LOS RELATOS DEL PLAYBOY


Este relato, absolutamente desvergonzado y deudor de las historias galantes francesas que clandestinamente se vendían en tiempos de la Ilustración, como las de MICHEL MILLOT, CLAUDE LE PETTIT, JACQUES VERGIER, JEAN-BAPTISTE VILLART DE GRÉCOURT, RESTIF DE LA BRETONE y EL MARQUÉS DE SADE, escrito precisamente al socaire de haber ganado La Sonrisa Vertical y tener que dar una conferencia en Badajoz sobre literatura erótica, que finalmente quedó en suspenso a causa de la lluvia, fue publicado, y magníficamente ilustrado por Jordi Longaron en la revista Playboy en su número 182 de febrero de 1994.

LOS PLACERES DE LA ILUSTRACIÓN

José Luis Muñoz
Los duques de Chandom arribaron al castillo a media tarde. No era la primera vez que se dejaban caer por la mansión. La última fue en primavera, y esta visita, la de otoño, iba a ser la cuarta con que obsequiaban a mis señores, los marqueses de Bellevue. La duquesa, por nombre Louisette, era una mujer bella, pese a que la juventud había quedado atrás, de porte grácil y andares felinos. El duque, por nombre Amadeo, era, por el contrario, un personaje vulgar, mal me está el decirlo, al que nadie, a primera vista, otorgaría unos orígenes aristocráticos, ya que parecía más un palafrenero que un verdadero noble; bajo, rechoncho y colorado, se decía que por catar los vinos que producían sus setecientas hectáreas de garnacha de la hacienda de Chandom, se cuestionaba hasta su nobleza y hay quién le hacía hijo de una ama de llaves rolliza y mofletuda que tuvo a su servicio, en el sentido más amplio de la palabra, su padre hasta la muerte. Malas lenguas, que siempre hay y resultan especialmente venenosas en esas esferas, decían de él que era un asiduo visitante de prostíbulos, en cuyos lechos había contraído un sinfín de enfermedades venéreas, que conocía por su nombre de pila a todas las meretrices de la región, y que de entre ellas había sacado a Louisette, la más viciosa de ellas, una cocotte capaz de saciar los ardores de cincuenta varones en una sola noche y que ahora ostentaba el pomposo título de duquesa de Chandom.
- Los marqueses os esperan. Síganme, por favor.
Les precedí por los pasillos de palacio, por las escaleras de mármol de Carrara y por la enorme suite de los marqueses. Oí tras de mí el torpe andar del orondo duque contrapunteado por el fru-fru excitante del vestido de su joven y hermosa esposa.
- Los duques de Chandom - anuncié.
Los marqueses de Bellevue, a cuyo servicio llevaba quien cuenta esta historia más de quince años, eran gente aristocrática de verdad, engolados ambos, con más hacienda que dinero, con más servidumbre que comodidades, realistas acérrimos en una época en que la monarquía comenzaba a desmoronarse, seguidores de Richelieu, y por ello más monárquicos que el propio Rey, a quien adoraban pese a que nunca les dispensó sus favores a excepción de una montería que celebróse en la heredad y a la que acudió el monarca y parte de la Corte. Michelle, la marquesa, era una oronda mujer cuyas abundantes carnes mal cuadraban con sus ajustados vestidos. Se pasaba dos horas al día empolvándose la cara y probándose pelucas de su ingente colección - más de doscientas - antes de quedar medianamente satisfecha de su aspecto físico, lo que motivaba que su doncella Mariette estuviera más tiempo con ella que atendiendo a su esposo el campesino Henrius. En cuanto al marqués de Bellavue era suave y femenino como un melocotón, tan joven que el vello aún no había cuajado en su rostro, y tan inquieto como un joven potro, de tal modo que nunca tenía bastante en lo que a asuntos de cama se refiere y requería casi a diario los servicios de la joven Mariette, la camarera, hija bastarda, según malas lenguas, de su padre con una lavandera de Sant Louis, más famosa por su belleza y sus protuberantes tetas que por su pulcritud, lo que convertía a la bella camarera en hermana y sierva del marqués al mismo tiempo, sin que ninguna de ambas circunstancias frenara el irreprimible apetito carnal de mi amo.
