LA PELÍCULA

FUNNY GAMES
Michael Haneke
En 1997, el siempre controvertido Michael Haneke─ La pianista, Caché ─, realizó uno de los experimentos más provocativos de la historia del cine: Funny Games. Diez años más tarde, después de una carrera tan brillante como polémica ─ Haneke es de esos realizadores que no admiten el término medio, o se le odia o se le adora ─ realiza un remake estadounidense, Funny games US, literalmente, en el que reproduce plano por plano y diálogo por diálogo su propio original, y su copia no es como el pastiche filmado por Gust Van Sant de Psicosis de Hitchkock, ni aporta grandes novedades con respecto al original salvo un elenco de primeras figuras encabezada por Tim Roth, Naomi Wats y Michael Pitt, el joven descubierto por Bernardo Bertolucci en Soñadores. ¿Qué sentido tiene el film de Haneke? Uno muy claro: entrar, con su subversiva historia, en el mercado cinematográfico norteamericano, en el que no pudo hacerlo con el original, y dinamitar el sistema.


Anna (Naomi Watts), George (Tim Roth) y su hijo Georgie (Devon Gearhart) acaban de empezar las vacaciones en su residencia de verano junto a un lago. Mientras Anna prepara la cena, reciben la inesperada visita de dos jóvenes, Paul (Michael Pitt) y Peter (Brady Corbet), vestidos de blanco y aparentemente bien educados, que vienen a pedirles una docena de huevos para sus vecinos. A partir de ese momento se inicia un perverso juego de poder en el que los recién llegados, a pesar de su apariencia idílica, resultan ser unos paranoicos que van a someter a sus víctimas a toda clase de vejaciones siguiendo los parámetros de un juego de apuestas muy similar a los juegos de rol.


Tres puntualizaciones antes que nada. Una, que Haneke escribe su historia, precisamente, contra la banalización de la violencia en el cine, principalmente a manos del actual cine norteamericano, y la violencia que exhibe el director austriaco en su film, siempre fuera de plano─ una de las piezas clave de su especial narrativa ─ y, por ello, mucho más efectiva, está precisamente en las antípodas de las de Tarantino y su escuela, que hace chistes sangrantes sobre temas muy serios como el asesinato, el descuartizamiento y todo tipo de violencia física en cada una de sus películas. Dos, que el cine de terror, gore y de suspense, con el que Funny Games, aparentemente, mantiene ciertos lazos familiares, tiene una serie de normas que Haneke, en su afán provocador, se salta a conciencia, entre las que una de las más visibles es el asesinato de un niño. Tres, que el público, como muchos críticos, muerde el anzuelo tendido por el director austriaco y queda totalmente desorientado ante determinadas secuencias de Funny games; tan interesante como ver la película es comprobar la reacción de los espectadores cuando se produce la única escena de violencia explícita, al disparar Naomi Watts la escopeta de caza contra uno de los secuestradores y destrozarle el pecho en una escena a lo Peckinpah: la platea estalla en aplausos que se frustran, a continuación, cuando Haneke, manipulador nato de su historia, rebobina la cinta ─ recurso que también utilizó en Caché ─ y borra esa secuencia del film para conducirlo a ese desalentador final en el que el mal triunfa sobre el bien.


Resulta paradójico que tengamos que darnos cuenta de la insoportable carga de violencia del cine actual a través de una película como ésta que huye de la escenificación de la violencia que, por reiterativa, ya no produce ningún efecto. ¿La secuencia más turbadora? Sin duda cuando uno de los dos muchachos, Brady Corbet, con un rostro que recuerda al drugo Malcolm McDowell de La naranja mecánica de Kubrick o al siniestro Joker de Batman, tira al suelo la media docena de huevos y ese acto, banal en si mismo, se convierte en el primer paso de un festín de crueldad y muerte. JOSÉ LUIS MUÑOZ

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