EL RELATO

Los premios no vienen solos, sino a pares, o se hacen esperar. Éste, que acabo de recibir por un relato por el que siento mucho aprecio, está situado en la misma atmósfera y época que EL MAL ABSOLUTO, es más policial, menos duro, aunque tiene muy mal final. Como la vida.

Relato ganador VI Concurso de relatos cortos

El otro Klaus.
Esta obra ha sido escrita por José Luis Muñoz, escritor y novelista residente en Sant Cugat del Vallés (Barcelona), que ha publicado más de una veintena de libros, entre los que se encuentran Barcelona negra, El cadáver bajo el jardín, Lifting, La pérdida del paraiso, y La caraqueña del maní. Ha publicado asimismo tres libros de relatos y tiene en su haber numerosos premios de novela.
EL OTRO KLAUS
José Luis Muñoz

Otto Glessner entró en la cervecería Heidelberg que se abría en una de las populosas esquinas de la plaza Oberagen de la ciudad de Zurich. El ambiente, al entrar, olía a cerveza, generosa y espumosa cerveza que los camareros escanciaban en jarras de barro de todos los tamaños, a salchichas de Frankfurt y a tabaco de pipa. Buscó por el local, rápidamente, hasta que su mirada topó con la del hombre de la gabardina.
"En la cervecería Heidelberg, a las seis, estará su contacto. Lo reconocerá por su gabardina blanca, por la montura de sus gafas dorada y por un ejemplar de "Frankurt Main" que llevara bajo el brazo".
Otto Glessner se aproximó al individuo de la gabardina y tomó asiento en su mesa.
- Herr Koenig, me imagino.
- ¿Y usted debe ser Otto?
- Kostner me dijo que usted me daría instrucciones.
Koenig no miraba de frente, cosa que a Otto no le agradó. Koenig tenía una cara pétrea, unos ojos pequeños, unas arrugas pronunciadas, esculpidas en la frente por el cincel de los años, la barbilla tan cuadrada que no parecía humana. Abrió los labios ligeramente para dejar pasar un sorbo de cerveza y luego habló en voz baja, mirándose las gruesas manos mientras hablaba.
- Vaya al excusado. En la cisterna encontrará una bolsa de plástico con todas las instrucciones. Dentro hay un billete de tren, una pistola Luger con su cargador completo y una fotografía. La fotografía no es muy clara, pero es lo único que tenemos de Klaus.
- ¿Klaus? ¿Nadie me había hablado de Klaus?
- Ese hombre no debe bajar del tren.
- Pero a mí nadie me había hablado de eliminar a Klaus.
- ¿No se echará atrás ahora? No lo podemos consentir. No hay otro hombre. Si Klaus consigue llegar hasta la frontera alemana nuestros hombres del interior caerán de forma inexorable. ¿Entiende cuál es su responsabilidad?
- La entiendo.
Y guardó silencio, hasta que el hombre de la gabardina se levantó, pasó por su lado y le susurró antes de perderse entre los parroquianos que inundaban la cervecería Heidelberg.
- Buena suerte.

