SOCIEDAD / EL INCIDENTE
Hace
muchos años, en el siglo pasado, en los tiempos en los que Fraga Iribarne,
fundador de Alianza Popular, que devino luego en el partido de la gaviota,
ostentaba el cargo de ministro de Información y Turismo con del dictador
Franco, comenzaron a llegar, en lo que se vino a llamar una apertura cultural
del régimen, algunas películas en versión original que se exhibían en esos
pequeños cenáculos denominados cines de Arte y Ensayo (en Barcelona estaban los
cines Publi, Alexis, Savoy, Maldá y Arcadia, todos desaparecidos ya). Como
cinéfilo empedernido que soy, me tragaba todos los estrenos que se llevaban a
cabo en esas reducidas y exclusivas plateas y una de ellas ha permanecido
indeleble en mi memoria: El incidente.
La película la realizó un brillante director independiente norteamericano
llamado Larry Peerce, nada menos que en 1969. El realizador, muy activo y
oriundo del conflictivo barrio del Bronx, y que aún vive a pesar de haber
nacido en 1930, no tuvo la suerte ni el carisma de su colega Martín Scorsese
aunque El incidente bien podría
haberla filmado el director de Taxi driver. En la película, claustrofóbica, que se desarrolla en un único escenario, un
vagón del metro neoyorquino, una banda capitaneada por un Tony Musante, antes
de ser el romántico galán de Anónimo
veneciano, aterroriza a los pasajeros del convoy con insultos, agresiones
físicas y tocamientos a las chicas. Son cuatro tipos violentos y desalmados
que, con su actitud chulesca, mantienen a raya a más de una veintena
de viajeros que esperan pacientemente que les llegue su turno sin pestañear y
se muestran insolidarios entre sí; vamos, una muestra de lo que es la sociedad
actual que ya se presagiaba entonces. Solo un soldado, manco por más señas, y
de no gran tamaño (el hermano pequeño del gran Jeff Bridges, Beau, un actor
excelente al que su físico no le ayudó) es el que planta cara a la jauría
humana. También, como no podía ser menos, un ciudadano negro (Brock Peters, el
de Matar a un ruiseñor) era objeto de
chanza de esa panda racista. Estaba por allí, no sé si cómo víctima o
victimario, un jovencísimo Martín Sheen.
Pues
bien, El incidente lo reviví nada
menos que 52 años después a bordo de un vagón de los ferrocarriles de la
Generalitat que rodaba rumbo a Sabadell. Dos jovenzuelos pasados de rosca,
seguramente bebidos y dopados con alguna sustancia, subieron en una parada de
Barcelona y no dejaron en todo momento de incordiar, gritar, moverse y sacarse
la mascarilla ante el silencio de una veintena de pasajeros que miraron para
otro lado. Cuando una chica, de aspecto latino, que estaba sentada cerca de
ellos, tuvo la osadía de llamarles la atención por su comportamiento incívico,
como respuesta recibió una sarta de improperios por parte de esos dos chicos
del talante de Calla tu puta boca, tía,
Vete a tu país, emigrante de mierda,
y cosas por el estilo. El tono de los ladridos fue aumentando y, como tenía a
esos tipejos a mi espalda, alcé la voz y les solté un ¡Basta ya! que, momentáneamente, los silenció. Pasada una parada,
los descerebrados volvieron al ataque y tuve que reprocharles su actitud dando
un paso más, poniéndome de pie. Por suerte para todos, solo ladraban, no
cruzaron esa línea peligrosa que es levantarse a su vez y acortar distancias,
que es cuando un perro puede morder, y entonces optaron por encararse conmigo,
me dedicaron algunas amables frases como que Hacemos lo que nos da las gana con las mascarillas, porque somos
negacionistas, la más amenazadora de No
te metas en esto, tío, y una pregunta al aire: ¿Acaso eres policía? De entre las treinta personas que había en ese
vagón, algunas muy jóvenes, todas con menos años que yo, tuvo que ser un tipo
de casi setenta años el que se metiera en esa pelea verbal que, por suerte, no
pasó de ahí (perro ladrador, poco
mordedor), pero bueno sería que en los convoyes de tren fuera siempre un agente
de seguridad para evitar estos incidentes, algunos de los cuales acaban de
forma muy violenta (el enfermero que fue brutalmente agredido por un
negacionista en el metro de Madrid). Por fortuna llegué a mi parada sin tener
que llegar a las manos con esa pareja de descerebrados (algún golpe me habría
llevado) e hice lo que ningún pasajero de ese convoy insolidario hizo al salir:
dar cuenta al vigilante de la estación de los sucedido para que en la próxima
estación bajaran a esos dos energúmenos del tren.
Algo está fallando en nuestra sociedad cuando determinados jóvenes se divierten violentando al prójimo, ya sean en esas manadas que violan en grupo a chicas o esas jaurías que golpean hasta la muerte y sin ningún motivo a sus víctimas, y ambos gravan ufanamente sus hazañas para presumir de ellas. En ambos casos el grupo es determinante porque uno a uno no son absolutamente nada. Quizá un endurecimiento del código penal para este tipo de actitudes, una mayor vigilancia policial y una educación cívica en las escuelas y en el seno de las familias (a veces creo que habría que hacer una valoración psicológica a los futuros padres antes de tener a sus hijos) evitaría esa violencia que se canaliza contra el prójimo de una forma gratuita.
El incidente, de la ficción a la realidad 52 años
después.
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