DIARIO DE UN ESCRITOR
Quimper, 9 de
noviembre de 2012
Kocinzsky llega a Quimper a primeras horas de la mañana, dos horas
después de haber desayunado en su hotel. Aparca el coche en una calle próxima
al río, tras sacar el correspondiente ticket y dejarlo bien visible junto al volante
del coche, y empieza su paseo por la ciudad. Se admira, tras sus primeros
pasos, por la belleza y armonía de la urbe. Pero eso empieza a ser habitual en
todas las ciudades de Bretaña: si una ciudad es bella, la siguiente lo es más.
Quimper, o Kemper en bretón, tendrá poco más de setenta mil habitantes.
Una ciudad media francesa que a Koczinsky, como todas las ciudades que está
viendo en este recorrido sentimental, le provoca envidia. Una ciudad media
francesa en nada se parece a una ciudad media española, aunque Quimper diga
hermanarse con Orense. Una ciudad media francesa tiene teatros, cines, salas de
música, bibliotecas, grandes librerías, organiza festivales literarios, sus calles
tienen una limpia impoluta, los establecimientos exquisitos subrayan el encanto
de lo antiguo, las flores abundan y forman parte de la decoración urbana y el
ruido está proscrito de sus calles. No ha visto, en todo lo que lleva de viaje,
una sola discusión de tráfico ni ha oído el sonido de ningún claxon francés. No
ha oído una palabra más alta que otra ni ha visto un ceño fruncido.
Las dos torres góticas, dos agujas estilizadas de piedra, de una
iglesia le guían a Koczinsky a la hermosa catedral de Saint Corentin, ubicada
en una enorme plaza semipeatonal, frente al ayuntamiento en el que luce la
bandera bretona de rayas blancas y negras junto a la de la república y la
europea. Antes Koczinsky ha podido comprobar que todos los puentes para
viandantes que cruzan el río Odet están ornados con flores, casi siempre
amarillas, grandes y vistosas, y que las fachadas de las casas y
establecimientos poseen vivos colores para paliar la palidez del azul del cielo
bretón. En los alrededores de esa catedral imponente de estilo gótico, y de la
que emergen numerosas agujas, se alinean las tiendas de loza. Los platos de
Quimper, algo naifs pero exquisitos en sus detallistas grabados de época, son
una de las atracciones turísticas de la ciudad. Koczinsky repasa la loza, entra
en la tienda de más solera, L’art de
Cornuailles, fundada en 1690 y cuya fachada está recubierta por numerosos
platos, husmea, mira los precios que están en la parte de debajo de las
vajillas, pero no compra.
La catedral de Quimper le sobrecoge por su belleza y altura, también
por su claustro exterior, modesto pero original. Es un edificio muy estilizado
y los arcos ojivales de su planta de crucería distan al menos cincuenta metros
del suelo. Pero lo que más le llama la atención a Koczinsky de esa exquisita
pieza de arte gótico con refinadas nerviaciones son sus vidrieras. Los maestros
vidrieros que intervinieron en los vitrales de la catedral de Quimper son
realmente artistas que dominan la composición y saben combinar los maravillosos
colores que resplandecen con la luz de la mañana. Apóstoles, evangelistas,
escenas de la anunciación de la virgen, ninguna de martirios o crucifixiones, adornan
la enorme y luminosa catedral y le regalan una luz multicolor. Se da cuenta
Koczinsky que la imaginería que adorna las iglesias francesas, como las escenas
religiosas que reproducen esos vitrales bellísimos, no tiene el cariz
sangriento y macabro de las iglesias españolas que se obsesionan por el
martirio. Es como si el catolicismo francés hubiera sido más suave y
sofisticado, no tan bárbaro.
Al final de su paseo por el interior de la luminosa catedral tropieza
Koczinsky con Juana de Arco marmórea que preside uno de los altares laterales.
La Doncella de Orleans, con armadura y mirada al cielo, junta las manos
mientras el estandarte se apoya en su espalda. Ha tenido el escultor la
precisión de labrar un rostro bello pero ausente, por completo, de la más
mínima sensualidad.
Cuando sale a la calle, la ciudad de Quimper aparece suavemente
azulada bajo un cielo en donde las nubes blancas se cuartean. Reina, como en
toda Bretaña, esa luz negra propia del Atlántico que ha visto previamente
Koczinsky en Huelva o en Lisboa y que le fascina por el contraste con la blanca
mediterránea. Pasea, cámara en mano y con mirada fotográfica, por las calles
recogidas del centro que desembocan en plazas y le ofrecen nuevas perspectivas
con sus conjuntos de casas singulares, todas distintas pero en armonía. Entre
los muchos establecimientos centenarios de la ciudad, ubicados en viviendas
antiguas cuyas fachadas aparecen cruzadas por vigas de madera de colores, le
llama especialmente la atención una que se llama Les macarons de Philomenne presidida por una escultura de la tal
Philomenne ubicada sobre una repisa de piedra, entre dos ventanas a cuarterones,
y sobrevolando sobre la puerta de entrada. Philomenne es una joven francesa
ataviada con doble falda azul, camisola y con toca que cubre sus cabellos. Es
un salón de té y se lamente Koczinsky de haber desayunado previamente un café
con leche y un pastel bretón y no tener el hambre suficiente para entrar y
buscar una mesa.
Deambula Koczinsky por esa población de casas de dos y tres pantas, de
tejados inclinados, abuhardilladas y con dos chimeneas en sus extremos, una
constante ésa, la de las dos chimeneas, que es común a todas las viviendas
bretonas y libra a sus habitantes de la perenne humedad y el frío. Antes de
llegar al mercado de la ciudad le sorprende a Koczinsky una farmacia de fachada
de madera verde y con un hermoso rótulo de época que anuncia su actividad. Para
encontrar establecimientos con solera en España hay que viajar al Madrid de los
Austrias.
Siguiendo el río Odet, un curso de agua oscura remansada en donde
nadan patos, pero por la otra orilla, descubre Koczinsky un hermoso edificio
con aspecto de chateau flanqueado por
dos torres con cubiertas cónicas de pizarra, seguramente un edifico oficial que
no acaba de identificar, y ya dónde la ciudad parece terminar, el aristocrático
teatro versallesco, asomando la faz frente a uno de los muchos puentes y
rodeado de la vegetación de un parque del que forma parte.
Se ha habituado Koczinsky a los horarios franceses y a las doce y
media busca restaurant para el almuerzo porque siente el vacío en su estómago.
Una de las calles que trepan por una suave colina y nace de la plaza de la
catedral le lleva a uno que parece apetecible, un establecimiento pequeño,
antiguo y de pocas mesas. No es Koczinsky el único comensal. Dos parejas y una
familia con dos vástagos dejan sólo una mesa para dos disponible que es donde
la atenta camarera, una muchacha delgada, de cabello rizado y grandes ojos
azules, le acomoda. Escoge el plato del día por quince francos de una carta
breve mientras la muchacha espera con una sonrisa en los labios. Huyendo de las
galettes bretonas, que se le
indigestaron en Saint-Malo, se decide por una ración de mejillones y pide para
beber una cerveza blanca.
—Bon apetite,
Monsieur—le canta la camarera bretona.
Se ha habituado Koczinsky a comer solo y encuentra en ello placer
aunque la desdicha sea no compartirlo con alguien. El plato de mejillones es
digno de Pantagruel y la cerveza no es tan blanca como le hubiera gustado. Para
el postre no tiene dudas. Ha visto una tarta tatin en la mesa de los comensales
vecinos y la pide a la amable camarera antes de que se termine.
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