SOCIEDAD / PABLO CAYÓ DEL CABALLO
No creo
que tardemos muchos años en conocer de primera mano, libro mediante, lo que fue
el ascenso y caída de uno de los personajes más brillantes y controvertidos de
la política española cuya retirada
celebran con repique de campanas los partidos de derechas, facciones del PSOE
más afines al PP que a ese partido teóricamente obrero, de izquierdas y
republicano que en su día fue, y un sinfín de medios de comunicación que
durante años dirigieron sus baterías contra el líder de la formación morada. La
retirada de Pablo Iglesias de la política ya estaba tomada por él mismo
desde que, para sorpresa de muchos, abandonó esa vicepresidencia segunda del
gobierno, por la que tanto había luchado, para salvar in extremis la presencia
de Unidas Podemos en la Asamblea de Madrid. Consiguió ese objetivo, la
formación obtuvo más representación, pero fracasó estrepitosamente el bloque de
la izquierda, que esta vez sí iba unido, a pesar de la altísima participación.
Las teóricamente zonas rojas de la comunidad madrileña votaron masivamente a
ese trending topic de Isabel Díaz Ayuso para estupefacción de los
analistas políticos: corderos que abrazan a su matarife, obreros sin conciencia
de clase que votan derecha seguramente por culpa de los sindicatos y las
organizaciones de izquierda incapaces de conectar su mensaje.
El
ascenso del brillante profesor de ciencia política Pablo Iglesias
fue tan abrupto como su caída. Los
medios que le auparon, le dieron cobertura y amplificaron su discurso porque
convenía para restar espacio político al todopoderoso PSOE en una calculada
jugada de oportunismo político, han sido los mismos que en los últimos cuatro
años se han dedicado a enfangar a la formación y, sobre todo, al líder de la
misma en una campaña de desprestigio personal ad hoc sustentada por un cúmulo
de falsedades y amplificada por un sistema judicial cómplice que ha admitido
una a una todas las querellas para, a continuación, desestimarlas, pero el daño
mediático ya estaba hecho. La campaña
de linchamiento sistemático de la figura de Pablo Iglesias no creo que tenga ningún tipo de parangón en
el mundo y haría las delicias de Joseph Goebbels.
Al
político de izquierdas se le ha demonizado como a nadie en este país
cainita; se le ha condenado por vivir
en Galapagar, que no es Pozuelo de Alarcón, pagando una hipoteca a treinta o
cuarenta años como todo hijo de vecino que se lo puede permitir con su sueldo;
se ha hecho mofa de su indumentaria, su peinado, su forma de andar o su chepa;
se ha tildado a su padre de terrorista, a él de comunista, estar a sueldo de Chávez
y Maduro, de los ayatolás de
Irán o de ser filoetarra según el día; se le ha presentado como macho alfa
dentro de un harén femenino, marido infiel, machista y acosador sexual entre
otras lindezas; se le ha comparado a una rata, siguiendo el modelo goebbeliano
cuyo fin era la eliminación del enemigo, y ahí están las balas de cetme que un
descerebrado le ha enviado. Los que le han atacado sistemáticamente (día sí y
día también había un titular en su contra y se puede atestiguar) pasaron por
alto sus palabras y su ideario y tiraron de clichés de la guerra fría. A los
corifeos del sistema no les interesaba hablar de la subida del salario mínimo
interprofesional, de que su partido es uno de los principales artífices; de la derogación de los artículos más
lesivos para los trabajadores de la reforma laboral que está en trámite; de su
empeño en el control de los alquileres para que todo español pueda tener una
vivienda digna según dice uno de los artículos de la Constitución; del escudo
social implementado para que no se pueda desahuciar ni cortar los suministros
por falta de pago a nadie durante la pandemia; de la reforma urgente del código
penal que mantiene algunas figuras en desuso en el resto de Europa; de su apuesta decidida por la educación y
sanidad públicas y dotarlas de recursos públicos; de las cuantiosas ayudas
económicas a los que han sufrido esta pavorosa crisis que fueron abandonados en
la anterior del 2008. En la política espectáculo, el fondo no le interesa a
nadie porque el periodismo basura pone el foco en la superficie y el resultado
está a la vista.
