CINE / NAPOLEÓN, DE RIDLEY SCOTT


 

Resulta llamativo el linchamiento que está sufriendo Ridley Scott a raíz del estreno de su esperadísimo Napoleón que, al parecer, no ha gustado a un sinfín de críticos y produce sensaciones encontradas entre el público que va a verla. Me recuerda, por citar un ejemplo cercano, al que sufrió Andrew Dominik con su Blonde (querían ver a una glamurosa Marilyn Monroe y se encontraron con una dramática víctima del star system cuya vida fue una dramática impostura), o, si me remonto en el tiempo, al que tuvo que soportar Bigas Luna cuando rodó una de sus películas más ambiciosas, Volaverunt. El cineasta español ya desaparecido, y uno de los mejores que ha tenido este país, me confesó que fue víctima de una guerra empresarial y por eso los críticos pagados por el grupo PRISA (conviene decir las cosas por su nombre) se cebaron con la película de tal modo que el director de la trilogía ibérica desistió de embarcarse en nuevas aventuras históricas.



Quizá, lo que sucede con la última película del hiperactivo realizador británico es que el espectador va a ver una película y se encuentra con otra, y eso le desconcierta. Y lo digo porque eso es exactamente lo que me sucedió a mí que volvía a Ridley Scott después de ver El último duelo, una de sus mejores películas y uno de sus mayores fracasos comerciales, y de esa comedia negra y desenfadada que era La casa Gucci, y esperaba un biopic más o menos canónico de la figura de Napoleón Bonaparte y no me di cuenta, hasta mediada la película, que a Ridley Scott le importaba bien poco el rigor histórico (con eso han hecho sangre los historiadores cuando el cine es una ficción y el rigor histórico brilla por su ausencia desde los westerns de John Ford a las películas de romanos), y hasta la épica, que tan bien se le da (la batalla de Austerlitz, resuelta sobre un lago que los proyectiles de los cañones resquebrajan para ahogar al ejército enemigo parece un remake del desembarco de Normandía de Salvar al soldado Ryan de Steven Spielberg, Napoleón animando a sus antiguas tropas a unírsele, tras romper su destierro en la isla de Elba, parece un autohomenaje de Gladiator cuando Máximo Décimo (Rusell Crowe) apela a sus legionarios, y la batalla final de Waterloo no es gran cosa cinematográficamente hablando tratándose del director de El reino de los cielos) no es el plato fuerte de la película porque lo que realmente le interesaba al octagenario genio cinematográfico era la historia de amor entre el emperador francés y su amante, luego esposa y finalmente amiga íntima Josefina.



El Napoleón de Ridley Scott es un personaje bastante vulgar, anodino aunque buen estratega militar, un mediano amante que cabalga, siempre vestido, a su Josefina, y emocionalmente dependiente de su amor a pesar de que lo sacrifica cuando no puede darle ningún heredero. La película del director de Los duelistas, una de sus obras maestras indiscutibles que transcurre durante las guerras napoleónicas, se centra en la fragilidad de uno de los mayores dictadores de la historia de la humanidad que en su intimidad relinchaba, como uno de los caballos que pierde en el sitio de Tolón al que extrae el corazón una vez muerto por un cañonazo, hacía el amor bajo las faldas de una mesa en presencia de la servidumbre, y que sin su Josefina, la gran mujer que dicen que casi siempre hay detrás de un gran hombre, prácticamente no es nadie. Los últimos momentos de la película, con esas cartas que se cruzan entre sí los amantes que ya no son marido y mujer por razones de estado, recitadas en voz en off, pero que se siguen amando enloquecidamente, son los más intensos de la película, le dan su verdadera dimensión de historia de amor. Napoleón era un tirano, un megalómano, un narcisista que se coronó a sí mismo emperador de los franceses en esa recreación casi exacta que hace Ridley Scott de un cuadro del pintor Jacques-Louis David, un despiadado estratega militar al que poco le importan la vida de sus soldados, pero eso no es lo que quiere mostrar Ridley Scott en su film intimista. Los monstruos siempre tienen algo de humanos.



