LA PRIMICIA

AMIR VALLE
Escritor, Ensayista, Crítico Literario y Periodista. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC). Ha obtenido los más importantes premios literarios del país, destacándose en los últimos años el Premio Nacional Razón de Ser de Novela 1999, el Premio Nacional José Soler Puig de Novela 1999 y el Premio Nacional La Llama Doble de Novela Erótica 2000.
Ha obtenido importantes premios literarios en República Dominicana, Colombia, México y Alemania en los géneros de cuento, novela y ensayo y ha sido finalista del Premio Literario Casa de las Américas en tres ocasiones: en cuento (1994) y en testimonio (1997 y 1999).
Ha publicado los libros Tiempo en cueros (Cuentos, Cuba 1988), Yo soy el malo (Cuentos, Cuba 1989), En el nombre de Dios (Testimonio, Cuba 1990), Quiénes narran en Cienfuegos (Ensayo, Cuba 1993), Ese universo de la soledad americana (Ensayos, Colombia , 1998), Ciudad Jamás perdida (Novela, Suecia, 1998, traducida al sueco), La danza alucinada del suicida (Cuentos, Cuba, 1999), el libro de testimonio Con Dios en el camino (Siria, 2000, traducida al árabe), Manuscritos del muerto (Cuentos, Cuba 2000), Brevísimas demencias: la narrativa cubana de los 90 (Ensayos, Cuba 2001), Las puertas de la noche (Novela, España, 2001 y Puerto Rico, 2002), Si Cristo te desnuda (Novela, Cuba, 200, España, 2002) y Muchacha azul bajo la lluvia (Novela, Cuba, 2001).
Tiene en proceso editorial en Canadá, traducida al francés, su novela Si Cristo te desnuda. Su novela Las puertas de la noche verá la luz en Italia este año. En la actualidad sus novelas Si Cristo te desnuda y Muchacha azul bajo la lluvia han sido publicadas en formato ebooks por la editorial electrónica Novalibro.com, de España, y próximamente saldrá su ebook Brevísimas Demencias: la narrativa cubana de los años 90.
Como crítico ha seleccionado y prologado las antologías Los muchachos se divierten, El ojo de la noche (de narrativa femenina cubana de los años 90, 2000), Otras brevísimas demencias. El cuento latinoamericano de los años 90 (de próxima aparición por la Editorial José Martí, de Cuba), Dios y el Diablo en la tierra del sol (del cuento cubano de los 90) que aparecerá en el 2002 en Uruguay, Té con limón (de cuento erótico escrito por mujeres) y Caminos de Eva (del cuento corto cubano escrito por mujeres), que se publicará por la editorial Plaza Mayor de Puerto Rico.
Cuentos suyos han sido publicados en numerosas antologías y revistas en Cuba y países como España, Francia, Portugal, Italia, Colombia, México, Estados Unidos, República Dominicana, Puerto Rico, Argentina, Uruguay y Chile. Ha participado en calidad de jurado en los más importantes concursos y eventos literarios del país. Ha sido invitado e impartido conferencias en universidades e instituciones culturales de Cuba, España, México, Puerto Rico, República Dominicana, Argentina y Brasil. Durante dos años fue Director de la Revista Electrónica Letras en Cuba, así como del Boletín Internacional de Noticias A título personal.

Mi buen amigo Amir Valle me envía desde Berlín el primer capítulo de su próxima novela negra LOS NUDOS INVISIBLES que muy pronto será publicada. Para ir haciendo boca. Un regalo en exclusiva que agradezco, compay.

LOS NUDOS INVISIBLES
Primer Nudo
La mierda se empozaba entre los muslos flacos y pellejudos del viejo. De nalgas hacia la puerta, bocabajo en el piso, desnudo y con los brazos abiertos en cruz, Delmiro Lacoste tenía la rara semejanza al cuero ennegrecido, viejo y reseco, de una bestia muerta.
Hedía a muerte. Al rancio olor de la muerte. Una babaza pegajosa, incómoda, que se le metía siempre por la nariz, sin que pudiera evitarlo, desde aquella tarde, más de diez años atrás, en que tuvo que enfrentarse a esa porquería desechable en que la muerte violenta convertía a los hombres; un hedor que la seguiría a todas partes, por mucho que intentara desterrarlo, y que llegaría a enloquecerla y la tiraría de cabeza a esos días en que la rabia se le mezclaba con el ácido acumulado en todos los años que guardaban sus huesos y que la convertían en el centro de críticas de todo el solar: “cojones, Agustina, ni se te puede mirar”, dirían algunos.
