CINE / LA ZONA DE INTERÉS, DE JONATHAN GLAZER
Resulta tarea ardua innovar a la hora de
hacer una película sobre el Holocausto porque la lista de recreaciones de la
mayor aberración de la historia de la humanidad es larga, y necesaria, diría
yo, porque hay que recordar una y otra vez lo que pasó aunque siga pasando. No
hace mucho se estrenó un film modélico del veterano director norteamericano
Barry Levinson, El superviviente de
Auschwitz, que pasó sin pena ni gloria, tuvo la misma suerte que El último duelo de Ridley Scott. Hay
veces que uno no entiende al público. Pero quien más quien menos tiene en el
imaginario películas como La lista de
Schindler, una historia terrible que, a pesar de todo, tiene un final
feliz: los judíos de esa lista que se salvan. Pero hay otras películas más
arriesgadas sobre el tema que revuelven el estómago y citaría dos que me
impactaron de forma muy directa: La zona
gris de Tim Blake Nelson y El hijo de
Saúl de László Nemes. La película norteamericana incidía en el día a día
monótono y siniestro de los guardianes de un campo de exterminio que no se
acostumbraban a respirar ceniza humana ni al ruido implacable de los hornos
crematorios: espeluznante. La película húngara mostraba el horror
premeditadamente desenfocado, subrayando el sonido, la única forma para que su
protagonista Saúl, miembro de los sonderkommando, consiguiera sobrevivir en el
infierno. Se llevó el Oscar a la mejor película extranjera.
Espero y deseo que La zona de interés no corra la misma suerte que su anterior,
original e inquietante film Bajo la piel que
tardó años en estrenarse a pesar de que lo interpretaba Scarlette Johanson en
el papel de alienígena promiscua y mantis religiosa que mataba a sus parejas
tras la cópula. Jonathan Glazer (Londres, 1968), director con un gran dominio
de la imagen porque viene de la publicidad, vuelve al horror más absoluto, tras
un largo paréntesis de diez años, con La zona de interés, basada en la novela
del escritor Martín Amis que murió por la pandemia del Covid, y centra el
objetivo en la personalidad de Rudolf Höss, el comandante del campo de
exterminio de Auschwitz, su mujer y sus rubios hijos que viven en una especie
de casita con jardín, piscina e invernadero junto al mayor matadero humano de
la historia de la humanidad.
El tema central del impactante film del
director de Sexy Beast, otro de sus
notables películas, que rehuye por
sistema cualquier imagen directa del horror cuando László Nemes lo desenfocaba
y así lo subrayaba, es la banalización del mal, como este se convierte en
cotidiano y asumible sin pasar una factura emocional a los que lo ponen en
escena. El comandante de Auschwitz, como sus guardianes, tenía familia,
mascotas, hasta caballo (Rudolf Höss confiesa su amor a uno de ellos cuando
emprende viaje fuera del campo), criadas, y la presencia cotidiana de una
muerte que respiraban no les afectaba en lo más mínimo. Para su esposa esa
forma de vida, junto al centro de trabajo de su marido, es la ideal, y de hecho
se enfurece cuando este apunta que quizá deban abandonar Auschwitz.
En una de las secuencias del film Rudolf Höss
(Christian Friedel, el protagonista de La
cinta blanca de Michael Haneke) recibe la visita de unos vendedores que le
ofrecen una producto magnífico para la actividad de su matadero: un horno
crematorio que llega a los mil grados en pocos minutos, tiene una enorme
capacidad de carga (humana) y se enfría muy rápido para volver a actuar sin
temor a que reviente. En otra Hedwig (Sandra Hüller, la protagonista de Anatomía de una caída que confesó sentir
náuseas interpretando a su personaje), la esposa de Höss, se prueba un abrigo
de visón producto de la rapiña de Canadá, el almacén adonde iban a parar todos
los objetos personales de los exterminados, y luego, con generosidad, reparte
camisones del mismo origen entre el servicio. Tampoco son ajenos al horror los
hijos de Höss que se saludan al modo hitleriano, llevan la esvástica en la
bocamanga y juegan con canicas que son dientes de oro. Durante una reunión de
amigas en esa casa modélica, con pastel y té por medio, una de ellas bromea
sobre el ingenio de los judíos porque encontró una esmeralda dentro de un tubo
de pasta dentífrica.