- Balthazar.
- Diga, mi señor.
Estaba en pie, en la suite, próximo a la mesa de caoba con incrustaciones de ámbar tras la que el marqués había permanecido sentado y de la que se levantaba. Obvia el decir que los recién llegados se habían presentado, habían intercambiado distantes saludos con sus anfitriones, besado manos, esbozado reverencias, y que el duque se había acomodado en una chaise longue que pasaba por ser la pieza más preciada del palacio, regalo de cierto príncipe italiano que pernoctó en el castillo y obtuvo los favores de la marquesa, mientras madame Louisette, me resisto llamar condesa a una simple meretriz, paseaba por la estancia con la excusa de ver los múltiples grabados eróticos que colgaban de sus paredes, pero con la taimada intención de deleitar, o provocar, con sus andares de potra en celo.
- Pon el champagne en la fresquera y tráenos media docena de ostras.
Mi oficio es callar y obedecer, cifro en la reserva mi continuidad al servicio de los marqueses que me contrataron cuando apenas era un mozalbete que no sabía sonarse las narices. En diecisiete años al servicio de los señores de Bellevue he visto de todo, desde duelos a espada en el jardín que rodea la finca que, afortunadamente, eran a primera sangre, hasta citas secretas de mi señor con todo tipo de criadas, meretrices y campesinas en el pabellón de caza reservado al animal femenino más que a otra especie cinegética.
A mí, particularmente, las ostras me producían sentimientos encontrados. Por una parte veía en aquella sustancia babosa que se contraía cuando se le aplicaba limón, un trasunto del interior del sexo femenino, incluso hasta el olor se correspondía con él, y por otra parte, al ingerirlas, era como si un gran moco marino se me atragantara. Mis amos, los marqueses, eran muy aficionados a las ostras por su poder afrodisíaco, aunque el marqués no necesitara ni de ostra, ni de ungüentos, ni de polvo de cuerno de rinoceronte para satisfacer carnalmente a sus oponentes, ya que eran famosas sus dotes amatorias que trascendían el cerrado recinto del palacio y se propagaban hasta más allá de las últimas casas de Saint Louis y de todos los burdeles a cien kilómetros a la redonda, en dónde eran bien notorias sus hazañas.
Cuando regresé con las bandejas de ostras el clima en la suite de mis amos era más distendido. Mi señora se había desprendido de su peluca y lucía una cabellera salvaje y rubia, que yo apenas había vislumbrado con anterioridad, habíase aflojado el corpiño, que al parecer apretaba sus carnes, y se abanicaba tratando de aliviar el calor que envolvía su cuerpo. El marqués, para no ser menos, también se había aligerado de ropa, desprendiéndose del zapato derecho, de la molesta gorguera y del fajín, que yacía en el suelo. Con el pie descalzo, cubierto con media blanca, que ceñía su pierna hasta bien entrado el contorneado muslo, acariciaba la entrepierna de la marquesa, que reía con satisfacción y cerraba los muslos para evitar una huida.
- Baltazhar - dijo con cierto fastidio al verme entrar - Ofrece ostras a nuestros amigos y vete. Vuelve cuando te llame.
