CINE / MIMSY FARMER
MIMSY FARMER
Terrible
la nostalgia cuando te invade y dejas que actúe dentro de ti como una carga
implosiva. Por mi 69 años, mis hijos, en recuerdo de la época hippie de su
padre que no han conocido más que de oídas, me regalaron, entre un buen lote de
películas, una que no había visto desde el último cuarto del pasado siglo y por
la que sentía una enorme curiosidad para saber qué tal había envejecido. More,
que así se llama el film de Barbet Schroeder (uno de los directores más
versátiles e inclasificables que recuerdo, capaz de filmar un documental sobre
esa bestia negra llamada Idi Amín Dadá, dadaísta en sus excéntricas
barbaridades, o un thriller tan canónico como efectivo como El caso von
Bulow, con un asesino aristocrático con la pinta de gentleman de Jeremy Irons y una víctima, en vez de la
victimaria a que nos tiene acostumbrados, con el rostro de Glen
Close), la filmó este director apátrida con pasaporte francés, origen suizo
y nacido en Teherán (ahí es nada el combinado), en plena época hippie y en uno
de esos paraísos soñados por los amantes de las flores y el amor libre que por
entonces era Ibiza antes que Katmandú recogiera el testigo.
Quería
revisar la película, que se mantiene relativamente bien y es del año 69 (como
los años que tengo, como una novela inédita, que seguramente jamás verá la luz,
y se llama El 69, no por la excitante práctica sexual sino porque en
España, en donde siempre vamos con retraso, el Mayo del 68 francés nos explotó
al año siguiente), aparte de por el retrato del hippismo (un movimiento que se
empeñó en crear un mundo paralelo, anticonsumista, lisérgico y al margen del
sistema que, en mis tiempos, compartí, y que ahora, desde la perspectiva
actual, puede resultar infantil y naif), por la excelente banda sonora del primitivo
Pink Floyd, compuesta para la película (Barbet Schroeder contó
con el mítico grupo de rock sinfónico en su siguiente film, El Valle, no
el de Arán, en donde resido, sino uno de la lejanísima Papúa Nueva Guinea), y
por la presencia en ella de la actriz californiana Mimsy Farmer.
Confieso
que tengo una extraña predilección por las mujeres rubias, nórdicas en general,
porque parte de mí es norte. Jean Seberg y Bibi Andersson figuran
en mi santuario particular. Mimsy Farmer, que ahora es una señora de 75
años (6 mas que yo), era en More una criatura exquisita, de belleza
frágil y silueta estilizada (la anorexia, con Twiggy y Jean Shrimpton,
alias La Gamba, como iconos femeninos, hacía estragos por aquella época).
Mientras
veía la película, recordaba, por asociación de ideas, a una chica llamada
Agnese, también muy rubia, a pesar de que era española, pecosa, frágil y dulce,
con la que hice un viaje en barco a Ibiza, precisamente, que se saldó con un
rotundo fracaso fruto de mi timidez y mi bisoñez con diecisiete años escasos.
Con ella y dos amigas más, una muchacha muy delgada que se llamaba Margarita y
la otra Carmen, una morena muy guapa por la que bebía los vientos uno de esos
amigos que se van dejando en la cuneta, frecuentábamos el bar subterráneo de la
Universidad Central de Barcelona precisamente en el año 68, siendo yo un
estudiante formal y ellas unas chicas aplicadas; me distancié de ellas
precisamente al año siguiente, el famoso 69 de esa novela que jamás verá la
luz, porque ellas seguían siendo chicas aplicadas y yo dejé de ser formal.
Me
sorprendió, viendo por segunda vez More, después de cincuenta años, que
transcurre en una Ibiza que me recordaba constantemente a Tánger por sus calles
sinuosas, empinadas, escalonadas y laberínticas, como una medina árabe, y las
fachadas encaladas de su viviendas, que no hubiera visto más películas de Mimsy
Farmer que, pese a su atractivo fisico, no hizo gran cosa en el cine aparte
de este film y una película de los hermanos Pier y Paolo Taviani que vi
hace muchos años y se titulaba Allonsanfan, sobre la revolución francesa
como se deduce por el título, y protagonizada por el gran Marcello
Mastroainni. Miré la Wikipedia y me asombró la cantidad de películas, el
ochenta por ciento olvidables, que había protagonizado Mimsy Farmer y
que yo no me había dignado ver.
Estaba
visionando la película, concentrado en ella, y, al mismo tiempo, estaba
reviviendo mi pasado, se estaba desdoblando el tipo del sillón ante la pantalla
del televisor: mis viajes a Ibiza (el segundo fue un 20N, aprovechando el duelo
por la muerte de Franco y los días festivos que generosamente nos dio Arias
Navarro para celebrarlo, con la mujer más importante de mi vida); mi etapa
hippie en la comuna de la Floresta que compartí durante meses con dos tipos
pasados de vueltas, Pere y Tinet, en una vivienda tan abierta que cada día
tropezabas con un desconocido que se había instalado en ella; esos pisos del
Ensanche barcelonés en donde vivían amigos con más posibilidades que yo que me
acogían generosamente cuando no tenía techo bajo el que caerme muerto y
vagabundeaba por Barcelona con los bolsillos y el estómago vacíos; o el mítico
viaje que hice en autostop a ese París de la bohemia que aún existía en el
pasado siglo, experiencia recogida en una novela que probablemente, esa sí,
verá la luz.
Estuve regodeándome en la nostalgia de esos años, que solo tienen vida en mi memoria y morirán con ella, mientras mi adorada Mimsy Farmer desaparecía de la película y su chico enamorado, Klaus Grünberg, se pinchaba heroína hasta morir en lo que parecía una versión de Días de vino y rosas de Blake Edwards con los personajes invertidos.
La vida
es muy leve y su paso, acelerado.
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