Todo es frío en Zona de interés, la ausencia buscada del primer plano de los
actores ayuda en eso, en transmitir la inhumanidad de unos personajes que no
sienten nada, también la fotografía luminosa y sin color, como esos
documentales que hemos visto muchas veces de Hitler y su amante Eva Braun
captados en su vida cotidiana. Los monstruos viven pared con pared con el
matadero y respiran su aire. Las hermosas lilas que cuida con esmero Hedwig son
abonadas con ceniza humana, porque hay que aprovecharlo todo por el
racionalismo alemán. En cada plano exterior del film, que casi en su totalidad
está filmado en la casa y en el jardín, se ve el humo de las chimeneas de los
crematorios que tiñen de rojo el cielo al anochecer. Distantes, se oyen el
rumor feroz de los hornos que trabajan a destajo y los disparos de los
guardianes que juegan al tiro al blanco con los presos, el ladrido de los
perros, los gritos de las víctimas. En una de las secuencias Höss, que no tiene
ningún tipo de relación afectiva ni sexual con su esposa (no la roza, no la
acaricia, duermen en camas separadas, a lo más que llegan es a reírse de
chistes vulgares o a irritarse ella cuando él insinúa que quizá tengan que
cambiar Auschwitz por otro destino), se hace traer a una joven judía de pelo
muy largo para disfrutarla, y hay otra elipse. En el siguiente plano se le ve
andando por un dédalo de túneles subterráneos, aproximarse a un fregadero y
lavarse con ferocidad ese pene que ha entrado en el cuerpo de ese ser
indeseable al que habrá ordenado que maten a continuación.
Jonathan Glazer habla de la vida cotidiana de
esos asesinos implacables y fríos que no eran conscientes de sus
monstruosidades sencillamente porque habían perdido toda noción de empatía y
los judíos no eran humanos y por esa razón se los podía eliminar de la faz de
la tierra, e intercala secuencias misteriosas y oníricas filmadas en negativo
con una cámara termodinámica y con efectos sonoros inquietantes en donde una
niña sale por las noches a dejar comida a los presos judíos. Solo la madre de
Hedwig, que viene a pasar unos días con ella y su yerno y se lamenta de la
detención de una conocida (la hija solo aduce de que no pudo hacerse con unas
cortinas que le gustaban y que, como todos los bienes de los judíos, se
repartían entre los vecinos cuando se los llevaban), muestra un ligero horror
cuando atisba al exterior por la ventana del cuarto de invitados y desaparece a
la mañana siguiente.
“El libro de Martín Amis” dice el director
“me enseñó el coraje para retratar a los verdugos como gente absolutamente
normal, son terriblemente comunes, aburridos, son nuestros vecinos, somos
nosotros movidos por ese impulso corriente de aspirar a una vida acomodada,
aburguesarse, y eso me fascinó”. En un momento del film se produce un salto
temporal fantástico a la actualidad,
Rudolf Höss desciende por una escalinata solitaria, no se encuentra bien, puede
que vomite, y aparecen las estancias del museo del Holocausto de Auschwitz, la
sala de los zapatos, la de las maletas, los hornos crematorios, las cámaras de
gas siendo limpiadas por las empleadas del complejo que dejan los cristales
relucientes tras los que los visitantes de ese parque temático del horror que
está junto a una de las ciudades más bellas de Europa, Cracovia, ven la escoria
que dejó esa masacre industrial.
Los nazis eran buenos padres, cariñosos con
sus vástagos mientras asesinaban a los de las razas inferiores. Rudolf Höss
recita el cuento de Hänsel y Gretel a
su hija, para que duerma, y se recrea en el pasaje en que meten a la bruja en
el horno y la queman, cuando al lado, mientras explica ese cuento, arden
personas en el plano real. La esposa Hedwig, despótica con su servidumbre
cuando se irrita, arribista, orgullosa de su papel de reina de Auschwitz, le
dice a Höss que cuando acabe la guerra comprarán una granja. Mi marido está siempre trabajando, dice
a sus amigas, calificándolo de un adicto al trabajo y un perfeccionista. Rudolf
Höss, un burócrata sin alma, se jactaba de poder eliminar en un solo día a
25.000 personas, convertir sus vidas en humo en un santiamén. No entendió que
lo colgaran cuando se había limitado a hacer bien su trabajo.
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