CINE / LA PELÍCULA IMPENSABLE
Confieso mi mala, en la actualidad, relación
con la nouvelle vague francesa
después de haber sido durante muchos años, sobre todo en mi juventud de
cine-club, un acérrimo y apasionado defensor del iconoclasta movimiento
cinematográfico que se alzó contra el cine convencional y se convirtió en
vanguardia revolucionaria muy involucrada en los acontecimientos del Mayo del
68. El cine de Jean Luc Godard siempre me pareció irritante, incluso cuando yo
era joven, salvo su ejemplar opera prima Al
final de la escapada, y sobre todo por la presencia de ese ángel llamado
Jean Seberg, y en su última etapa sencillamente soporífero. De François
Truffaut guardo muy buena impresión de Los
cuatrocientos golpes, pero su relación cinematográfica con Jean Pierre
Leaud creo que menguó su talento, lo redujo como una cabeza de jíbaro. Claude
Chabrol me aburría con casi todas sus películas, a pesar de sus argumentos muy
punzantes, pero siempre me pareció un realizador tosco y plano al que le
faltaba el énfasis. Con Eric Rhomer sí que congeniaba con sus cuentos morales
que me parecían una delicia discursiva en esos años, pero no me atrevo a
revisionarlos por si me llevo una decepción. Y en cuanto a Louis Malle he de
decir, sinceramente, que siempre me pareció el mejor del grupo desde su
espectacular Ascensor para el cadalso,
ese noir claustrofóbico que
transcurre en la cabina de un ascensor, a Lacombe
Lucien, pasando luego por su etapa americana con La pequeña y Atlantic City,
y terminando en Francia con Adiós,
muchachos y, sobre todo, Herida,
mi film fetiche con el que me identifico al cien por cien. ¿Y Jacques Rivette? Pues confieso que no había
visto ninguna de sus películas, un poco espantado por el metraje de las
mismas, hasta que cayó en mis manos Confidencial, un policial muy sui
generis interpretado por Sandrine Bonnaire que me aburrió sobremanera. Así es
que, el otro día, le di una oportunidad a La
Belle Noiseuse, la versión de cuatro horas (posteriormente hizo una
reducida a dos), inspirada en un relato de Honoré de Balzac, dispuesto a
abandonarla al primer bostezo, y cual fue mi sorpresa que aguanté esos
impensables 240 minutos sin parpadear en ningún momento y haciéndome
constantemente la reflexión de lo imposible que sería rodar ahora ese film.
La historia tiene que ver con el artista y su modelo, y la tiranía del primero sobre la segunda. Edouard Frenhofer (un Michel Piccoli en estado de gracia absoluto) es un afamado pintor en dique seco desde que abandonó a medias un cuadro en el que retrataba a su esposa y musa Liz (Jane Birkin) porque dejó de inspirarle. Para recobrar su apetito artístico, consigue que la compañera sentimental de uno de sus muchos discípulos, el pintor advenedizo Nicolas (David Bursztein), Marianne (una Emmanuelle Béart en la plenitud de su belleza y juventud) pose para completar ese cuadro inacabado y maldito. La película, básicamente, se circunscribe a los diversos posados a los que el exigente artista consagrado obliga a su modelo para poder terminar ese desnudo y a las conversaciones entre ellos que truncan esos momentos de concentración y que tienen que ver con la vida sentimental del artista y su obsesión profesional. La modelo va a ser inmortalizada por uno de los grandes pintores del momento, y el pintor se quiere sacar la espina de ese cuadro que no terminó.
Viéndola, y gozándola, me iba dando cuenta de
que esa película, según los estándares que reinan en la actualidad con respecto
al lenguaje cinematográfico, sería impensable en estos momentos, que ningún
productor arriesgaría su dinero en esas cuatro horas de proyección. En una
escena, el pintor, antes de empezar a esbozar sus numerosos bocetos para luego
poder plasmarlos en el cuadro, está diez minutos de reloj ordenando su mesa de
trabajo, repasando su cuaderno de apuntes, afilando lápices, disponiendo a su
alcance sus pinceles, llenando de agua las botellas en donde disolverá los
colores, un trabajo obsesivo que define lo que puede ser la creación y se puede
extrapolar a la literatura, la música o el cine (recordemos lo minucioso que
era con su trabajo Stanley Kubrick). Luego, en tiempo real, el espectador va
viendo cómo cobra vida el cuadro, las simples manchas que se convierten por la
magia del arte en los rasgos y el cuerpo de la modelo. La Belle Noiseuse, cuya banda sonora es el ruido que hacen los
lápices rasgando sobre el papel y los pinceles pintando sobre el lienzo, es una
master class de pintura.
