DIARIO DE UN ESCRITOR
Saint-Malo, 6 de
noviembre de 2012
Deja Koczinsky que suene el despertador y se demora en salir de la
cama. Esos momentos, ese duermevela, ese haraganear despierto entre sábanas,
siempre es un momento placentero. Así es que se alza, se ducha, se cepilla los
dientes y se viste cuando un rayo de sol pálido, como todos los de Bretaña,
pinta una franja de oro en su rostro tras cruzar los visillos de la ventana.
Cuando baja al bar del hotel, él es el único huésped y tampoco ve a
nadie detrás del mostrador, pero en una pequeña mesa redonda (¡qué diminutas
son siempre las mesas francesas!) descubre una taza que debe de ser para él y
unos cubiertos primorosamente envueltos en su servilleta. Así es que se arma de
paciencia y espera que la señora del hotel, una rubia suavemente oronda y
ligeramente madura, deje de limpiar los cristales del establecimiento, entre dentro
y se aperciba de su presencia.
—Bon jour, Monsieur, vous avez bien
dormir?
—Oui, merçi beacoup. Tres
bien.
Unos días más en Bretaña y se le pegará ese
francés cantarín y extremadamente amable que utilizan sus vecinos del norte,
piensa Koczinsky mientras intenta descubrir qué es esa extraña bayeta con
lamparones que le ha traído la señora del hotel en una cestita de mimbre con el
pan tostado, el cruasán, la mantequilla y la mermelada. Cuando lo toca se da
cuenta de que es comestible; una especie de enorme y grueso crêpe que los
bretones llaman gallete. Bebe su café
en silencio y devora esa enorme servilleta después de que el cruasán le haya
abierto el apetito.
Koczinsky sube a su coche, un destartalado y
anciano cuatro por cuatro que cualquier día le dejará tirado en la carretera, y
programa su GPS para que le lleve a Saint-Malo, al otro extremo de la Bretaña,
en uno de sus vértices en donde se funde con Normandía. El satélite, que todo
lo ve, le lleva por una serie de enrevesadas carreteras comarcales, algunas sin
nombre, que cruzan enormes praderas punteadas por vacas frisonas que no alzan
su testa a su paso y siguen en su tarea de segar la hierba con rítmicos
cabezazos de derecha a izquierda. El GPS caprichoso le traza un itinerario por
una Bretaña interior y campestre en donde los únicos vehículos que se cruzan
con el suyo son enormes tractores y pasa por pueblos cuyos habitantes no se han
desperezado porque las contraventanas de sus casas de piedra permanecen
cerradas y el humo humea en sus chimeneas dobles. Luego de cien kilómetros por
ese dédalo de vías escénicas y de empaparse de todos los verdes imaginables, su
satélite le mete en cinco o seis autovías que en poco más de dos horas le dejan
al pie de las imponentes murallas de Saint-Malo, un perfecto oxímoron.
Estuvo en Saint-Malo hace diez años y nada ha
cambiado, como no habría cambiado de haber estado cien años atrás. Una
imponente muralla oscura de cincuenta metros de altura, que bate el mar en sus
días de furia cuando se carga de energía en la otra orilla, y unas cuantas
piezas de artillería, mudas, protegía la ciudad de los corsarios británicos. De
Saint-Malo era hijo Jacques Cartier, el explorador francés que subió por el San
Lorenzo y fundara la ciudad de Quebec. Koczinsky, tras aparcar el coche en una
enorme explanada junto al muelle del puerto, accede a la ciudad por una de sus
puertas principales, que se abre entre dos enormes torreones circulares, y le
recibe, nada más traspasar el portón, un aroma dulzón a kouign aman, los adictivos pastelitos de manzana, y a pasteles
bretones. Puede que en cada manzana de Saint-Malo haya una o dos bulangeries que despachan a los
hambrientos paseantes, demasiados para ser un día laborable, esos deliciosos y
empalagosos dulces. Llega Koczinsky a la hora del almuerzo, así es que busca en
una de las calles paralelas a la de la entrada, que desemboca en su catedral
gótica que alza la aguja de su campanario por encima de sus muros defensivos,
un restaurante para comer y se decide por uno diminuto, lleno de gente que se
agolpa en mesas reducidas, codo con codo, con un más que diminuto mostrador
tras el que una rubia bretona le señala una mesa libre, la única, y una
diminuta cocina enfrente del diminuto lavabo que comparten ambos sexos. Tiene
sed y se decide, a pesar de que todos los demás comensales beben sidra en
tazas, por una cerveza blanca bretona y el menú de galletes, ya que no hay otra opción en ese restaurante. La gallete es parecida a esa bayeta que le
sirvieron durante el desayuno en el hotel de Locronan, solo que de color
grisáceo, salada y rellena, el primer plato, de queso y huevo. Ese plato le
llena tanto a Koczinsky, más bien se le atraganta, que debe pedir presto otra
cerveza blanca bretona. El segundo plato es otra gallete, otra de esas bayetas grises comestibles, rellena de salmón
y queso fundido. Venciendo el aburrimiento gastronómico que le produce esa
pitanza carcelaria, comida quizá de subsistencia para Cartier y los suyos
cuando subían aguas arriba el San Lorenzo y debía zafarse de las flechas de los
hurones, Koczinsky mordisquea ese segundo plato que, a pesar de que el relleno
es diferente, le sabe exactamente igual que el primero. Enemigo de dejar algo
en el plato, rompe la tradición por primera vez en su larga vida. El postre,
una crêpe dulce (una bayeta blanca, más fina y suave), remata esa comida
monotemática que no eleva el concepto que Koczinsky, individuo nada chovinista,
tiene de la cocina francesa últimamente.