Me retiré a la cocina. Y allí esperé, en compañía de madame Nouvelle, la cocinera arlesiana, la mujer más gorda que haya visto jamás, cuyos pantagruélicos pechos encorsetados y rollizos muslos constituían la mejor carta de presentación de sus cualidades culinarias. Madame Nouvelle, mademoiselle si atendemos a que no se había desposado aún y pocas posibilidades tenía de hacerlo si no conseguía conquistar al posible marido por el estómago, tenía cierta fijación por mí, lo que, dicho sea de paso, no me molestaba. Se acercó a mí, secándose las manos, sucias de vaciar higadillos de oca, en su delantal, se sentó a mi vera y, acto seguido, palpó mi entrepierna buscando con ansiedad el miembro viril. Repito que a mí ella no me causaba problemas, por lo que abrí la bragueta y con prontitud puse mi polla en su mano esperando que obrara el milagro de la resurrección y le confiriera la consistencia adecuada y el aspecto potente que todo miembro viril debe tener. Se aplicó a ello la cocinera con gran tesón, restregando, al mismo tiempo que sus manos ensalivadas me meneaban la polla a un ritmo trepidante, sus grandes tetas contra mi pecho, contra mi cara, tratando de aplicar sus enormes pezones a mi parca boca, como si su subconsciente tratara de compensar la pérdida de mi leche con la ganancia de la suya. A mitad de la faena sonó la campanilla de la suite de los amos e insté a madame Nouvelle a que terminara con prontitud la tarea que estaba a medias. Se arrodilló con dificultad, con las tetas asomando por su escote desabrochado, resoplando me abrió los muslos con determinación tras bajarme las calzas hasta los tobillos y se aplicó a la tarea de succionar la polla, que ya estaba a punto de derrame, mientras con las manos me tironeaba de los huevos e instaba, a su vez, a que extendiera yo caricias sobre sus pechos anhelantes. Si algo de especial tenía madame Nouvelle era su extraordinario virtuosismo culinario y su buen hacer bucal que conseguían hacer olvidar la desmesura de sus carnes. Y así fue como me dejé ir una vez más mientras me imaginaba panadero amasando la masa blanda de sus senos.
Cuando entré por segunda vez en la suite la situación era muy distendida. Los músicos de la orquesta de cámara del palacio, cuatro empelucados y afeminados efebos, frotaban los arcos de los violines interpretando una melodía de Albinoni, circunstancia que al parecer había animado al marqués a desnudarse por completo y a la marquesa a abatirse sobre su miembro insaciable y hacerle una mamada en toda regla. El duque, animado sin duda por el espectáculo, se había bajado las calzas, sólo las calzas pues la peluca estaba en su sitio, la gorguera continuaba ciñéndole el cuello y los polvos no habían marchado de su rostro, y polla en mano, un miembro torpe, torcido y rojizo que a duras penas sobresalía de su fatuo barrigón, brillante de esperma sin haber entrado en liza, se aproximaba a la distraída marquesa cuyo pompis se agitaba al ritmo de sus labios sobre el glande de su esposo.
- Balthazar - me dijo el marqués, cerrando los ojos y sufriendo, al parecer una convulsión de placer -. Trae patés para mis invitados y una botella de champagne.
La cocina estaba en la planta primera del castillo. Debía bajar cuatro tramos de escaleras, pasar por el hall, torcer a la derecha, luego a la izquierda y enfrentarme a la temible e insaciable madame de Nouvelle.
- Paté y tostadas. Y copas de champagne. ¡Y quietas las manos!