Diez años atrás, bien lo recuerda. Aunque el cadáver de Nacho en nada se pareciera a ese Delmiro muerto que todavía observa desde la puerta del cuarto, tapándose la nariz para evitar las cuchilladas asqueantes del hedor, sin atinar siquiera a gritar: “¡coño, se jodió Delmiro!”, para que los demás la oyeran. Nada semejante. A Nacho el corazón se le partió en tres pedazos, según dijo el médico, y a Delmiro lo han matado, de eso no tiene dudas: puede ver el cuchillo. O la punta del cuchillo grande de pelar llamas que un marinero amigo le trajo de la pampa argentina y que Delmiro anduvo mostrándoles, orgulloso, a todos en el solar. Una punta afiladísima que ha roto el pellejo de la espalda y seguro se nota más porque el cuerpo oprimió el mango que debieron clavarle justo en el pecho.
La sangre se ha mezclado con la mierda, con el orine; y aunque siempre se ha preguntado qué es primero: la sangre, el orine o la mierda, del mismo modo que alguien se preguntaría qué fue lo primero: el huevo o la gallina, percibe un idéntico hedor al de esas otras cinco muertes que sus ojos han presenciado en aquel tugurio desde esa madrugada de 1950 en que su padre y su madre llegaron de Placetas para ocupar el mismo cuartucho desvencijado y en ruinas donde ha vivido todos esos años.
-- Cinco muertes, Augusta – se dice. Y descubre que otra vez se habla a sí misma como lo hacía su padre, con su verdadero nombre, y no con ese Agustina, simplón aunque casi siempre cariñoso, con el que a ella se dirigen los vecinos.
¿Cuándo llegaría su hora? Tenía ochenta años y viviría unos cuantos, lo sabe. ¿Qué haría primero? ¿Se cagaría? ¿Se orinaría? “Una vergüenza, Augusta, como quiera es una vergüenza”, piensa, y una curiosidad morbosa la obliga a destaparse la nariz. A oler. Como si algo escondido, siniestro, en su cerebro, le ordenara aprender ya ese hedor que también va a cubrirla alguna vez.
Respira profundo. Respira y se asquea. Se sujeta al marco y una ola hirviente, ácida, como la lava de un volcán, indetenible y asfixiante, le sube desde el estomago y la hace arquearse.
Vomita, amarillento y grumoso, todo el aliento de esa muerte que flotaba junto al cadáver de Delmiro y que ella ha tragado. Se limpia la boca con el dorso de su mano blanca y de dedos huesudos y arrugados, manchada sólo por esos lunares de vieja que llevan años brotando en su piel, también ajada, y le da la espalda a la puerta del cuarto justo cuando se acercan los primeros vecinos.
-- A Delmiro lo mataron – dice.

1

Le gusta el culo pecoso y celulítico de Lana Raul. “Has gozado como una yegua”, le dice, y la ve sonreír, adormilada, putona, satisfecha, con una sonrisa de bestezuela domada que nada tiene que ver con esa pose desafiante y altanera que le había visto allá, en Cuba, cuando la sacaban, siempre para hacerla talco, en los vídeos copiados de la CNN, durante las mesas redondas de la tele.
“Pero tiene cara de gozadora”, pensaba entonces, imaginando que ese temperamento tan explosivo, esa irascible manera de casi comerse el micrófono mientras vociferaba insultos contra los castristas de la isla y del exilio, le daría un goce fabuloso, casi celestial, si en vez del negro micrófono utilizara su glande. “Es una locota”, pensaba. Y la primera vez que la tuvo desnuda en una suite del Hotel Waldorf Towers, frente al mar, allí en Miami, ensartada durante casi una hora, hasta hacerla llorar, gritando como una mujer cualquiera, despojada de todas sus poses y sus guardaespaldas y su poder, se lo repitió en voz baja: “es una gozadora, Lázaro, nunca te equivocas”.