Pero hay otra razón por la que esta cinta, y
muchas otras con las que el Séptimo Arte llegó a sus más altas cimas de
expresividad y libertad (El imperio de
los sentidos, El último tango en
París, Salo o las 120 jornadas de
Sodoma y Gomorra...), sería impensable en esta época sin que le llovieran
al director un aluvión de críticas. Emmanuelle Béart interpreta su papel de
modelo, como no podía ser de otra manera, completamente desnuda, y sus
desnudos, en todas las poses posibles, porque el artista es exigente y quiere
comprender y aprehender su cuerpo, ocupan el ochenta por ciento de la película.
Edouard Frenhofer, el pintor de la ficción que es muy profesional y en ningún
momento hace la más mínima insinuación sexual, quiere captar la belleza de un
cuerpo femenino (y podría ser masculino como en el caso del David de Miguel Ángel) como con
anterioridad lo hicieron Velázquez, Goya, Modigliani, Renoir, Rodin, e
infinidad de maestros de la pintura y la escultura que captaron la belleza y
armonía de las formas. A Jacques Rivette, que filmó esta epopeya pictórica en
1991, le habrían silbado los oídos en 2023 acusado de cosificar el cuerpo
femenino, también a los fotógrafos Helmut Newton y a Robert Mappelthorpe por
cosificar el masculino y sus miembros viriles erectos.
Enlazo todo esto con la pacatería que hermana
a cierto sector de la extrema izquierda que puede ir de la mano de la extrema
derecha y con unas declaraciones del escritor mexicano Guillermo Arriaga (el
guionista de las mejores películas de González Iñarritu y excelente
novelista) en las que dice que lo políticamente correcto (una invención de la
conservadora sociedad norteamericana que se ha abierto camino de no retorno en
la europea) se ha convertido en un horror y que la palabra cancelación (un
palabro horroroso que se ha puesto de moda y es un eufemismo de censura, pero
que a mí me suena incluso peor) parece algo salido de las señoritas de la Liga
de la Decencia. Estamos en una época en la que los creadores tienen que hilar
muy fino para no molestar a nadie, y que todo el mundo se puede sentir molesto
y pedir que se cancele una obra de
arte (lo hemos visto en algunas corporaciones municipales en las que VOX o el
PP tiene la voz cantante), cuando precisamente, pero no únicamente, el arte
está concebido para molestar, conmover y convulsionar.
Contra La Belle Noiseuse se habrían levantado no solo los que exigen un
cine sincopado, de mil imágenes por segundo y doscientas mil explosiones por
imagen, sino también esa Liga de la Decencia (de extrema izquierda y extrema
derecha) indignada por la cosificación del cuerpo de la bellísima Emmanuelle
Bèart que, que yo sepa, no se quejó jamás de interpretar desnuda ese papel. Yo,
contra todo pronóstico, aguanté esas cuatro horas en las que no ocurre nada más
que el nacimiento de un cuadro gracias a la sintonía del artista con su modelo
y la tensión de esta con la primera musa Liz, inspiradora del cuadro inacabado
(Edouard Frenhofer quiere que esa obra sea la póstuma y recuperar el amor de su
esposa, así es que la película es también la historia de una crisis senimental
a través de una obra pictórica). Seguramente soy muy raro por haber aguantado
la película de Jacques Rivette sin moverme del asiento, hipnotizado por su
tempo lentísimo que me hacía estar en el estudio del artista y ser testigo de
la creación de su obra. Raro, a Dios gracias.
Mi novela más erótica desde PUBIS DE VELLO ROJO.
Premio de Literatura Erótica Letra Erecta de Caracas.
Comentarios