CINE

MELANCOLÍA
Lars Von Trier



La filmografía del danés Lars Von Trier se va cimentando obra tras obra y no deja de sorprenderme, aunque no siempre positivamente. Esa obligación de epatar, de ir siempre más allá en cada una de sus películas, puede mermar muy seriamente el producto resultante y conducirlo a un callejón sin salida. Von Trier se sabe noticia y eso puede ser muy peligroso para él y para su cine. Por unas declaraciones desafortunadas sobre el nazismo fue expulsado del festival de Cannes que, sin embargo, premió su película a concurso. Un ejemplo de la primacía de la obra por encima de su propio creador.
Anticristo, su película precedente, y polémica, quedaba seriamente dañada, según mi parecer, por esa deriva de ultraviolencia final que quedaba totalmente descontextualizada de la película que, hasta ese momento, era muy estimable. Melancolía es mucho más sosegada y huye de esos excesos visuales, aunque haya en ella mucho Lars Von Trier y dogma.
El último film del director de Los idiotas se articula como una sinfonía, y es que la música, ese preludio de Tristán e Isolda de Wagner, puede que el compositor que más ha hecho por la épica en el cine, acompaña casi todas las imágenes del último film del realizador danés, hasta el punto de que es difícil imaginarla sin los grandilocuentes compases del compositor alemán.
Se inicia la película con un preludio bellísimo de imágenes en descomposición, plano a plano, de una plasticidad absoluta y dotadas de halo trágico, para seguir con los dos movimientos, correlativos pero bien diferenciados. El primero es coral y relata la larga secuencia de la boda frustrada entre Justine (Kirsten Dunst), una joven con desequilibrios emocionales, y Jack (Stellan Skarsgârd), un tipo perfecto que, además de rico es guapo, ceremonia que deviene en violento psicodrama de personajes enfrentados que convierten lo que tiene que ser un momento forzadamente feliz en una tragedia de desencuentros entre los propios novios, por el carácter psicopático y depresivo de la novia, y de los padres de ésta, Dexter (John Hurt) y Gaby (Charlotte Rampling) que se lamentan en público de sus pasadas desavenencias y lanzan sus prevenciones hacia el matrimonio, todo ello filmado por Lars Von Trier cámara al hombro y con barridos violentos, pura gramática dogma que a mí, en particular, ya me empieza a pesar.
El segundo movimiento de esa sinfonía trágica que cierra el film es el fin del mundo según Trier, cuando un extraño y bello planeta, Melancolía, se aproxima a la Tierra, y cuatro personajes, aislados en la mansión en donde se frustró la boda, la novia, su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg), el marido de ésta John (Keifer Sutherland) y el hijo de ambas, afrontan sus últimos momentos de existencia entre confesiones privadas y señales inequívocas de amor. Una segunda pieza, pues, intimista y rodada según los patrones clásico del cine que el cineasta demuestra conocer.
Melancolía es la obra de Von Trier más trascendente (al hilo de otro film filosófico que le precede: El árbol de la vida de Terrence Malick) y filosófica, una síntesis de su doctrina dogma, que le sirve perfectamente para apuntalar la larga secuencia de la boda (que remite a la de Celebración, de su discípulo Thomas Vintenberg) y de virtuosismo antidogma, más próximo a Europa que, para mí, sigue siendo su mejor película, que encontramos en el preludio y en el segundo movimiento con extraordinarios planos cenitales, por ejemplo, de los caballos galopando bajo la niebla o ese Apocalipsis desprovisto de efectos especiales, pero tan efectivo, con que cierra Von Trier su película y deja noqueado al espectador.
En el fondo de este film complejo, fascinante, desasosegante y, a ratos, algo plúmbeo por su excesivo metraje, hay mucho Bergman, cineasta que, junto al danés Dreyer, sigue siendo central en toda la filmografía que llegue del norte de Europa, porque los personajes de esa boda frustrada, atormentados, desequilibrados y burgueses nada complacientes con su rol, parecen sacados de las películas del gran maestro sueco en su amarga reflexión sobre la vida. Y hay mucho Tarkowski en los planos grandilocuentes, mudos, en esa fotografía verde/gris tan sabiamente utilizada para hablarnos de la insoportable levedad del ser frente al cosmos, de esa segunda parte apocalíptica.
Habiéndose puesto el danés el listón tan alto, lo tiene difícil para sorprendernos, y sorprenderse, con su próximo filme. Espero que no le ocurra como a David Lynch y su sequía después de Erland Empire.
JOSÉ LUIS MUÑOZ

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