La ve removerse en la cama y volverse para abrazar la almohada, en un gesto aniñado, luego de taparse con la sábana, dejando fuera, sin querer, una de sus nalgas. Observa el nacimiento de los muslos, la curvatura sensual de la nalga que se pierde en ese lugar de la entrepierna que él ha torturado a pura fuerza de cadera, hundiendo en el vientre de la senadora eso que ella llamó, minutos antes, “tu lanzote africano”. Hace frío en New York. O no sabe. No logra precisar si ese frío que se le mete en el estómago, que presiona con unos dedos helados justo sobre sus caderas, se debe a esa nieve lenta, sucia y monótona que cayó en la madrugada o al deseo que siente de convertir de nuevo “a esta cabrona” en una perra ruina, gozadora, que le saca los jugos y lo corona de pronto como el dueño del destino de todos los cubanos de la isla. Así lo ha dicho: “¿Quién me iba a decir que tendría a un negro cubano de amante?”, para que él respondiera: “un cubano, Lana, que eso de negro me suena a desprecio, y bien que gozas cuando la tienes hasta el cuello”, y hacerla sonreír, domesticada, femenina.
-- ¿Sabes que cuando me haces “eso” te conviertes en el dueño del futuro en Cuba? – le escuchó decir, y el sonrió, aunque, no sabe porqué, con tristeza, de nuevo con ese amargo sabor de la nostalgia metido entre su corazón y su sonrisa.
Ella le había hablado de Tudor City. Y allí estaban. “No puedo mostrarme en hoteles contigo, ¿lo entiendes?; es cuestión de imagen”, le dijo cuando anunció que lo traería a Nueva York, que estaba harta de la complicación de tener que esconderse, escabullirse de las reuniones con los políticos de Miami, pasar horas oyendo sus rabias contra Castro sin atenderlos siquiera, sólo pensando en el momento “en que esto”, y le amasó el bulto bajo el calzoncillo, “me lanzara a volar como un cohete de la NASA”.
Estaba enamorada. Lo sabía. Lázaro se jactaba de ello ante sus socios del Biltmore Hotel, y en cuanto se vio alojado en aquel apartamento del residencial Privado Tudor City, levantó el teléfono y llamó. “Biltmore Hotel”, respondió una voz que intentaba ser americana del otro lado de la línea. “Oye, Jacinto, soy yo, comemierda”, soltó y pudo oír cuando su amigo, otro cubano de los tantos que ocupaban trabajos de telefonistas y carpeteros en Miami, le susurraba a alguien cercano: “coge la otra línea, Bárbaro, es Lazarito”.
Hablaron un buen rato. Habían compartido casi todo desde que se conocieron en el Centro de Atención a Refugiados, apenas a unas pocas horas de que a él lo recogiera la policía costera mientras gritaba: “¡fíjense, no me jodan, tengo los pies clavados en al arena!, ¡me tienen que dejar entrar!” y que a Jacinto y Bárbaro los rescatara una avioneta guardafronteras en Cayo Marquesas. Salieron de allí convertidos en hermanos. Y durante un par de años decidieron dividir el pago de un alquiler, las facturas mensuales para la comida que Jacinto, excelente cocinero, preparaba, y siguen pensando que ese deseo de ayudarse, compartiéndolo todo, hasta los malos sueños que se contaban en las mañanas, fue la causa de que una tarde la suerte llegara y tocara en la puerta de aquel apartamentico de la Avenida 27, vestida de cartero la suerte y con cara de Ezequiel, otro latino al cual nadie le acababa de adivinar la nacionalidad porque el muy cabrón cambiaba de acento y mezclaba las palabras típicas de cualquier paisito de América: “Lazarito, ponéte las pilas, hermano”, dijo, “en el Biltmore están buscando negritos jóvenes que sepan pikingli”. “¿Pinkingli, bróder? ¿Qué coño es eso, asere?”, porque no había entendido ni un carajo. “Piki Ingle, cuate”, contestó Ezequiel separando las palabras, “hablar en ingles, ché, ¿entendés ahora?”.
Allí lo conoció Lana. Su trabajo era leer en inglés a algunas señoronas que iban a darse masaje al hotel. Casi siempre revistas. O libros. Novelones de amor de una tal Corín Tellado que también las viejas leían mucho en Cuba. Pura bazofia. Un día se dijo que buscaría un buen libro que las conmoviera, que les estirara las arrugas mejor que esas cremas y esos coloretes que usaban, que les recogiera del placer sus tetas pellejudas que ya andaban conversando con las rodillas; un libro que las haría soñar con jovencitos bonitos mil veces más que la Corín Tellado esa, pero desistió luego de buscar entre sus amigos, porque no podía darse el lujo de pagar por un libro aunque fuera para ganarse a una de aquellas momias adineradas: un libro de Vargas Vila en las librerías de Miami no bajaba de los 20 dólares.
