TODAS LAS MENTIRAS, DE CARLOS MANZANO
Con una ya considerable e impecable obra
narrativa a sus espaldas que incluye novelas y libros de relatos (Paisajes de la memoria, Lánguidos sueños, La azarosa y enigmática vida de Idaira Badiero, Hubo un tiempo que lo fui todo, El silencio resquebrajado y Monstruos amaestrados) y haber tomado
parte en diversos libros colectivos como Relatos
de noventa segundos, Antología del
género negro criminal, Juramento
negro, El origen del mundo y M.M., el zaragozano Carlos Manzano es
uno de esos autores que aúnan en sus libros la buena literatura con dosis de
reflexión inteligente, y que entiende que la primera es como una especie de
sacerdocio en donde forma y fondo deban ir cogidos de la mano.
Isidro Trigo, el
protagonista narrador de Todas las
mentiras —Soy un tipo despistado;
tengo mala memoria y siempre voy por la calle embutido en mis pensamientos,
indiferente a todo lo que me rodea.— es un compendio de fracasos
acumulados que se dan cita en un momento de su vida, cuando alcanza la cincuentena
—Una vida que a mis casi cincuenta años sentía
desperdiciada, cómo si apenas la hubiera vivido—. Su pareja Mercedes le deja
por un malentendido con una joven con la que chatea y se cita llamada
@sonrisa_siniestra —Eres un buen hombre, Isidro.
Estoy segura de que no has hecho nada que sea ni siquiera censurable. No
entiendo la reacción de tu mujer solo porque te vio hablando con una chica.— y
tiene que irse a vivir como realquilado a la casa de una mujer lesbiana, Maricarmen, la
Gorda, cuya joven amante Yolanda desea y le va a ir abriendo los ojos sobre
algunas verdades que se niega a aceptar. Descubre, por ejemplo, aspectos
ocultos de la vida sentimental de su hija Violeta que le inquietan
profundamente —Mi hija era una de esas jóvenes que salen por las noches, beben hasta
emborracharse y toman estupefacientes, o, dicho de otro modo, que solo
entienden la diversión como una sucesión de excesos. —al mismo tiempo que tiene
serias dudas sobre su paternidad, algo que le acaba de hundir —Quiero decir
si estás seguro de que tu hija es realmente hija tuya, le espeta uno de los odiosos
compañeros de trabajo— y su hija se convierte en una desconocida para su
padre: De repente, alguien que siempre
has tenido por un ser angelical y frágil, merecedora de todos los cuidados, a
ratos inmadura, alegre, tierna, revoltosa, candorosa y virgen, pasa a
convertirse en cuestión de segundos en una activa consumidora de
estupefacientes y, por si fuera poco, también en una ninfómana.
En la cincuentena nuestro
protagonista descubre que no conecta con la juventud —Eso es algo
que siempre me ha molestado de los jóvenes, esa forma tan descarada de
desentenderse del mundo cuando están a sus cosas, su falta de pudor a la hora
de darnos a entender lo poco que les interesamos.—, que detesta a sus
compañeros de trabajo —Sandoval siempre había sido así, grosero,
faltón, machista. Un cabrón sin paliativos. ¿Por qué no la había parado los
pies antes? ¿Por qué siempre la había reído las gracias, como hacían los demás? —aunque no se atreve a enfrentarlos
cuando le ensucian los oídos con sus comentarios machistas y rijosos: Eso debería haberle dicho, haberle refrotado
aquella estupidez por la boca, haberle pasado todos sus excrementos verbales
por los morros.
Entre tanto desaliento, lo
único que le consuela es la música de Bach, en especial su célebre pieza
Variaciones Goldberg interpretada por el inefable Glen Gould: Bach es incapaz de sustraerse a su propia
sensibilidad musical, de no dejarse poseer por esa ansia irreprimible de llegar
hasta lo más profundo de sí mismo, de no introducirse los dedos y las manos
hasta palpar cada una de sus vísceras, de no vaciarse por completo en cada una
de sus creaciones.
Isidro Trigo es también un
compendio de deseos reprimidos —No negaré que hubo mujeres a las que deseé de
verdad, chicas cuya sola visión me excitaba como a un adolescente, hembras que
despertaron de su letargo mi codicia animal por poseerlas, pero a todas ellas
las ignoré con la misma indolencia con que apartas una rama cruzada en la
carretera.