Cuando regresé a la suite la situación era otra. Los músicos seguían rascando sus violines, aunque ahora Vivaldi era el afortunado que había sustituido a Albinoni. El marqués yacía en la chaise longue, divertido al parecer por el espectáculo que tenía lugar ante sus ojos, con la polla cabalgándole sobre el muslo, y el duque, sin perder la compostura, arremetía con firmeza contra la grupa de la marquesa a quien parecía deleitarle mucho el asunto a juzgar por los gemidos que salían de su boca y la retahíla de obscenidades que murmuraban sus trémulos labios. No era la primera vez que veía las nalgas de mi ama, tan grandes que diez manos serían pocas para cubrirlas, pero rosadas y suaves como las de una niña, demasiado grandes como para ser bellas si nos atenemos a los modelos estéticos clásicos, aunque en el terreno de los placeres del sexo la estética se sacrifica siempre en aras de la práctica y pocas cosas son comparables al placer que proporciona un buen culo embestido por una verga, y para que reciba ese calificativo deben darse las circunstancias de que sea grande, sobre todo redondo, que las nalgas sean prominentes con respecto a la espalda, y que el surco sea prieto para cuando la polla consiga abrirse paso entre semejantes lomas e insertar un dardo de amor en el profundo valle que esconden, el placer sea completo. Cierta vez en que el marqués estaba oficialmente de caza - de cata de mujeres, para hablar con propiedad - sorprendí al palafrenero, hombre vulgar, rudo y medio negro, mudo para más virtudes, gozando del hermoso culo de mi señora. El siervo era mudo, pero ella, con aquel gran tranco que licuaba su sexo, suplía con creces el silencio de su amante. Tan descomunal griterío fue lo que me tentó a entreabrir la puerta de su aposento quedándome ahíto por el cuadro entrevisto, que no es cosa buena el comprobar que los amos adolecen de los mismos deseos que el común de los mortales y que para satisfacer tan elementales apetitos echen mano de las clases inferiores, pues en la coyunda algo del esclavo queda en el interior del ama.
Pero volvamos al presente. En un momento determinado el faldón le cubrió la cara a la marquesa y las enaguas estaban en el suelo, pisoteadas por el jumento en que el duque se había convertido, un duque cuya compostura estaba en entredicho a juzgar por la posición oscilante de su peluca y el espectáculo indecoroso de su trasero cubierto de vello en movimiento de vaivén, por lo que más parecía un fauno violando a una doncella de carnes virginalmente blancas que un miembro distinguido de la aristocracia.
- El paté, mis señores.
Dejé la bandeja con las tostadas, el paté de oca, el champagne y las copas. Descorché la botella con gran explosión. Escancié el líquido espumoso en cada una de las alargadas copas. Llevé las copas hasta los invitados. El marqués, desnudo, empezaba a tener una segunda erección refocilado por el arte de montura con que el invitado obsequiaba a su esposa. La hermosa duquesa Louisette, presa de gran ardor, se había desabrochado el corpiño y jugaba ávida con los pezones de sus tetas cuando yo le ofrecí su copa. El duque no estaba para champagne y me hizo un gesto de que me llevara su copa. En cuanto a la marquesa no se la veía, sepultada por la falda, sólo se la oía, y de qué manera, mugidos entrecortados por suspiros y protestas que no eran otra cosa que acicates a que el taladreo de su coño se prolongara eternamente.
No me fui hasta que no vi acabar aquella faena. El estoque del duque entraba hasta el fondo en el coño húmedo y rubio de mi señora que se le abría como una ostra, como las que se acababan de comer, o sorber, y al que se llegaba con dificultad por la posición, abriéndose paso por entre los montículos de carne del culo que enrojecían por la refriega y aleteaban como si dotados de vida estuvieran. Unos gemidos, agudos los de ella, sordos los de él, me indicaron que estaba asistiendo a la culminación. El duque, rojo todo él, como cuando se tomaba más de una copa de vino de su cosecha, y como si fuera a explotar, se encabritó y empezó a descargar entre los dos glúteos, regando hasta la inundación el monte de Venus de la marquesa, del que extrajo una polla pringosa, cuando hubo terminado, barnizada por el licor del amor que manaba aún de su punta y goteaba sobre la alfombra persa del suelo, y era el mismo brillo que se apreciaba en las comisuras del coño bien abierto y colmado de la marquesa, una boca golosa ávida de placeres y con vida propia que comenzaba a atraerme como un imán. No está bien el decirlo, pero confieso que de tanto sexo que invadía la estancia, mi miembro se iba poniendo otra vez duro e iba a precisar del alivio presto de madame Nouvelle si la puerta apetitosa y lubrificada de mi ama, por mí tan deseada, me era vedada.
- Balthazar.
- Decidme, señor.
