EL ARTÍCULO DEL DÍA

Con LA ALDEA GLOBAL, artículo de opinión publicado en El Periódico, quedé finalista en el premio José María Pemán de periodismo que convoca el Ayuntamiento de Cádiz y Unicaja. El premio, aparte de permitirme conocer la maravillosa ciudad costera, me recompensó compartiendo algunos minutos con Rafael Alberti y unas cuantas tapas y animada charla con Vicente Verdú, el ganador del certamen, y su esposa. LA ALDEA GLOBAL, cuyo contenido sigue vigente, la escribí después de un viaje por la lejana Indonesia que no lo resultó tanto. Cosas de la globalización, por supuesto.
Publicado en El Periódico el 28/08/1994
LA ALDEA GLOBAL
JOSÉ LUIS MUÑOZ

Hace unos cuantos años, durante un periplo por Indonesia, cobraron plena vigencia las teorías de McLuhan sobre la aldea global hoy tan rabiosamente de moda. Las diferencias entre un paseante de la Diagonal de Barcelona, un aguador de El Cairo o un indígena guatemalteco son cada vez más difusas una vez que las fronteras se hacen permeables y la comunicación navega libremente. En el siglo XX las distancias fueron pulverizadas por los medios de comunicación audiovisuales y los transportes aéreos que sustituyeron el concepto viajar por el de trasladar. Ya no es necesario emplear ochenta días en dar la vuelta al mundo, basta coger un boeing 747 y sin hacer apenas escalas se puede circunvalar el planeta en poco más de veinticuatro horas, y por otro lado cualquier telefilme americano puede dar una idea aproximada de lo que es U.S.A. a un tibetano. Hay una lectura positiva de todo ello que se traduce en el hermanamiento de diferentes culturas, credos y razas, pero existe otra lectura negativa, que es que los países más débiles, económica y culturalmente hablando, van sucumbiendo al influjo exterior y homogenizador de los países poderosos, lo que se traduce en una pérdida de su encanto, de su singularidad.
Miles de occidentales desembarcan a diario por placer en los lugares más exóticos del Tercer Mundo, difundiendo su idioma y su forma de ser, con el deseo de aprehender unos paisajes supuestamente virginales y adquirir, a precios reventados, una artesanía que en sus países de origen sería un lujo inalcanzable, y a la inversa, miles de ciudadanos del Tercer Mundo, víctimas de ese falso espejismo de abundancia y bienestar que transmiten las imágenes de la televisión que reciben vía satélite, inician su viaje económico, muchas veces precario y dramático – balseros cubanos y haitianos, pateras magrebíes, polizones centroafricanos... - buscando su paraíso en el mundo occidental que la mayor parte de las veces se traduce en una brutal esclavitud. Lo que para nosotros es un tránsito placentero, es para ellos una deseada permanencia.
Estos flujos de personas están produciendo en los paisajes vírgenes de esos países los mismos efectos que las masivas invasiones de las montañas por parte de urbanitas irrespetuosos. Encontramos los vestigios más escandalosos de la civilización occidental en los lugares más insólitos, con lo que el ideal, heredado del romanticismo, que persigue todo viajero de descubrir rincones no hollados por pie humano, choca con la realidad de que esos lugares dejaron de existir hace mucho tiempo y sólo es posible contemplarlos en las ficciones cinematográficas o encontrarlos en los libros de Richard Burton, Robert Louis Stevenson o Sommersth Maugham. La coca-cola lo mismo la bebe un checheno que un zulú, los tejanos lo mismo cubren las piernas de un yanqui en central Park como las de un aborigen australiano, y el inglés es el esperanto que te abre hasta las puertas de la selva de Papúa.
Pero no es la anglosajona la única cultura en expansión en el mundo. Es habitual, y se agradece, encontrar cada vez más influencia hispana en Estados Unidos, más rótulos en español y más gente hablando castellano. De hecho me siento mucho más cómodo paseando por la calle 42 de la Gran Manzana que por el Ring de Viena. Lo que ya no es tan habitual es encontrar influencia hispana en las antípodas, como en Indonesia, por ejemplo.
Hechos. Me estaba tomando un singapoore sling en el hotel Mutiara de Yogyjakarta y la orquesta que amenizaba la noche atacó sin previo aviso melodías latinas como "Reloj que cantas las horas", "La Bamba" y "Bésame mucho", cuando yo hubiera preferido la música hipnótica del gamelán de Java. ¿Una deferencia por mi aspecto latino? Voy a cenar a un restaurante de Ujung Pandang, la capital de la extraña y distante isla de Sulawesi, y tropiezo en la carta con dos platos de inequívoco sabor español: gazpacho andaluz - apostillado en inglés como "la deliciosa sopa fría
española" - y tortilla de patatas, pero ni que decir tiene que yo me decanto por el nasi goreng, sus exquisitos fideos de arroz. Me identifico en una tienda en las que estoy regateando la compra de unas camisas de seda como catalán, y el vendedor automáticamente me pregunta por los últimos fichajes del Barça y está mejor informado que yo. Observo la confección de estatuas de piedra en uno de los talleres de la laboriosa isla de Bali y un encargado me dice en perfecto castellano, guiñando un ojo, su fascinación por Marta Sánchez. Los masajistas ocasionales de las playas de Bali se llaman Pedro, Carmen, Adolfo y Felipe para los viajeros. En un paseo por la jungla de Sulawesi un nativo toraja, que transporta un enorme cerdo para un sacrificio ritual, va embutido en una camiseta del Barça. Cuando me detengo a contemplar un búfalo de agua hundido en un arrozal siempre hay alguien que me dice al oído: "matador". ¿Me alivia este conocimiento, aunque sea superficial, que tienen de mi mundo? Más bien me produce desazón.
Los medios de comunicación audiovisuales y las periódicas y masivas migraciones turísticas y económicas que se producen están convirtiendo el mundo en la aldea global que predijera McLuhan. Algunos países del Tercer Mundo pierden sus encantos virginales - o los ponen a la venta - a manos de las hordas de turistas provistos de travellers cheques que arrasan con todo y se llevan en sus carretes fotográficos caras y paisajes, del mismo modo que nuestras costas pueden parecer en verano un land de Alemania.
Desengañémonos. Los paraísos perdidos e incontaminados hace ya tiempo que dejaron de existir. Quizá una de las imágenes más brutales que podría ilustrarlo sea una foto aparecida hace un año en la prensa y que me produjo una cierta conmoción: un papua de Nueva Guinea, desnudo y con sus plumas, pinturas y abalorios tradicionales salía de una tienda con un ordenador bajo el brazo con el que seguramente iba a conectarse a Internet. Es evidente que tenía todo su derecho a hacerlo y debiera alegrarme por su acceso a la comunicación global, pero ello no impide que mi egoísta punto de vista de viajero se resienta por ello. Seguro que estoy equivocado.

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