tóners, capelinas que salieron de una mochila, etc. etc. El caos más absoluto que ha ido creciendo a lo largo de los últimos días. No hago la foto, no, porque sería terrible. Me recuerda al estudio del pintor Francis Bacon en sus momentos más álgidos de locura. Y suerte que soy escritor y no pintor o escultor.
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Savater escribe sobre el burka y sus prohibiciones preventivas. Se ha encontrado uno en un pueblo de Catalunya y yo he censado otro en Granada, una mujer que va de negro y da miedo verla, sobre todo porque se puede caer. Lo de la prohibición del burka, cuando no hay, tiene su gracia. Y si prohíben el burka será peor para las pocas mujeres que lo utilizan, porque entonces no saldrán a la calle. Habría que preguntarles, no obstante, si se lo ponen porque les apetece, porque les molesta que las vean, o si lo hacen obligadas por el marido. Si prohibimos el burka, los tres burkas que deben circular por las calles de España, ¿qué haremos con los capirotes de Semana Santa, con esos encapuchados que los turistas toman, no sin razón, por miembros del KKK y esos son miles y están toda una semana para arriba y para abajo? ¿Ellos y ellas ─ me cachis con este lenguaje antisexista que se mete entre las teclas del ordenador ─ podrán ir tapados hasta las cejas y las rigoristas musulmanas tendrán que ir con la cara al aire? No me parece de recibo. Pero es que últimamente nada es de recibo.
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