Me sonrojé. El amo acababa de descubrir mi deseo, que se hacía patente bajo mi calzón, y ya me imaginaba yo una docena de azotes para calmar mi libido. Me llamó con un gesto, para no ser oído.
- Andad con ella. Os espera. Y no digáis quien sois. Ensartadla hasta el fondo. Folladla hasta secaros. Si ella no se da cuenta del cambio no seré yo quién os recrimine la acción. Andad, plebeyo, a hundir vuestra humilde polla en ese coño de postín y tened el privilegio de fundir vuestro licor de siervo con el nuestro de aristócratas.
De puntillas me acerqué a aquel pálido y hermoso culo que aún permanecía alzado esperando alguna propina y, bajándome el calzón, le encajé presto el miembro. Aquella flor de pétalos rosáceos estaba tan lubrificada por los humores propios y ajenos que la polla desapareció en su interior sin esfuerzo, como tragada. Ella sólo gimió, sin moverse, y acertó a balbucir mientras agitaba el trasero.
- ¿Más aún, mon ciel?.- con un tono de gozosa incredulidad.
La monté con discreta pasión. Hubiera deseado morder aquel culo que se tragaba mi polla, haber metido mi mano por el corpiño y palpado las grandes tetas de mi señora, o besado sus labios, pero me contuve y me limité a cabalgarla lo mejor que pude. Me excitaba el saberme un intruso en su coño, el estar follando por mediación de otros, del duque, del marqués, de ser el follador anónimo y de que ella no se diera cuenta y me aceptara, o quizá si lo supiera y le diera igual mientras la polla estuviera dura y el placer se le multiplicara en las ingles. Tenía un hermoso culo redondo como un mundo, me decía, mientras lo manoseaba en toda su extensión y lo separaba y juntaba, mientras lo exploraba con la punta de mi polla cada vez que ésta, peligrosamente, se encabritaba y amenazaba con acabar la función. Entré una y otra vez en aquel coño abierto y rubio que se cerraba sobre mi polla como la boca de una ameba, para no dejarla escapar, hasta que no pude aguantar más y escancié mi licor en silencio, no fuera que mis gemidos me traicionaran y el misterio de la coyunda fuera desvelado y mi espalda sufriere el rigor de los trallazos. La mantuve en su interior mientras me vaciaba, apretándome a su culo, y no salí de ella hasta no sentirla seca y vacía, yerma y floja, y la cueva, que tanto placer me había otorgado, anegada en líquido. Regresé a la cocina con un tembleque en las piernas, y entrando en ella me senté en el banco a descansar.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó la cocinera alsaciana.
- Me acabo de follar a la marquesa - dije, con entusiasmo - Tiene un coño hermoso, un culo soberbio. Es una gran mujer.
Cuando me llamaron para que sirviera los postres la situación en la suite era, por decirlo de alguna manera, comprometida, por cuanto el sexto mandamiento de la Iglesia Católica era conculcado por todos los allí presentes. Louisette desnuda, haciendo honor a su fama de experta meretriz, retozaba con los cuatro músicos, que habían abandonado libreas e instrumentos para hacerla gozar de todas las formas posibles. Eran cuatro músicos bien armados que ejercían igual virtuosismo con sus instrumentos de cuerdas como con las barras rígidas y velludas que les colgaban de la entrepierna y desafiaban arrogantes las leyes de Newton. Uno le follaba el culo, otro el coño, un tercero le follaba la boca y el cuarto se follaba a éste último sin reparos de su sexo con lo que nadie se quedaba apeado del placer múltiple que con gran inteligencia había urdido el quinteto. En la chaise longue yacía la marquesa, tal como Dios la trajo al mundo, con sus grandes pechos vencidos a ambos lados de su torso y los muslos abiertos, ya sin falda, ni enaguas ni medias ni zapatos, tan desnuda como una ninfa rescatada de las aguas de un río por una banda de faunos. El marqués, arrodillado, hundía la lengua en su raja y besaba sus labios venales mientras con sus manos erizaba los pezones de las areolas.
