EL RELATO

Primer Premio del XX Concurso de Relatos del BIM

TIEMPO DE TRENES
José Luis Muñoz
A mi tío

El tren silba cortando el aire, una bala en un paisaje yermo por las mismas vías por dónde antes avanzara la vieja locomotora de vapor. El mismo recorrido, pero distinto tiempo, distinto viaje. Aquel viaje de antaño, que embriagaba todos mis sentidos, ahora es sólo una excursión. El mismo camino, porque la vía atraviesa los mismos parajes, la misma distancia, y algunas variaciones en el paisaje. Más que en el paisaje, en las construcciones, en las estaciones que el tren deja atrás; asépticas éstas se me antojan; aquéllas, las del pasado, dotadas de un indeterminado lirismo. Todo más bello antes, más prosaico ahora. Cuestión de años, los que van de un niño con pantalón corto y toda la vida por delante, con la mirada fascinada perdida más allá de la ventanilla del tren, a la de un hombre maduro que viaja con su desengaño a cuestas.
El tren. Cuarenta años separan este viaje del otro. En treinta años todo cambia, nada es igual, salvo el aire, quizás, pero ni eso. Me levanto, salgo del compartimiento, estiro las piernas por el pasillo y asomo la cabeza por la rendija de una ventanilla que alguien ha olvidado cerrar. El aire limpio, fresco, del atardecer. Entonces, el aire mezclado con la humareda de la locomotora, la carbonilla que volaba y prendía en el cabello, el ritmo de las bielas transmitido al resto del convoy, sedante como el rumor de las olas.