Se debe de estar carcajeando Ridley Scott de sus críticos (quizá la partida del presupuesto para comprar sus alabanzas fuera pequeña para contentarlos a todos) a sus ochenta y cinco años y con una vitalidad creadora que para sí quisieran otros muchos directores. Algunas escenas de su película desconciertan, parecen pura astracanada (la decapitación de María Antonieta que abre el film; los cañonazos con los que el entonces general aplasta una sublevación realista dejando cuerpos desmembrados sin titubear; Robespierre y sus sesiones parlamentarias de vodevil), otras parecen sacadas de films anteriores (el asalto a las murallas de Tolon, pésima maqueta, de El reino de los cielos), no está tan acertado en la recreación de las batallas, huye del vistoso colorido y de la coreografía militar de Stanley Kubrick en Barry Lindon y opta por los tonos grises y blancos en una fotografía feísta por la que ya se decantaba en El último duelo, quizá porque la guerra es algo sucio, inhumano y cruel que no deba embellecerse. De hecho termina la película con una relación de las víctimas que produjeron las sucesivas aventuras coloniales de Napoleón, sus desastres humanos, las víctimas producidas por su insaciable afán de poder.



Se ha hablado mucho de la interpretación que hace Joaquin Phoenix del líder europeo. Ni de lejos es una de sus mejores actuaciones, que para mí sigue siendo la de The master de Paul Thomas Anderson frente a Philip Seymour Hoffman, aunque el actor norteamericano trabaja a conciencia el personaje, un patán para la realeza europea con la que se rodea después de vencerla en el campo de batalla, un tipo poco atractivo y escasamente atlético al que siempre tienen que ayudar a subir a su caballo, aupándolo, un guerrero que mira las batallas desde la retaguardia y con catalejo, alguien que se duerme de pie antes de una derrota trascendental como la de Waterloo. Quien es la guinda del pastel es Vanessa Kirby, sensual y exquisita en su papel de Josefina, un culmen de sensibilidad y expresividad, y un irreconocible Rupert Everett como duque de Wellington.



Este Napoleón cinematográfico tiene tanto rigor histórico como la Maríe Antoinette de Sofia Coppola ante la que nadie se rasgó las vestiduras.  No es la mejor película de Ridley Scott, porque el director británico tiene a sus espaldas una filmografía de oro que muchos le niegan y no pocos envidian. Su Napoleón es un relato inconexo que va de las pirámides de Egipto, que no bombardeó, a las estepas de Rusia, en donde creo que debería haberse recreado más cinematográficamente hablando (lo hizo, magistralmente, en Los duelistas, y vuelvo a ese film icónico y modélico): hay demasiados lagunas (la campaña de España) en medio. No está claro cómo se convierte en líder ni su relación con la revolución francesa. En dos horas y media difícilmente se puede condensar una vida tan intensa como la del corso. Y le falta pulsión dramática, esa que derrochaba en El último duelo o en Black Hawk derribado. El director de Alien da gato por liebre, vende una cosa y ofrece otra diametralmente distinta, pero te mantiene en la butaca.



El Napoleón de la última escena, tan desencantado como el Cristóbal Colón de 1492, otra de las películas lapidadas del director británico, se da cuenta de la futilidad de la vida cuando, en su destierro en la isla de Santa Elena, pregunta a unas niñas que juegan si saben quién es y estas le explicitan su desconocimiento. De amo del mundo a nada: la gloria es pasajera. Ahora toca esperar el turno al Napoleón de Steven Spielberg con el guion que dejara escrito Stanley Kubrick y que no pudo rodar. Esa sí que habría sido una obra maestra. En manos del director de Los Fabelman  tengo mis dudas.


Bilbao, en los años ochenta. Bombas y tiros en la nuca. Kale borroka contra los txakurras de la Ertzaintza. En ese ambiente crispado de violencia diaria que ha normalizado la muerte del contrario, Iñaki, un joven vasco sin oficio ni beneficio, se debate entre seguir a su cuadrilla o salirse de ella. Para él no hay futuro.




 


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