LA PELÍCULA

CIUDAD DE VIDA Y MUERTE
Lu Chuan

Tendemos a situar la Segunda Guerra Mundial en Europa o a identificar el conflicto del Pacífico como un apéndice de la misma que enfrentó a japoneses y norteamericanos, pero nos olvidamos que el Imperio del Sol Naciente invadió China, y Lu Chuan, el desconocido y talentoso director de Ciudad de vida y muerte nos ayuda a recordarlo muchos años después de que lo hiciera Steven Spielberg al adaptar la novela autobiográfica de J.G. Ballard El imperio del sol, una de sus mejores películas.



Ciudad de vida y muerte, rodada en un hermosísimo blanco y negro, es una película impactante desde su inicio a fin, una denuncia de las atrocidades que el ejército nipón cometió en la conquistada ciudad de Nanking, entonces capital de la nación, contra la población civil inerme ─ desmanes por los que, no hace mucho, Tokyo pidió oficialmente perdón─ y lo hace huyendo expresamente del maniqueísmo, mostrando que también entre los japoneses invasores hubo quién se horrorizó de lo que llevaban a cabo sus compatriotas.



En una pormenorizada narración cronológica de los hechos, Lu Chuan narra la feroz resistencia de los soldados chinos en una ciudad devastada por los bombardeos que los japoneses conquistan palmo a palmo, y luego la sistemática aniquilación de los miles de prisioneros capturados ─ ahogados en el mar, quemados en gigantescos hangares o fusilados masivamente ─ por parte del ejército invasor que después se dedicó a violar masivamente a las mujeres.



Con imágenes de una belleza sobrecogedora, con elegantes movimientos de cámara, como el que retrata, por la espalda, a un oficial japonés que se asoma a un auténtico mar de cadáveres que se extiende hasta donde la vista alcanza, que se alternan con otros sincopados, que recogen la ferocidad de los combates o las matanzas espantosas, los fusilamientos y los enterramientos en vivo, Ciudad de vida y muerte destila épica en cada fotograma, y contrapone bárbaros y héroes a través de un elenco de personajes muy diversos como el funcionario chino que intercambia su vida por la de un compatriota, el resistente que antes de ser fusilado cubre los ojos de un niño para privarle del horror de la muerte, los milagrosos supervivientes de una carnicería que seguirán viviendo a pesar de los múltiples avatares, las heroicas cien mujeres que deciden prostituirse para salvar al resto de violaciones masivas, o el anciano diplomático nazi, un personaje decente en la estela de Schindler, que intenta proteger a la población que sobrevive en la zona de seguridad de Nanking.



Lu Chuan va de lo particular a lo coral, de las miradas de horror creciente de ese militar japonés que, incapaz de digerir tanta barbarie, acaba volándose la tapa de los sesos después de disparar a la nuca de una mujer que le ruega su muerte para evitar ser violada por la soldadesca, a ese desfile con que el ejército invasor, sin conciencia de sus crímenes de guerra, celebra con boato fascista la toma de la ciudad a ritmo de timbales y con una enervante danza.



Si Leon Klimov filmó Masacre sobre la barbarie nazi en la antigua URSS y Andrej Wajda denunció los crímenes del stalinismo contra Polonia en la muy reciente Katyn, ambas películas denuncias demoledoras de crímenes de guerra, Lu Chuan ofrece este fresco histórico sobre las atrocidades niponas cuyo protagonista es Nanking, una ciudad diezmada que grita desde la pantalla.
En las imágenes de Ciudad de vida y muerte no es difícil descubrir la influencia de algunos grandes maestros del cine: el Kubrick de Senderos de gloria y La chaqueta metálica o el Spielberg de Salvar al soldado Ryan en cómo Lu Chuan filma por la espalda a los combatientes, consiguiendo la implicación del espectador en lo que acontece en pantalla; la escenografía operística del horror del Ford Coppola de Apocalipse now en esa urbe devastada, un maremágnum de cascotes humeantes, de cuyos postes eléctricos penden ahorcados, de cuyos árboles se balancean cabezas cortadas y en cuyas carretas se apiñan los cuerpos desnudos de las mujeres violadas y muertas como elementos de un paisaje dantesco; y el expresionismo de las películas revolucionarias de Eisenstein en esos primeros planos de rostros de verdugos y víctimas, de muertos y vivos, con cuyas miradas se escriben los versos de este poema épico.


¿Es posible hacer una cinta bella y conmovedora sobre hechos tan espantosos? La respuesta afirmativa la tiene este film, que se aparta del preciosismo sentimental de Wong Kar Wai y de los últimos alardes coreográficos de Zhang Yimou, para ofrecernos un documento fílmico tan necesario y potente como cinematográficamente hermoso que vuelve a poner de relieve el extraordinario estado actual del cine manufacturado en Oriente y especialmente en China.
Humanidad y barbarie, vida y muerte, y, sobre todo, cine, en su estado más puro, como instrumento preciso para desentrañar la verdad histórica, recorren los fotogramas de esta película modélica que obtuvo la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y ningún amante del Séptimo Arte puede ignorar.
JOSÉ LUIS MUÑOZ


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