Sentado en un banco de madera. Hacía frío porque no funcionaba la calefacción y los inviernos antaño eran inviernos de verdad, de una crudeza que ahora nos cuesta imaginar. Y era de noche. Pero nadie apagaba la luz del compartimiento, quedaba encendida hasta el alba, un aura mortecina que subía o bajaba en intensidad según el ritmo del traqueteo del tren se hacía más brusco o suave. Yo no dormía, pero sí el otro ocupante, el que estaba a mi lado, que daba cabezadas y pronto empezaría a roncar. Abría tanto la boca que me tentaba a meterle cualquier cosa allí dentro: una bolita de papel arrugado, por ejemplo. Y mi padre, frente a mí, siempre leyendo, esta vez un libro de poemas de Machado, con las gafas clavadas en el extremo de la nariz y ese aire un poco rancio del profesor que siempre quiso ser. Lee sin apenas luz, como hacía en la biblioteca de casa; lee acomodando su cuerpo al traqueteo continuo del tren que invita al sueño. Y yo lucho por combatirlo. Como luchaba en las sobremesas, en todas y cada una de las sobremesas que seguían a las cenas, con mamá queriéndome meter en la cama y yo resistiéndome, buscando el apoyo de papá para quedarme mientras él hablaba de viajes, de libros, de luchas políticas, hasta que el sueño me vencía y me quedaba dormido con la cabeza sobre la mesa sepultada entre mis brazos, ese sueño que ahora lucha por hacerme cerrar los párpados y soñar.
Mi compañero de viaje se aburre. Apenas hemos cruzado unos cuantos monosílabos en todo el rato relativos al tiempo y, al final, de nuestros respectivos viajes. Obligados a convivir en un espacio reducido, tan violento como la coincidencia de extraños en el ascensor del bloque de viviendas. Mi compañero de viaje, un individuo joven con aspecto de oficinista, registra los bolsillos de su chaleco hasta que encuentra un cigarro, y el cigarro lo masca, lo chupa, mientras me mira a mí, mira el letrero que prohíbe fumar, el paisaje yermo castellano que se desliza silencioso por la ventanilla del tren. Quiere hablar y yo, como no quiero, como prefiero el silencio, me embosco en el diario, me concentro en una noticia sin importancia, parapetado tras un periódico abierto de par en par que es un muro de silencio.
Hace treinta años el tren se detenía en la estación de Sigüenza durante diez minutos, el tiempo justo para que yo bajase, papá me acompañara por la estación y me entregara al tío. El tren llegaba a las seis de la mañana, cuando aún era de noche, el sol luchaba por abrirse paso entre las tinieblas de un cielo límpido y flotaba en el aire gélido de la mañana el aroma del pan recién hecho. Y allí estaba el tío, con la boina calada hasta las cejas, ocultando el cráneo calvo, con el cigarrillo pendiendo del labio, que él liaba pacientemente, y los guantes de lana, y el abrigo gris de posguerra con las solapas levantadas protegiéndole las orejas. Y papá y el tío se fundían en un abrazo cálido, de camaradería, mientras se efectuaba ese traspaso de tutela.
─¡Pórtate bien, ratón! ¡Hasta el final del verano!
¿Por qué era tan callado? ¿Por qué era tan seco? ¿Por qué ya entonces no hablaba y sí observaba? Padre me daba un abrazo, deslizaba un beso por mi mejilla, que me avergonzaba, y me tiraba cariñosamente de las orejas. Y yo cogía la mano del tío, a través del guante, subía con él a la vespa y emprendía ese viaje mágico e iniciático, por un campo que se desperezaba de la noche, bañado por una luz plateada que se resistía a despertar, el viaje hacia el pueblo, sorteando las piedras del camino, iluminados por el haz tímido y titilante del faro. Iba de pie en la vespa, cortando el aire frío del alba con mis mejillas de niño de seis años, quieto, silencioso, emocionado, atisbando en la negrura los matorrales saturados de carámbanos, el despertar de los pájaros, el tenso silencio roto por el petardeo del motor. Y ese olor a campo que se despereza que ya no voy a olvidar, que recuerdo ahora, en este instante, reaviva mi memoria y me hace volver incesantemente una y otra vez atrás.
─Billete, por favor.
Mi billete que taladra el revisor. Debo de estar cerca. Presiento ese paisaje. Lo huelo. Sobre todo lo huelo. Visualmente es distinto, aunque persistan los tonos ocres de los terrones y el dorado de los campos de trigo. El tren eléctrico llega mucho antes que la antigua locomotora de vapor. Miro por la ventanilla. Los postes de la luz siguen, y pasan, como entonces, pero más rápidos, como una exhalación, dejando apenas tiempo a vislumbrarlos. Llegaré con luz, antes de que el sol se ponga.
No llevaba casi equipaje. Una pequeña maleta de cartón con algo de ropa. Una maleta con unas cuantas mudas. La maleta permanecía entre mis piernas cerradas que la preservaban de caer por el camino. Mi tío tampoco hablaba, era callado, pero sus silencios estaban llenos de buenos presagios; tras su semblante serio había un humor soterrado y socarrón, una cierta jovialidad y mucha complicidad. Me hablaba de sus perros, de su escopeta de caza, de los mulos que había en el pueblo, de la era, de los mantecados que cocería la tía en el horno comunal, de la gata resabiada que devoraba a sus propias crías.
─Si te portas bien, te llevaré a cazar.
El tren llegaba a la estación, aminoraba la marcha y mi vecino de compartimiento guardaba en el paquete el cigarro chupado. Me levanto.
─Buen viaje.
─Gracias.
Tardaban más en frenar. Levantaban una gran humareda y todo el andén se llenaba del humo, como si el tren ardiera. La locomotora estaba viva, mugía, escupía aliento blanco y nebuloso y brasas; la enorme caldera se estremecía como si fuera a estallar. El de ahora, en cambio, es silencioso, frena, se detiene suavemente. Mi maleta en la mano. Mi maleta de cartón en la mano. Espero que se abra la puerta y desciendo. Y lo que entonces era un salto sobre el andén ahora sólo es un paso, una flexión de la pierna antes de apoyar el zapato.
─Eh, ¿no me conoces?
Nos fundimos en un abrazo. Según se ha ido haciendo mayor han aflorado los rasgos de su padre, como en mi cara dicen que han aflorado los del mío. Está calvo, pero no se cubre con ninguna gorra. Y también lleva bigote, como él, y hasta fuma, aunque los cigarrillos son rubios emboquillados. Lo abrazo con ternura, le palmeo la espalda dejando la maleta en el andén mientras el tren arranca silencioso. Y olvido las pedradas que me lanzó cuando me vio llegar en moto con su padre, incluso aquella disparada a traición que a punto estuvo de costarme el ojo.
─Te acompaño en el sentimiento, Juanjo-le digo.
Y él sabe que no es una frase hecha.
La carretera que lleva al pueblo está asfaltada. La luz declina. Atardece. Juanjo conduce despacio, como si supiera la importancia que tiene todavía para mí ese paisaje que se difumina según la tarde deja paso a la noche.
─¿Lo encuentras cambiado?
─No en esencia.
Y, ¿qué es esencia? Ese olor que penetra por la ventanilla abierta.
Tío volvió a sus orígenes en cuanto se jubiló de su hospital, al pueblo, a la tranquilidad de las piedras antiguas de las casas señoriales que destacaban sobre la desnudez del páramo, a la soledad de los largos inviernos y a atrapar todos aquellos recuerdos de juventud que habían quedado aprisionados entre los sillares de la vieja casa solariega. Recuerdo sus últimas palabras, el último día de Navidad, cuando me cogió el teléfono, un hilo de voz ronca, un ramillete de palabras espaciadas por pausas en las que respiraba con dificultad. “Pues cómo quieres que esté, con un pie allá casi, preparando las alforjas, listo para reunirme con la tía”.
Y así había quedado para siempre, mientras liaba su último cigarrillo y las hebras del tabaco se le escurrían entre los dedos. Calvo, con la boina calada, el abrigo gris de posguerra y el cigarrillo de picadura en la boca, pues yo me negué a verlo muerto.

Comentarios

manoly ha dicho que…
Me fascina la peculiar forma de narrar tu historia de infancia. Ese olor al que tanto se añora cuando se es mayor y se deja atrás. Pero siempre queda en el recuerdo esos años vividos de niño. El recuerdo de tu tio, de tu padre, de cada gesto, de cada frase dicha.

Hermoso de verdad.

Yo tambien guardo recuerdos tal vez no tan hermosos como los tuyos pero siempre hay alguno en mi memoria.

con cariño manoly naranjo

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