DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 7 de marzo de
2013
La
mayor parte de mis amigos y conocidos venezolanos son antichavistas. Hice bastantes
relaciones durante esa semana larga que estuve en Caracas en el 2004 para
recibir un premio y promocionar una novela erótica, El sabor de su piel, que quizá se edite en España. Conocí
escritores, periodistas, profesores, y casi todos, menos dos excepciones,
despotricaban contra Chávez. Cuando, cuatro años después, publiqué La caraqueña del Maní, escrita
precisamente en esos días en que estuve en Caracas, en la que Chávez era un
personaje más de la novela, como Castro lo era de Llueve sobre La Habana, porque hablar de Venezuela y de Cuba sin
nombrar a sus comandantes era tarea imposible, daba la sensación de que yo era
antichavista. Y seguramente lo hubiera sido de ser venezolano, de vivir en
Venezuela y no en una monarquía bananera en donde la injusticia social está
establecida por ley y reina la corrupción por doquier. Pero España es un país
serio y Venezuela una martingala. No me lo creo, claro, sobre todo la seriedad
de mi país que sigue sumido en la picaresca del Siglo de Oro.
Ahora
que Chávez ha desaparecido, en esa muerte anunciada, como un caudillo
latinoamericano salido de la pluma de García Márquez, es momento de dar rienda
suelta a mi dualidad con respecto al personaje. A Chávez se le tildó siempre de
antidemócrata, a pesar de ganar en 14 contiendas electorales limpias y a mucha
distancias de sus adversarios políticos; de populista, sí, porque nadie hizo
por la gente pobre de Venezuela lo que el teniente coronel golpista hizo a lo
largo de esos catorce años: dar voz y protagonismo a los desheredados. Chávez
era histriónico, tenía una personalidad arrolladora, conectaba con el pueblo a
base de mensajes claros y entendibles, sufría un narcisismo extremo y era un
monologuista extraordinario que podría haber fichado por cualquier televisión.
Su lengua no paraba de dar titulares. Comparó a Bush con el diablo (Aquí huele a azufre), y no andaba
desencaminado, porque a ese infame presidente estadounidense aupado en la
mentira le pesan los cuatrocientos mil muertos del saqueado Irak y hora es que
rinda cuentas en el TPI; tildó a Aznar de fascista en una cumbre iberoamericana,
algo que muchos españoles corroborarían, y tuvo que salir en defensa del expresidente,
haciendo de tripas corazón, nada menos que Zapatero; y hubo de escuchar, en esa
cumbre infausta que a punto estuvo a punto de acabar en riña tumultuaria, esa
agria frase del Rey, imagino que cabreado por sus asuntos internos que ya son
externos y bien conocidos, que dio la vuelta al mundo: ¿Por qué no te callas? Cantaba, bailaba, hablaba a los suyos bajo
lluvias torrenciales, tenía un programa de televisión, expropiaba mientras
paseaba, nacionalizaba a golpe de decreto y repartía el petróleo entre los
países amigos. Nadie niega que en economía la era Chávez ha sido un desastre
absoluto, que Venezuela todo lo importa cuando casi todo lo podía producir en
su suelo, pero eso parece ser la rémora con la que tropiezan todos los
regímenes de izquierdas, pero nadie niega que el país caribeño es, de toda Latinoamérica,
el que menos diferencias hay entre ricos y pobres, que los beneficios multimillonarios
del petróleo redundaron en la gente más humilde que le votaba y le idolatraba,
la de los humildes cerros a los que dio asistencia sanitaria, educación y
dignidad. Ese tipo de caudillismo, como el de Chávez, que conecta con las masas
a base de una comunión diaria con ellas, no es entendible en Europa. El último
caudillo que enardeció a las masas en nuestro continente fue Adolfo Hitler y
las consecuencias fueron aterradoras, y no comparo a ambos, ni mucho menos,
porque Chávez, en un continente que se había distinguido en épocas pasadas por
la conculcación de los derechos humanos, sobre todo el de la vida (y ahí estaba
la vecina Colombia del muy serio Álvaro Uribe con desmanes sanguinarios entre
su tropa) no asesinó a nadie. Pero, cuestiones políticas aparte, simpatías
personales con el personaje desaparecido al margen, la muerte de Chávez me ha
noqueado sencillamente porque, a pesar de lo que se decía de su estado de
salud, era un moribundo lleno de vida, sonriente, dicharachero, vitalista hasta
en la antesala de la muerte. Así es que cuando los venezolanos chavistas gritan
en las calles de Caracas que Chávez vive,
estoy por creerles, porque me parece imposible que ese terremoto de vitalidad
que era el caudillo venezolano haya pasado del todo a la nada en un soplo y que
pueda estarse quieto, sin hablar, sin contar un chistecito o cantar una
ranchera en su ataúd. Y ese grito de Chávez
soy yo, con el que se identifican muchos apenados venezolanos que le lloran,
me lo creo.
La
historia nos da, de vez en cuando, personajes mesiánicos como Chávez que, con
una comunicación sencilla y directa, hace que los aburridos eufemismos de
nuestros insoportables políticos europeos que educadamente nos anudan la soga
al cuello, se nos hagan todavía más insufribles. Y escribo esto desde una
monarquía bananera en donde una bella princesa de no se sabe qué principado
afirma que ha trabajado como Mata Hari pagada por nosotros, un rey caza elefantes
y osos, un duque se ha empalmado llevándose nuestra pasta a casa y un
presidente de gobierno sigue sin aclarar si cobraba en negro.
Comentarios
Honor y perdon a quienes desde el exterior de esta nacion hicieron lo imposible para someter al pueblo y verlo de rodillas , a esos traidores que no quisieron tener para el pueblo salir de la pobreza , ahora lidiar con la inflasion y de la inversion para recuperar el prestigio de nacion prospera y compartida del bienestar latinoamericano