DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 8 de junio de 2012
A las ocho y media de la tarde cogí el cuatro
por cuatro, que me compré en la sexta vida sin saber que lo iba a utilizar en
la octava, como me señaló días atrás una buena amiga, y subí, porque hay que
escalar por ocho kilómetros de curvas implacables
y retorcidas, los seiscientos metros de desnivel, que se suman a los
ochocientos del Valle, hasta la pista del Bosque de los Ciervos, denominación
propia, por el que últimamente me pierdo buscando paz y sosiego.
El final de la tarde era tan brumoso como el
último día que estuve en ese mismo paraje; la pista estaba embarrada; los
abetos emergían de la niebla como hermosos gigantes con sus largas y elegantes
ramas de dos colores. Lloviznaba. Iba pertrechado con mis pantalones de lona
comprados hace meses en Decathlon, una camiseta de manga corta, el chaleco azul de
cazador, al que solo le faltan las balas para que el atrezzo sea perfecto, y
mis sandalias de la séptima vida que me llevan por la octava para sentir la
tierra más próxima a las plantas de mis pies. Me di cuenta de que iba desabrigado, pero era
tarde para remediarlo; de que me iba a mojar, pero no me importaba. Me puse a dar mis
primeros pasos por el bosque armado con mi cámara de fotos y, a los dos
kilómetros de lento paseo (últimamente soy más de paseos que de excursiones, un
matiz importante que me permite saborear la naturaleza y no competir con ella,
que es otra cosa) me topé con dos hermosos ejemplares de ciervo que, al verme,
tras un momento de indecisión (el que aprovechan los cazadores para abatirlos),
huyeron monte arriba perdiéndose en la espesura de ese bosque brumoso que es su
santuario en el que se integran y confunden. Siempre que tropiezo con esos animales, que es cada día que voy al bosque, me cruza por la cabeza la película El cazador y la secuencia en la que Robert De Niro levanta su carabina, apunta, acaricia el gatillo y perdona la vida a un ciervo que tiene a tiro. Sé que si termino comprándome un arma de caza, cosa que no descarto, seré incapaz de disparar. Así es que no creo que acabe comprándomela.
Seguí andando, acompañado por el ruido de los
arroyos, la lluvia y el cantar incesante de los pájaros, un coro musical que me
acompañaba en ese paseo tardío (lamento no tener más nociones de ornitología,
ni de botánica, no tener nociones de casi nada, ser un perfecto ignorante de
este hábitat que admiro y disfruto) por una pista encharcada que me obligaba,
en ocasiones, saltar esas pequeñas lagunas formadas por el agua de la lluvia y
los pequeños cursos de agua que cruzaban el camino. A las nueve de la tarde, o
de la noche, según se mire, emprendí el regreso sin acelerar el paso. La luz
iba menguando y las nubes se iban adueñando del camino convirtiendo el bosque
en un territorio de fantasía. Mi vista, forzada a ello, se iba adaptando a esa
progresiva falta de visibilidad del fin del día. Llegó un momento en el que el
silencio se hizo absoluto; los pájaros del bosque dejaron de cantar, de
repente, y sólo podía escuchar el ruido de mis pisadas amortiguadas por el
barro del suelo.
Y fue entonces cuando lo vi, imponente, detenido
en el camino, emergiendo de la bruma: un ejemplar enorme de
ciervo macho que no se movía mientras yo seguía acercándome a él. Me di cuenta,
entonces, de que no podía ser un ciervo, que la oscuridad, la distancia, la
niebla, empezaban a producirme visiones, porque el supuesto animal no se movía,
permanecía quieto, como un alto arbusto que adaptara su forma. Era eso, un pequeño
árbol que, de lejos, podía parecerme un ciervo, me dije, mientras la distancia
se acortaba y yo me lamentaba de mi falta de visión. Y el arbusto se puso en
marcha, saltó hacia delante, corrió ladera abajo, se perdió en la espesura del
bosque y minutos más tarde oí su inconfundible bramido rompiendo el sacrosanto
silencio. Un ciervo que, bajo la bruma, cuando la luz mengua por el anochecer,
debió creer que yo era un arbusto que andaba.
Cuando ya llegaba al coche, a las diez, de la noche ya aunque todavía había algo de luz, me di cuenta
de una cosa que llevo advirtiendo últimamente: mi pertenencia al bosque. Es algo
que resulta difícil explicar, pero tengo la sensación de que vengo de él y a él
he regresado. El bosque siempre tiene algo de mágico, fantástico, llega a inquietar porque no sabemos qué se oculta tras sus troncos, en su espesura. En el bosque, curiosamente, me siento protegido, bajo techado, como esos ciervos que veo todos los atardeceres en el Valle.
Comentarios
[Era eso, un pequeño árbol que, de lejos, podía parecerme un ciervo, me dije, mientras la distancia se acortaba y yo me lamentaba de mi falta de visión. Y el arbusto se puso en marcha, saltó hacia delante, corrió ladera abajo, se perdió en la espesura del bosque y minutos más tarde oí su inconfundible bramido rompiendo el sacrosanto silencio. Un ciervo que, bajo la bruma, cuando la luz mengua por el anochecer, debió creer que yo era un arbusto que andaba.]
Este párrafo es muy bueno.
Fod. Vikinga.
Un beso José Luis, estamos contigoooo
Gracias.