- Balthazar - me dijo el marqués en una de sus descansos - sácate las calzas.
Obedecí. No podía negarme. Quedé desnudo en medio de la suite, con mis vergüenzas al aire, esperando el último capricho de mi señor.
El marqués dejó al duque la continuación de su trabajo, tarea a la que éste se entregó primero con la lengua para pasar después a taladrarla con la polla, se acercó a mí, me ciñó la cintura con su brazo y me besó en la boca. Mi inicial sorpresa dio paso a una extraña sensación en la que se mezclaba el temor hacia lo desconocido con una reprimida sensación de placer.
- Os habéis follado a mi esposa. Todos se la follan. Después del duque serán los músicos los que darán cuenta de ella si Louisette no los exprime demasiado. Miradla, qué cara de felicidad y éxtasis.
Y mientras me hablaba me acariciaba el pecho y me tomaba la polla con su mano, y mi polla, contra mi deseo, comenzó a endurecerse de forma terrible, y más se endureció cuando su mano izquierda me palpó el culo.
- Ahora os toca recompensarme de alguna manera.- me dijo obligándome a hincarme de rodillas ante él.
Me encontré con su polla en los labios y hube de abrir la boca para dejar que se acomodara en ella. Si yo amaba y veneraba mi polla, me dije como consuelo, ¿por qué iba a rechazar las ajenas? No podía negarme a semejante experimento o capricho cuando acaba de beneficiarme a la marquesa. Le sentí llegar como una especie de maremoto y no pude huir pues me retuvo por la nuca. No me soltó hasta no vaciarse. No sería sincero si dijera que hubiera preferido los doce latigazos a esa afrenta, sobre todo porque luego él hizo lo mismo con la mía, tras tumbarme en la chaise longue y desnudarme, y que cuando me corría vi a Louisette que se abalanzaba sobre el magnífico coño de la marquesa de Chandon que, en aquellas horas de la noche, ya humeaba. Corrimos los dos a hacernos con alguna porción de sus culos, yo tomé el de Louisette, que ansiaba probarlo, pequeño, respingón, con un coñito que se abría en su parte posterior y perfectamente accesible desde un asalto dorsal, y comencé a cabalgarla mientras mis dedos jugueteaban con sus puntiagudas tetas cuyos pezones frunciánse de placer, el marqués se unió con fidelidad conyugal al coño de su esposa y corrieron también los músicos dispuestos a asaetearnos sin ningún tipo de prejuicio. Mientras, el duque, harto de tanta coyunda, daba cuenta de la bandeja de tocinillos de cielo que yo había traído.













Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Atrevidísimo tu relato,magistralmente ambientado,magistralmente escrito.
Choderlos de LAclos se que dó cortísimo,jeje
José Luis Muñoz ha dicho que…
Jajaja. Me gustó especialmente escribir este relato. Ambientarlo en un ambiente aristócratico entre pelucas, criados, porcelanas. Ya que la citas, maravillosa LAS AMISTADES PELIGROSAS, la novela y el peliculón que hizo Stephen Frears con un Malokowich y una Glen Close en estado de gracias absoluta.
Muchas gracias, Pilar
Anónimo ha dicho que…
Me encanta la ambientación tan evocadora de tu relato.Y,sí,la película es maravillosa,la he visto más de una vez y siempre he disfrutado.Los actores,insuperables,incluida la cándida M.Pfeifer.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Tiene secuencias prodigiosas. Recuerdo cuando Malkowich se deja matar en duelo por Keanu Reeves. Cuando Malkowich redacta las cartas sobre el trasero de Uma Thurman. O el abucheo final de Glen Cloose en el teatro. Es una autentica maravilla. Me alegro compartir gustos
Anónimo ha dicho que…
Sí,recuerdo todo,especialmente la escena de las cartas ,el gesto perverso de Malkovich.Insuperable.

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