DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 7 de febrero de 2013
Nevó
ayer por la noche, mientras conciliaba el sueño después de leer una novela de
Mankel que no es policiaca, Profundidades,
que alterno con la obra épica de Andreu Martín Cabaret Pompeya, la novela definitiva sobre Barcelona que desplazará
en el ranking de novelas sobre la Ciudad Condal a La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza. A Andreu Martín lo
leo en mi butacón orejero, con los pies sobre una mesa cuadrada de pino y al
lado del fuego de la estufa de leña: así lo hago porque es un libro de peso,
más de quinientas páginas, y no es fácil maniobrar con él en la cama. Para la
cama utilizo a Mankel. Mis ritmos de lectura con ambos libros son muy
diferentes. Procuro leer cincuenta páginas, de una tirada, de Cabaret Pompeya. Con Profundidad no tengo una media de
páginas; la leo hasta que el sueño me vence y el libro cae de mis manos. De
ambas novelas agradezco la brevedad de los capítulos. Los capítulos de Cabaret Pompeya, una novela negra, pero
también histórica, que en el momento en el que estoy se centra en la revolución
anarquista que sacudió Catalunya durante la guerra civil, para complicar un
poco más el curso de esa lucha fratricida, tienen una media de seis páginas; los
de la novela de Mankel, algunos, apenas tienen media página. A Andreu Martín lo conozco desde hace
veinticinco años. Con Mankel nunca he cruzado palabra.
Ayer no
nevó, sino que lució un sol espléndido, cuando subí a Baqueira Beret y tomé el
camino que lleva a Montgarri, consciente de que no iba a llegar hasta el
monasterio porque me iba a faltar tiempo. La nieve acumulada en la estación de
esquí superaba, en numerosos rincones, los dos metros de altura. Las máquinas
habían aplanado esa pista de nieve y la habían prensado, por lo que no tuve ni
tan siquiera que ponerme las raquetas para andar por ella. El camino, hasta las
cinco de la tarde, estuvo concurrido. Me cruce con un par de trineos, tirados
por caballos percherones, que transportaban una escuela entera (los caballos se
hundían en la nieve y sus cascos dejaban profundos boquetes en la inmaculada
pista), un grupo numerosos de excursionistas franceses que venían de Montgarri,
casi cincuenta, y una esquiadora de fondo que iba acompañada de su perro, un
cachorro juguetón que, en cuanto me vio, saltó encima. La esquiadora de fondo
no era la de mi relato. Otra. Me fijé cómo esquiaba, por si decido, en uno de
mis prontos, comprarme unos esquís e imitarla. Temo no saber frenar en las
bajadas y romperme algo. Y no puedo romperme nada porque mi casa es una sucesión
de escaleras y no admite piernas quebradas.
A las
cinco y cuarto de la tarde, prudentemente, volví sobre mis pasos después de
cruzar un bosque y aparecer ante una cabaña de pastor que ya conozco. Podría
llegar hasta Montgarri, había hecho ya la mitad del camino, pero entonces
debería pernoctar allí o coger un trineo de regreso, así es que regresé, sin
prisas, cuando ya la temperatura empezaba a bajar y disfruté de los últimos
rayos del sol, que hacían que las cúpulas nevadas de las montañas resplandecieran,
y de unas nubes que viraban al rojo por la zona de Montgarri que ya tenía a mis
espaldas.
Llegué
al coche cuando una masa compacta de nubes invadía ese valle helado, ya vacío
de esquiadores que habían dado paso a las máquinas orugas aplanadoras que se
encaramaban por las pistas vertiginosas, y descendí en mi coche casi a ciegas,
sin apenas visibilidad. Aún pude pararme en un mirador despejado de nieve y
hacer unas cuantas fotos al Valle que se sumía en la oscuridad. Y entonces oí
un rumor sordo y suave a mis espaldas y levanté la vista. Parte de la montaña,
parte pequeña, unos cien metros, se deslizaba pendiente abajo. Un pequeño alud
de nieve que arrastraba también tierra, bien visible sobre ese blanco
inmaculado, y que cubría la mitad de la carretera. Antes de que otro alud mayor
taponara mi vía de salida subí al coche y conduje hasta casa.
Hoy la
nieve vuelve a caer, despacio y elegante, copos gruesos y evanescentes, que
vuelan y van cubriendo de blanco tejados y calles del pueblo. La nieve ya ciega
las ventanas de la casa. Pero el frío no es intenso. La nieve ha cortado parte
de mis comunicaciones. No me funciona el teléfono ni puedo ver los canales estatales,
que pixelan o simplemente no veo. Así es que me dedico a escribir, y
reescribir, esa novela que ha ido creciendo, para mi sorpresa, y en la que he
incorporado esa curiosa inscripción que descubrí en una de las viejas casas del
pueblo abandonadas. Debe ser cosa del destino misterioso, pero esa inscripción
resume, curiosamente, lo que es la novela y por eso la cogí. Como un dejá vu. Al final voy a creer en
fenómenos paranormales.
Hoy no
saldré. Nieva con fuerza e imagino que hará frío en el exterior. Hoy me
encerraré, leeré, escribiré, veré alguna película y estaré pendiente de que el
fuego no se apague.
O
seguiré en las cadenas que pueda sintonizar esa novela negra que es el caso
Bárcenas, que sigue dando mucho de sí. Veamos. Bárcenas, a pesar de lo que ha
largado, tiene en su poder otra bomba de relojería que hará estallar si lo
encarcelan o el PP le da la espalda. Curiosamente el PP dispara contra el
mensajero, El País, y se muestra tibio con Bárcenas. Raro ¿no? Pero lógico.
