CINE / LA EMPERATRIZ REBELDE, DE MARIE KREUTZER
De Isabel de Austria, más conocida por Sissi, se realizó, en la década de los cincuenta del pasado siglo, toda una serie de biopics edulcorados dirigidos por Ernst Marischka, que nada tenían que ver con el personaje central, pero le sirvieron a Romy Schneider para brillar en el estrellato cinematográfico y cimentar una carrera muy sólida al margen del personaje con el que se dio a conocer. En aquellas peliculitas absolutamente rosadas, coprotagonizadas por el almibarado Karlheinz Böhm, en el papel del enamorado consorte el emperador Francisco José, Sissi era una encantadora mujercita muy feliz en su vida palaciega con la que se identificaban los lectores de Hola y revistas por el estilo. Muchos años más tarde, Luchino Visconti tuvo la brillante idea de escoger a una Romy Schneider madura, cuya belleza no había menguado sino crecido, para contrastarla con su Luis II de Baviera, su actor fetiche Helmut Berger, en ese díptico grandioso y operístico sobre la decadencia de las casas nobiliarias que se tituló Luis II de Baviera.
Marie
Kreutzer (Graz, 1977) coge al personaje central de esta historia, Isabel de
Austria, y le da un revolcón iconoclasta. Su Sissi está en las antípodas de la
de las películitas rosas y hasta del solemne díptico del maestro italiano. Por
su estilo rompedor, la utilización de una partitura musical moderna compuesta por la francesa Camille Dalmais y
ciertos anacronismos buscados, La
emperatriz rebelde, premiada como mejor película en el London Film
Festival, titulo español que no hace honor al original de Corsage, corsé, mucho más gráfico, nos presenta a una mujer
feminista, antes de que se hubiera inventado el movimiento, desinhibida, que no
tiene ningún complejo a la hora de masturbarse en la bañera o masturbar en la
cama a su consorte para no quedar embarazada, que se relaciona con su primo
homosexual Luis de Baviera, cultiva una adicción a la heroína fumada y en vena
para soportar la rigidez de la corte, se evade constantemente de sus
obligaciones palaciegas y sueña con suicidarse como liberación a esa vida
impostada a la que la sociedad y la rigidez monárquica le han condenado.
En
ambientes gélidos, huyendo del glamour, en castillos desvencijados, en
habitaciones de palacio absolutamente desconchadas y en banquetes protocolarios
con platos poco apetitosos, se mueven los personajes de esta película que
refleja muy acertadamente lo que fue para esta mujer, adelantada en su época y
rebelde, vivir en contra de sus principios. Isabel de Austria, espíritu
libérrimo y cultivado, se asfixia en esa corte encorsetada, no quiere ni desea
a su marido, para la que es un bello florero, abjura hasta de su papel de madre
(se reprocha haber sido la causante de la muerte de su primera hija y de la enfermedad
de su segunda), se divierte practicando esgrima o montando a caballo, tontea
con caballerizos, su primo Ludwig II de Baviera y con sus doncellas, y huye del
protocolo en cuanto tiene ocasión de ello como cuando envía a una de sus
criadas, previamente encorsetada y enmascarada, a hacerse pasar por ella en el
día de su cuarenta cumpleaños o cuando se cita con la amante de su marido y le
da instrucciones de cómo tratarlo y hacerle feliz, porque ella abjura de su
papel de esposa, reina y amante, se harta de medir su cintura con ese corsé que
la asfixia, de su larguísima caballera que, en un momento de rebeldía corta, y
de comer livianamente para no engordar y ser eternamente bella (su afición por
la pastelería fue bien conocida). Mientras su marido atiende asuntos de estado
del vasto imperio austrohúngaro que debe gobernar, la emperatriz consorte, a la
que no se le permite decir palabra, emplea su tiempo en visitar centros
psiquiátricos, hospitales militares, viajar a Inglaterra y a Italia e
interesarse por la imagen en movimiento que preludia el cine.
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