***

Otto Glessner se encerró con llave en su habitación. Hacía frío, pero la señora Girondelle, que había heredado de su difunto marido un enfermizo sentido del ahorro, se negaba a encender la caldera central de carbón aduciendo que aún no habían entrado de lleno en el invierno.
Otto, estremeciéndose, se metió dentro de la cama sin desvestirse; sólo se sacó los zapatos con las puntas de los pies, mientras se frotaba las manos. La noche caía en la ciudad de Zurich y las mortecinas farolas inundaban con su luz amarillenta las calles húmedas de la urbe.
Desde que había tomado de la cisterna del lavabo de la cervecería Heidelberg la bolsa de plástico que contenía el billete de tren, la pistola Lugger y la fotografía de Karl, una sensación de angustia y frío le dominaba.
Bernstein no le había informado bien en qué consistiría su misión. Bernstein había omitido deliberadamente revelarle que debía matar a un hombre. ¿Por qué él, que no se había distinguido precisamente en actividades armadas, cuyo labor era, simplemente, la de mero correo de la organización? La razón de ello se le escapaba. ¿O quizá se tratara simplemente de probar su fidelidad, de poner a prueba su lealtad?
Otto había visto la muerte en dos ocasiones, y la sensación que le produjo aquello le hizo perder el apetito durante semanas. La primera de aquellas muertes fue un ajusticiamiento, alguien había soplado que Lucas el Carnicero, apodado de esa guisa porque en la vida civil, antes de que estallara la horrenda guerra, estaba empleado de matarife en una granja de Rusembrock, - en broma se decía que del roce diario con los cerdos se le había pegado un cierto olor desagradable y también la tersura rosácea de su piel - era un traidor, un nazi infiltrado en la organización, y el delator había aportado pruebas que a los cinco miembros del comité de decisión les parecieron concluyentes e irrefutables. Otto asistió a su ejecución en un viejo almacén de telas, abandonado y oscuro, una ruina que pronto iba a ser demolida. Lucas el Carnicero estaba pálido, sudaba, temblaba y tartamudeaba tratando de dar toda clase de explicaciones mientras el verdugo, un tal Loester, un tipo frío y calculador, ajustaba el silenciador a su pistola. Sólo oyó un zumbido y luego una silueta que se derrumbaba en la penumbra y el ruido sordo de ochenta kilos de carne cayendo sobre el suelo del almacén. Y después frío, un frío espantoso.
El segundo muerto que vio fue su padre. Hacía tiempo, desde la desaparición de su atractiva madrastra Berta con un agente de seguros con fama de conquistador, que el señor Glessner había decidido echar un pulso a la bebida. Era frecuente encontrarlo trasegando cervezas en las tabernas que cerraban más tarde, sentado en las escalinatas del puerto, con la vista fija en el agua oleosa, con una botella de vino en la mano o completamente echado sobre la acera de cualquier calle del barrio portuario. Aquella noche Otto se despertó al sentir un golpe sordo seguido de un grito ahogado y un gemido entrecortado. Al pie de las escaleras yacía el señor Glessner, víctima de la última y definitiva borrachera, con el cráneo quebrado y un cerco de sangre circundando la coronilla.


***

En la estación de Kronisberg el bullicio era similar al de cualquier jueves. De Kronisbger, nudo ferroviario de Zurich, partían los ferrocarriles que llevaban hasta la frontera de Schaffahusen y los Alpes italianos, por ello no era casual que coincidieran en el mismo andén tipos tan desparejos como los cetrinos italianos del sur que, agotada la temporada agrícola, volvían a sus tierras ufanos de sus ahorros, los circunspectos suizos o los alemanes en viajes de negocios que regresaban a su país.
- Último aviso a los pasajeros con destino al Schaffausen. Tren 8 estacionado en la vía 4 iniciará en breve su trayecto.
Permaneció hasta el límite de tiempo en el andén. Se había pasado la noche anterior en vela, en la habitación gélida de la señora Girondelle, mirando una y otra vez la foto de Klaus hasta estar seguro de haberla memorizado, de saber identificarle y localizarle. No era un tipo vulgar para su suerte; piel blanca y ojos claros, azules o verdes, no se podía apreciar en la fotografía, nariz grande para el prototipo de ario que trataba de exportar el III Reich, cejas espesas que casi se juntaban en los extremos de los arcos supraciliares.
Oyó un silbido y vio como el vagón más próximo experimentaba una sorda sacudida. De un salto se encaramó al estribo y luego ascendió despacio los peldaños mientras el tren, a trompicones, cogía velocidad y dejaba atrás los andenes, la estación, la ciudad, y se internaba, voraz, por el interior de un valle otoñal.
- ¿No encuentra su compartimiento, señor?
Otto movió la cabeza, expresivamente, mientras alargaba al jefe de tren el billete.
- Está en la cola, el último vagón.
- Muy amable.
Esperó a que el jefe de tren pasara al siguiente vagón para comenzar la inspección del convoy.