—y frustrados,
como sus acercamientos fallidos a Laura, su compañera de trabajo, de la que
está enamorado. —La miré con descaro mientras salían de la cafetería y así, vista de
espaldas, con aquella figura envidiable que no tenía reparos en lucir, me pareció
la mujer más hermosa del planeta. O la más adorable, que viene a ser lo mismo.—. Eso no le impide que se
interrogue sobre la química del amor: Me
hubiera gustado saber qué sustancias produce el cerebro para generar en
nosotros esa sensación anhelante que llamamos amor. Un amor que realmente
es una ensoñación del protagonista: Nunca
había encontrado a Laura tan bella y adorable como en ese justo instante,
cuando tras ponerse de pie y despedirse con una cálida sonrisa, abandonó el bar
a través del marco de la puerta. ¡Qué próxima la sentía y el mismo tiempo qué
lejana, qué inaccesible, qué fuera de mi mundo! Pero es incapaz, por
torpeza o timidez, dar los pasos adecuados para convertir ese amor por Laura en
realidad: Cada elección es un juego de
azar como una apuesta a todo o nada. Y lo que no ha tenido lugar, sencillamente
no es: ni ha existido ni existirá jamás.
El Isidro Trigo narrador y
protagonista se va autorretratando a través de sus reflexiones —Trigo (salvo Laura, que
desde hacía un tiempo se dirigía a mí por mi nombre de pila, el resto nunca me
llamaba Isidro). —y ello le conduce a afirmar
que todo lo que ha vivido hasta ahora es nada, puro vacío, una descomunal suma
de mentiras a las que no sabe cómo dar respuesta. Todas las mentiras es, a fin de cuentas, una reflexión sobre la
contingencia del ser humano, el autoengaño como fórmula para sobrevivir —... yo seguía sumergido en el fondo, hundiéndome por mi propio peso,
incapaz de encontrar recursos para remontar altura y vislumbrar cuando menos un
poco de luz a través de la superficie del agua. La conciencia de no ser. La
inanidad como forma de vida. —El
protagonista de la narración, y sospecho que su autor, se interroga
constantemente sobre la falsa trascendencia del ser humano: Si en realidad no somos más que otra especie
más, aunque cognitivamente más desarrollada, nuestro destino será exactamente
el mismo que el resto de las especies del planeta. No puede existir ninguna
diferencia en ese aspecto. Si a nosotros nos espera una vida después de la muerte,
o un cielo de acuerdo con los más beatos, lo mismo debería suceder a los
grillos, a los elefantes y a las bacterias. Solo la creación artística nos
hace diferentes, nos puede convertir en dioses. Su melomanía le inclina a
identificar a Bach con Dios: Es entonces
cuando digo que si realmente hay algún dios o alguna primitiva y minúscula
representación humana de la divinidad, solo puede estar en Bach.
Las muchas píldoras
filosóficas que contiene la novela de Carlos Manzano no destruyen su hilo
narrativo sino que lo afianzan a través de esos sucesivos monólogos interiores
de su protagonista consigo mismo: La
verdad nunca es liberadora; en todo caso, desveladora. Pero nada más. La verdad
no nos trae la felicidad ni la autocomplacencia; como mucho nos pone un poco
más cerca de la seguridad de la sabiduría y, por tanto, también de la
decepción. Hay frecuentes reflexiones en la novela sobre el sentido de la
vida: El futuro sólo empieza a cobrar
sentido cuando se divisa la muerte en el horizonte, cuando la punta de su
guadaña empieza a asomar por detrás del paisaje; mientras tanto, somos
inmortales y lo podemos todo.
En el probable ecuador de su
vida Isidro Trigo enmendaría algunas actitudes del pasado, sobre todo las
relativas a la juventud: En esta fase incierta
de mi vida me dominaba la sensación de que había dejado pasar sin pena ni
gloria el periodo más importante y decisivo de todos: la juventud. Y
reflexiona con escepticismo sobre la propia existencia: Siempre he considerado una solemne idiotez tratar de encontrarle
sentido a la vida. Es obvio que no lo tiene, que no somos más que puro azar y
tal vez un inmenso error biológico, que no hay nada trascendente en nosotros y
que excepto la muerte todo es contingente y temporal.
La nada y la trascendencia
es uno de los muchos ejes de la novela. La trascendencia ejemplificada en La única pieza del genial autor alemán que
grabó en dos ocasiones es Las variaciones Goldberg, la nada de su propia
existencia: Hasta ahora había girado
siempre alrededor de un solo principio básico: la inanidad.
Termina la novela con una
declaración de principios, con la voluntad del protagonista, tras haber
repasado esos cincuenta años de su vida que son de una levedad absoluta, de
enmendar su propia existencia: Y hoy, a pesar del constipado
que amenazaba con amargarme el día, nacía un nuevo Isidro Trigo, un Isidro
Trigo que ya no necesitaría más mentiras para subsistir ni para sobreponerse a
las vicisitudes de la vida.
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