Bárcenas tiene mucha información en su poder de la cúpula del PP, puede
hacerles todavía mucho daño. ¿Cuál puede ser la última baza de ese hombre
educado y bien vestido, imagen de bon vivant, marchante de arte, según sus
palabras, que pone contra las cuerdas a su partido? La cuenta de Suiza, o las
cuentas (parece que tiene más). Puede revelar, si tensan la cuerda alrededor de
su cuello, quiénes son los titulares de la multimillonaria cuenta que él
administra. Y ahí está su última bomba, la deflagración final que activará si
le obligan a hundir el Titánic del PP. ¿Quién se aprovecha de la crisis?
Esperanza Aguirre, sin duda, y de rebote Aznar. ¿Estamos asistiendo al regreso
de Aznar a primera línea de la política? Por el bien de España espero que no.
Nieva,
nieva y nieva. El silencio absoluto del pueblo sólo se trunca por el ruido de
esas pequeñas avalanchas que se deslizan por los tejados y aterrizan en las
calles. Sin visión en las ventanas, sepultadas por ese manto blanco, mi
sensación de sitiado aumenta. La casa, cubierta toda por la nieve, se enfría
gradualmente y ya la camiseta, el forro polar, el jersey de cuello alto y la
gorra canadiense, que forman parte de mi indumentaria habitual en invierno, no
consiguen evitar que mi temperatura corporal descienda. Y dicen que seguirá
nevando, sin tregua, tres o cuatro días más.
Me
falta café. No sé si tendré valor de ir a comprarlo.
Pues no
sólo tengo valor de ir a comprar café (lo hago más tarde, de regreso) sino que
tomo un camino de montaña que me permite tener a vista de pájaro el pueblo. Es
la pista que va al mirador de Arres y que, siguiéndola, lleva a Arres de Jus,
Arres de Sus y a Vilamós. Y nieve con fuerza, cuando la tomo. No me cruzo, en
todo el camino, con nadie salvo una mujer, bien abrigada con anorak y capucha
peluda, que me saluda al cruzarnos en el nevado camino, ella descendiendo por
la rodera que ha dejado un coche, y yo subiendo por la otra. La nieve está
blanda y es agradable pisarla. El camino se convierte en una pista acolchada.
No cogí las gafas de sol, y lo lamento. La nieve, tan blanca, me ciega.
Debe de
haber treinta centímetros de nieve, calculo. La nieve siluetea los árboles. La
nueva nevada cambia de nuevo un paisaje que me es difícil de reconocer.
Como
cada vez que cojo ese camino me detengo a echar un vistazo a un grupo de
caballos que tiritan dentro de un cercado. Cuento cinco, quizá haya alguno más
escondido dentro del cobertizo. Me miran. Me asombra que no tengan frío.
Dejando
atrás a los caballos me adentro en un bosque que parece mágico, cuyos árboles
son esculturas de hielo. El camino tiene pendiente y no voy a ir más allá de
cuando se bifurca, por prudencia, aunque allí, en el bosque, a resguardo, no
haga tanto frío y los copos que caen, sin pausa, quedan detenidos en las ramas
desnudas de los árboles.
Emprendo
el regreso y siento frío agudo cuando el bosque acaba porque se ha levantado
algo de viento. No llevo la gorra puesta, sino guardada en uno de los enormes
bolsillos del pantalón, porque quiero sentir la caricia suave de la nieve en mi
rostro. El pueblo, abajo, enciende sus luces y se convierte en una postal
navideña con sus casas arremolinadas alrededor del campanario de la iglesia. Las
seis y cuarto de la tarde y todavía hay luz porque la nieve ilumina. Y sigue nevando
cuando llego al pueblo, cruzo el río por el puente, dejo a mis espaldas el
colegio, el cementerio y la casa maldita y entro en la panadería a comprar un
paquete de café molido.
Sentado
en el sillón, junto a un fuego que alimento, entre sorbos de café y pedazos de
una barra de turrón de Jijona que sobró de las Navidades y de la que voy dando
cuenta con lentitud, me leo las cincuenta páginas prometidas de Cabaret Pompeya. Luego, subo un par de
horas a la buhardilla a escribir esa novela negra y fantástica ambientada en
una calurosa Sudáfrica, como contraste. Y bajo a cenar.
Sobró
carne picada, de los canelones que hice días atrás, y decido aprovecharlos para
un plato de macarrones. Los dejó hervir mucho, algo que sulfuraría a un
italiano; los rehogo en una sartén en aceite caliente y salsa de tomate, vierto
la carne picada luego, doy vueltas para que se mezcle bien y añado algo de
queso rayado para que se funda con el calor.
Como
los macarrones sentado a mi mesa y con una copa de tinto Ribera del Duero
mientras veo las noticias de TV3, la única que se ve con el temporal que cae.
Anuncian nieve para mañana, para pasado mañana y para el otro. A este paso no
sé si podré abrir la puerta de la calle. Suerte de la enorme pala que compré y
que siempre llevo en el coche por si acaso.
Después
de cenar, veo un programa de debate con Josep Cuní, la interesante película que
pasan a continuación, una película futurista que pronto puede ser una pesadilla
real (los emigrantes convertidos en los judíos de este nuevo orden instaurado,
algo que he vaticinado alguna vez como posibilidad) en la que Julianne Moore,
Michael Caine y Cliff Owen, los protagonistas, por este orden, mueren
sucesivamente.
Por
disfrutar del calor del fuego, y de su compañía (empiezo a entender a los que
creen que el fuego es un dios y yo mismo me sorprendo en cuclillas, con la
mirada fija en las llamas, escuchando su gemido, fascinando por su danza
oscilante) leo más páginas de Cabaret Pompeya.
La
noche es silenciosa. Sigue nevando. Sólo se oye el ruido de la nieve cayendo de
los tejados.
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