Saint-Malo es una ciudad marina, así es que
Koczinsky, tras callejear por sus vías comerciales y horrorizarse de algunos
precios de sus trajes expuestos en una tienda de ropa irlandesa (una gabardina,
420 euros; unos pantalones, 100 euros; una camisa a cuadros, 120 euros; unos
zapatos, 300 euros) sube por una escalinata empinada a la muralla y sigue el
camino de ronda con la vista fija en el horizonte, en la ciudad de Dinard que
se extiende al otro lado de la bahía.
El Atlántico, hoy, esta inusualmente calmo,
tanto que parece el Mediterráneo. La marea desciende y descubre una playa
enorme dejando, en su repliegue, un rastro visible de enormes y oscuras algas
marinas. Un abigarrado conjunto de nubes de diversos colores y tamaños planean
sobre el mar y la ciudad. Una isla, pegada a la costa, se convierte, por el
capricho del movimiento descendente del mar, en península y por el estrecho
istmo, que momentos antes lamía Neptuno, sube Koczinsky a la cima de ese promontorio
herboso desde donde la vista de Saint-Malo, sus playas reverberantes por el
descenso del mar y los diminutos personajes que por ellas pululan, figuritas
humanas, le remiten, directamente, a uno de esos grabados de época de las
ciudades que ha visto en museos.
Si algo tiene Saint-Malo es armonía arquitectónica,
piensa Koczinsky. La ciudad se edificó toda en la misma época; sus aristocráticos
edificios de solidos sillares de piedra, que sobresalen por encima de sus
altísimas murallas, terminan todos en inclinados techados de pizarra que sólo
las enormes chimeneas bretonas, altas, casi planas, situadas a principio y fin
de cada casa, a veces hasta dos más en medio, que dan fe del clima extremo de
la villa, rompen. Todos tienen la misma altura y todos guardan un elegante
aspecto aristocrático del que espera Koczinsky ver salir por sus puertas burgueses
gentileshombres con rizadas pelucas empolvadas sobre sus testas y sombreros de
tres picos y damiselas de cintura de avispa y busto explotando por el generoso
escote. Saint-Malo, toda ella, es un espectacular decorado histórico, una urbe
maciza ideal como escenario de una película sobre la revolución francesa o los
años de excesos del Rey Sol y su corte versallesca.
La brisa marina, fría y húmeda del atardecer,
empuja a Koczinsky de extramuros a intramuros, le obligan a abandonar la isla/península
y regresar a la seguridad de la ciudadela. En el camino de ronda, que hicieron
antaño tantos soldados con sus fusiles cargados de pólvora y bayoneta calada,
oteando el horizonte en busca del pirata Drake, descubre Le Corps de Garde, una crepería de fachada de madera roja y aspecto
british (como los dos ferrys
fondeados en el puerto que esperan la hora de partida para dirigirse a Albión) en
donde se refugian viajeros que huyen de la humedad marina, y allí, sentado
sobre un banco, junto a una mesa corrida, compartiendo codo con codo la
panorámica de la inmensa bahía sumida en la puesta de sol con comedores de
crêpes y bebedores de sidra, saborea en solitario un café con leche con poca
azúcar, quizá porque los bretones la gastan, a espuertas, en esos kouign aman que Koczinsky añora.
Comentarios
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