Lana entró una tarde en un shorcito tan apretado que se le salían los dos cachetes de las nalgas. “Está buena la muy puta”, se dijo, mirando primero que todo aquellas tetas paraditas y el triángulo grande que le marcaba el short entre los muslos. “Si su billetera está tan abultada como eso…”, pensó, y al levantar los ojos hacia la cara de la mujer, que acomodaba la toalla sobre la mesa de masaje, quedó tieso, casi una estatua: “Es la senadora, Lazarito”, masculló, y ella logró escucharlo. “Sí, muchacho”, contestó, mirándolo de la cabeza a los pies, con una cara donde Lázaro descubrió la lujuria, “soy Lana Raul, la senadora”, terminó de decir.
Se propuso esmerarse en la lectura. Algo se lo decía: “Lúcete, Lazarito”, y de golpe se le metieron en la cabeza los recuerdos de las clases de inglés que le dio en La Habana el gordo Daniel, traductor oficial del Instituto del Libro, y las formas en que le enseñó debían pronunciarse las vocales y las frases, el modo de entonación adecuada; cosas que luego le serían útiles en esos años en que se ganó la vida proponiéndole a los turistas ron o música o tabaco, en un perfecto inglés, apenas con acento.
-- ¿Dónde aprendiste inglés, muchacho? – le escuchó preguntar a la senadora mientras se colocaba la toalla alrededor del cuello.
-- En La Habana – respondió, nervioso.
-- ¡Ah!, cubanito el muchacho – dijo ella, y él sintió otra vez el dardo caliente de la lujuria.
-- Sí, cubano – logró decir, y no sabe porqué con un raro orgullo.
Ella se le acercó, retadora, mirándolo a los ojos, y él pudo sentir la mano de la mujer amasándole la portañuela del uniforme.
-- Es verdad – le oyó decir, todavía tieso, sin atinar a nada, mientras la veía alejarse, sonriendo --. Puedo palpar bien cuando un cubano es de raza.
Varios meses después volvió a encontrarla, esta vez en una velada que hacían los miembros de la Fundación en uno de los restaurantes del hotel. Todavía agradece a la Fundación Nacional Cubano Americana el cambio que dio su vida. De ciento ochenta grados. De convencerse de la necesidad de pagar diez dólares por una rápida revolcada a las putas jamaiquinas más baratas y sucias al goce de unas cuantas horas en un buen hotel ensartando a una mujer ricachona y limpia como la senadora. De estar rifándose con Jacinto y Bárbaro cada semana la única cama del apartamento que compartían a no saber qué hacer para que el tiempo no lo aplastara de aburrimiento en el apartamento que Lana le regaló en el barrio residencial Hollywood, allá, en Miami. De estar contando los dineros, centavo a centavo, para poder mandar cien dólares mensuales a su padre Delmiro en Centro Habana a la facilidad de poder enviar por la Western Union trescientos dólares cada vez que el viejo lo necesitara. De tener que caminar largas cuadras para ir al hotel Biltmore donde trabajaba a montarse en su Audi del año y manejar hasta South Beach, su lugar preferido para tomar baños de sol y hundirse en las aguas de ese mar que también bañaba la Cuba de su nostalgia.
Supo que aquel nuevo encuentro sería decisivo. “Se lo vi a la muy puta en los ojos”, le contaría a sus amigos días después. Y por eso no sólo se dejó guiar hacia una habitación, luego de la seña que ella le hizo desde una de las mesas segundos antes de anunciar “regreso en unos minutos, Lorenz”, para recibir la sonrisa de ese mismo Dorian-Balz tan maldecido en Cuba. Tomó la iniciativa. Fue él quien le quitó la blusa, besándola, la empujó, semidesnuda, hacia la cama, y la penetró con un golpe de cintura que la hizo gritar: “¡así no, animal!”, “¡así sí!”, cortó él, “¿no querías saber si yo era cubano?”, para torpedearla larga y duramente hasta sentirla vaciarse y decir: “ya, ya, muchacho”.