***

Otto examinó a conciencia todos los vagones. Indagó en los compartimientos a través de las puertas acristaladas o, cuando tuvo alguna duda sobre la identidad de algún viajero, se internó en el interior de ellos pretextando que no encontraba su asiento. En el segundo vagón, junto al de cafetería, encontró un individuo que bien podría ser Klaus, pero su estatura no coincidía con la que Bernstein le había indicado en el dorso de la fotografía, metro ochenta; aquel tipo escasamente haría el metro sesenta, lo pudo medir pese a hallarse sentado entre dos mujeres y ligeramente ladeado en su asiento. El otro posible Klaus, que halló tras recorrer todo el convoy y cruzarse de nuevo con el jefe de tren, al que contestó a su pregunta de si ya había encontrado su compartimiento con un efusivo "Sí, gracias", estaba de pie en uno de los pasillos, oteando el paisaje por la ventanilla bajada, aspirando el aroma del valle al atardecer. Era un tipo alto, fornido, y era bastante similar a la fotografía que guardaba en el bolsillo, parecido en todo menos en la tonalidad del pelo, mucho más oscuro el de la fotografía que el del presunto Klaus.
Podía serlo como podía no serlo. ¿Cómo estar completamente seguro de que ese hombre era el que buscaba? ¿Cómo cerciorarse de ello? ¿Por ser el que más se parecía de todos los viajeros que había inspeccionado? Aquello no era determinante. Podía existir un margen de error y fracasar su misión. Asesinar a un falso Klaus tendría entonces una doble lectura de fracaso. Primero asesinar a un pobre inocente, privarle de la vida, y hacerlo él, que tanto odiaba la maldita misión, que tan incómodo se sentía en ella; segundo, dejar en libertad al verdadero Klaus, con lo que la red interior quedaría totalmente desmantelada y sus compañeros serían masacrados y él, con todo seguridad, objeto de una ejecución sumarísima, del estilo de la de Lucas el Carnicero. Sólo si algún conocido se dirigiera al posible Klaus por su nombre podría salir de dudas, pero tenía la sospecha de que el posible Klaus, como él, viajaba solo.

***

Las ciudades pasaban a más velocidad de lo que Otto deseara. Glattbrugg, Kloten, Bulach. Unos carteles balanceándose sobre los andenes, iluminados por focos amarillentos, que se detenían lo justo para que Otto pudiera deletrearlos y comprobar con angustia su proximidad a la frontera alemana.
El tren, para Otto, se había convertido en una larga serpiente, tan venenoso como el ofidio, en cuyo interior no conseguía obtener la paz ni razonar con un mínimo de cordura. Pasaba de un vagón a otro, escudriñando caras y más caras dentro de los compartimientos, esperando la apertura de las puertas de los retretes para ver si quien salía de ellos guardaba algún parecido con Klaus, entrando y saliendo del vagón cafetería.
- ¿Encontró por fin su compartimiento, señor?
Era la cuarta vez que tropezaba con el jefe de tren. Había coincidido con él en el primer vagón, en el vagón de cola, mientras esperaba abrirse la puerta de un retrete.
- ¿Falta mucho para la frontera alemana?
Le miró de forma sospechosa. Lucía un bigote prusiano, ancho y de abundante pelo, cuyas guías luchaban contra la ley de la gravedad; seguramente era un suizo alemán, un disimulado simpatizante del cabo austriaco al que la proverbial neutralidad de su país le estuviera pareciendo una deshonor.
- Tres estaciones, caballero.
Klaus, Klaus, ¿dónde estás, maldito Klaus? El hombre que estaba sentado entre las dos mujeres se había levantado y se había dirigido al vagón cafetería. No podía ser él, pese a su parecido, imposible aquel tipo de piernas cortas y cierta cojera al andar. Bernstein se lo hubiera dicho, habría hablado de su estatura y de su defecto físico. El otro Klaus seguía asomado a la ventanilla del tren. ¿Qué estaba escudriñando en la oscuridad? Las luces titilantes de las aldeas, perdidas en las montañas, el contorno rojizo de las nubes, sobre el más oscuro cielo, o, simplemente, se escondía, disimulaba, sabiéndose acechado. Se aproximó y, como él, pegó la nariz al cristal de la ventanilla, y mientras lo hacía lo miró de reojo. El posible Klaus temblaba, como si se sintiera amenazado, como si presintiera cercano un peligro. Y a fe cierta que el peligro estaba muy próximo a él, a sólo cincuenta centímetros.
Dejaron atrás la estación de Neuhausen, la última antes de entrar en territorio enemigo.
- ¿Vuelve a Alemania? - le preguntó Otto en alemán.
El posible Klaus giró la cabeza. Estaba muy pálido y le miró sobresaltado mientras tragaba saliva y la nuez se estremecía en su cuello, amenazando estrangularlo.
- Sí, regreso por un asunto familiar grave. ¿Y usted?
- Yo debo cerrar un negocio.