Con las
barbaridades que se han dicho de Pablo Iglesias podría hacerse un libro
de mil páginas o una serie de ocho temporadas y seguramente nos quedaríamos
cortos. En cuanto esa derecha obsesionada por controlar todos los poderes del
estado vio que conseguía entrar al gobierno y ser vicepresidente, se empleó a
más a fondo contra él. El único parangón que uno encuentra en nuestra historia
reciente fue la campaña contra Felipe González, con la diferencia que
esa, que también consiguió su objetivo de defenestrarlo, estaba sustentada por
escándalos reales de la envergadura de Roldán y los fondos reservados y la
guerra sucia de los GAL. Poco importaba que con Pablo Iglesias todo
fueran falsedades. Las cadenas privadas
de televisión han dicho toda clase de barbaridades que se han transmitido por
las ondas hertzianas con mesas de tertulianos aparentemente dispares pero que
coincidían en descalificarle así como los propios conductores de esos programas
de política basura que actuaban como jueces y parte.
Cuando
insinuó que quizá fuera necesario establecer un cierto control de los medios
(los fake news que circulan por Internet se salvan de cualquier control)
para que se ciñeran a las informaciones veraces y no publicaran falsedades, fue
tomada como un ataque a la libertad de expresión; su decisión de regular el
precio abusivo del alquiler de la vivienda, un intento de acabar con la
propiedad privada y fomentar la ocupación; su instancia a la urgente renovación
de los órganos de gobierno del poder judicial caducados desde hace un par de
años, un intento de controlar la justicia; sus declaraciones de que la
democracia española era francamente mejorable, una deslealtad hacia el gobierno
del que formaba parte; su reivindicación republicana y sus críticas a la
conducta delincuencial del Emérito, un intento de socavar el ordenamiento
constitucional.
La
derecha y sus medios afines han conseguido convertir a Pablo Iglesias,
según las encuestas, en el político más
odiado de toda España, lo que seguramente le obligará a tener que convivir
durante una buena temporada con escoltas. En ese contexto, su decisión de dejar
la política era cosa cantada. El fundador de Podemos, el partido salido de la
ilusión del 15M, que era visto con simpatía por los poderes fácticos mientras
no alcanzara cotas de poder y siguiera en la calle (de donde los podían echar a
porrazos), no se sentía cómodo en el consejo de ministros, no era un político
profesional correoso al que todo le resbalara y le faltaba el cinismo del que
pueden dar seminarios sus colegas de otros partidos que ironizan sobre M.
Rajoy o dicen que hay muchos Javier Arenas en el mundo mundial y se
van a sus casas tan felices porque el electorado es olvidadizo y no estudió la
asignatura de ética. La derecha finalmente se ha cobrado su pieza tras años de
cacería incesante y paciente y ya tiene su trofeo de caza colgado en su cuarto
de estar con la ayuda del periodismo más nauseabundo en el que somos líderes.
Consciente
de que resta, en vez de sumar, Pablo Iglesias se retira con su formación
muy tocada y dejando al frente un liderazgo femenino cuya primordial tarea
debería ser la reagrupación de toda esa izquierda que se fragmentó por
personalismos. El activista ha tardado siete años en perder la inocencia, ha
dejado un sinfín de cadáveres por el camino, fruto de esa tendencia cainita de
la izquierda a no entenderse, y ha cometido sin duda muchos errores (ser
soberbio y ejercer un hiperliderazgo) que han arruinado un proyecto
esperanzador que llegó a tener en el parlamento de España 70 congresistas en su mejor momento. Pablo quiso asaltar los cielos y se
cayó del caballo para darse un baño de realidad.
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