“Nunca la habían clavado así”, se dijo esa tarde, mientras la veía vestirse, arreglarse el peinado frente al espejo del baño, intentar plancharse el vestido con las manos, y todavía no puede explicar si fue el machismo o el simple placer de haberla hecho gozar como nunca o la alegría de haber cumplido el sueño que tenía en Cuba de revolcarse con la flamante senadora que veía en la pantalla de la tele, lo que le hizo hervir la sangre cuando ella sacó tres billetes de cien dólares y los tiró sobre la cama.
Le soltó una galleta que la tiró al piso, cerca de la chimenea. Ella abrió los ojos, asustada, con una mano en la cara, llorosa como cualquier mujer, y él pensó en apenas segundos que toda su vida se había ido a la mierda con aquel golpe. Pero no dejó de gritarle. Tenía que soltar esas palabras que daban vueltas en su cabeza, aunque fuera sólo por orgullo.
-- No soy una prostituta – gritó al fin.
Y le pasó por el lado, abrió la puerta y la tiró a sus espaldas. Vino a darse cuenta de sus actos cuando estuvo en la carpeta y la ya normal sonrisa de grandes dientes de Bárbaro lo saco de aquel marasmo: “te ves cansado, fiera, ¿en qué coño andabas?
Pero allí la tiene. No imaginó que regresaría. Pero regresó. Lo mandó a buscar esa misma noche con un chofer que debía ser de toda su confianza, quizás alguien con quien ya se había cansado de revolcarse, porque el hombre le dijo: “la señora Lana quiere verlo”, así, secamente, como una orden, y aunque se pasó todo el camino despidiéndose del mundo y hasta rezó algo semejante a lo que creía un padrenuestro por su alma, fue recibido en el hotel Waldorf Towers como un cliente importante, conducido por un botones hacia la habitación del tercer piso donde ella lo esperaba, ya desnuda: “si no lo haces por dinero”, la escuchó decir, “entonces hazme el amor”. Y se lo hizo.
Igual que hace un rato, volcándola a todas las posiciones prohibidas por el pragmatismo sexual de un macho yanqui, “aburridos y egoístas”, como decía Marcela, una empresaria mexicana que se acostaba con él de vez en cuando, “para recordar lo que es un macho latino”, le susurraba mientras lo hacían. O como todos esos días de frío en que la ha visto llegar al apartamento, quizás buscando ese calor que le falta a la ciudad allá afuera, o quizás para aliviar la tensión de estar “guerreando con esos hijoeputas que quieren que gane el estúpido de Kerry”, había dicho ella, no recuerda, el segundo o el tercero de los días, bocarriba en la cama, sin poderse levantar luego de una de las más largas revolcadas que se habían dado desde que se conocían.
Necesitaba uno de esos extras. Lanzarla con una buena ensartada más allá de la estación espacial MIR, si es que todavía existía. Convencerla de que debía hacer lo que él quisiera, lo que él le pidiera, si quería conservar aquel machito cubano que le vaciaba los jugos como ningún hombre lo había hecho jamás. Cuestión de vida o muerte. La llamada de su hermano Fabricio desde Cuba lo traía confundido.
-- Se nos partió el viejo, mi herma – dijo su voz del otro lado del mar. Y no quiso creerlo.
-- ¡Qué mierda tú hablas, Fabricio! – soltó.
-- ¡Que nos mataron al viejo, coño! – gritó entonces su hermano, y luego de un silencio inicial, largo, lloroso, y de intercambiar frases, palabras, exabruptos que ya ni recuerda de tanta confusión, pudo escuchar algo que alguien le había dicho a Fabricio.
-- Eso es un disparate, Fabricio. ¿De dónde coño sacas eso?
-- Por eso te llamo, Lázaro – y su voz era ya más calmada, aunque todavía gangosa por el llanto --. Tú sabes que Haroldo no es chismoso. Y él jura por sus hijos que esa orden vino de allá, de los maricones de la Fundación.
Si era cierto, Lana era la llave. Y él lo averiguaría. Si era verdad que la orden de matar al viejo había salido de la mismísima Fundación Nacional Cubano Americana, como le juraba Haroldo, que en verdad nunca nadie había oído mentir, él daría con el culpable. Aunque tuviera que convertirse en el Magíster de los Folladores, en el Bill Gates de la Folladera, en el más grande de todos los asesinos vaciadores de mujeres: Jack El Gran Follador. Aunque tuviera que partir en dos, a rabazo limpio, a esa senadora desnuda que ahora dormía plácidamente en la cama.

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