***

Tocó la culata de la Luger. Estaba fría. Tan fría como su mano, o su corazón. Acechó, desde una punta del vagón, a que éste se vaciara. La gente entraba en sus compartimientos a recoger sus equipajes y momentáneamente, en el pasillo, que se le antojaba larguísimo sólo estaban él y el presunto Klaus. Montó el arma, bajo la gabardina, quitó el seguro, ajustó con cuidado el silenciador. El tren entró en un túnel, al final del cual estaba Alemania, y aquella era la última ocasión, la única. Avanzó por el pasillo, bamboleándose todo él por los traqueteos del tren, hacia el presunto Klaus que comenzaba a despegarse del vidrio. La víctima hizo un gesto, como una media vuelta, que fue interpretado por Otto como una huida, o un deseo, tal vez, de entrar en su compartimiento a recoger su equipaje para descender del tren y pasar el control aduanero. El disparo no se oiría, ni el grito; los silbidos del tren, el ruido que hacía atravesando el túnel, la rítmica melodía de las traviesas se convertirían en cómplices del asesinato.
- ¡Klaus! - gritó Otto - ¡Klaus! - volvió a gritar, con voz desgarrada, mientras la distancia entre ambos se acortaba con tanta rapidez como los pies de Otto, adormecidos, que no sentía, se deslizaban por el pasillo.
Hubiera deseado que no se volviera, que se hubiera refugiado en su compartimiento, que le hubiera rectificado y dado otro nombre, pero no fue así. El hombre se volvió y le miró con extrañeza a los ojos.
Entonces disparó Otto sobre él, sin sacar el arma de la gabardina, por entre los botones negros y redondos, un respiradero de su coraza, y vio a Klaus alcanzado de lleno por los impactos caer al suelo tras golpearse la nuca con el vidrio al que había estado apegado durante todo el viaje. Saltó por encima de él, se dirigió al vagón de cola, como alma que lleva el diablo, y de repente el frío que durante tantos días le había invadido desapareció para dejar paso a un calor abrasador.

***

Berstein le había condenado a muerte y Loester estaba allí, con la pistola montada, apuntándole mientras, detrás de él, la única escapatoria era el agua helada del lago Constanza. La organización del interior había caído en peso, se hablaba de un sinfín de ejecuciones, de una purga en el estamento militar proclive a una acción militar contra el Reich, y él, Otto, era el único responsable. Todo se basaba en una cuestión de interpretaciones. En una medida. Bernstein había jurado solemnemente que había proporcionado a Otto toda la información precisa para que pudiera identificar y eliminar a Karl en el viaje de Zurich a Schaffhausen. De nada le había servido a Otto decir que entre la información facilitada por Bernstein había un dato crucial erróneo que había hecho fracasar toda la operación: la estatura de Klaus. Otto había asesinado a un inocente y había sido instrumento en manos de una mente retorcida que jugaba a las dos cartas y libraba su guerra particular. Estaba convencido de que el engaño de Bernstein había sido deliberado, de que el falso judío escapado de la Alemania nazi no era otra cosa que un agente de la Gestapo que se había infiltrado en la organización con el fin de desmembrarla. Pero se llevaría su convicción a la tumba. ¿Quién iba a escucharle? ¿Loester? El ejecutor ya había apretado tres veces el gatillo antes de que Otto pudiera expresar su último pensamiento, y el hijo del señor Glessner se zambulló con tres balas de plomo en el cuerpo en las oscuras y gélidas aguas del lago Constanza como una víctima más de la locura homicida que recorría Europa.


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