CINE

LA VIDA SEGÚN MALICK
Es Terrence Malick uno de los directores más insólitos y enigmáticos del panorama cinematográfico norteamericano, un auténtico rara avis en el mundo del cine, como lo fueron Thomas Pynchon o Salinger en el mundo de la literatura, y además, como ellos, enemigo de las entrevistas, de ser objeto de la curiosidad pública, invisible. Con sólo cinco películas en su haber y periodos de largos silencios, este texano de 67 años, nacido en Waco (pueblo que se asocia a una matanza de tintes religiosos), es de los directores más respetados del séptimo arte. Días de cielo, Malas tierras, La delgada línea roja, El Nuevo Mundo (para mí, la más decepcionante) y ahora la esperadísima El árbol de la vida, componen toda la filmografía de este director, tan breve como intensa.
Que nadie espere de El árbol de la vida una narración cinematográfica al uso, porque no la encontrará. Que nadie vaya a entenderla en toda su dimensión en un primer visionado, porque la ve a resultar imposible. El árbol de la vida hay que sentirla, dejarse llevar por una catarata de imágenes que conducen a una catarsis cósmica y mística, porque de eso va la película, del cosmos, lo más grande, al ser humano, una insignificancia dentro de ese orden universal que, por mucho que se rebele y quiera dominarlo, no es más que una pieza irrelevante.
Terrence Malick, con una forma novedosa de hacer cine, con sus elegantes travelings circulares alrededor de sus personajes, orbitándolos como las estrellas alrededor del sol, transita en su último film del microcosmos, el de una familia de Estados Unidos en los años cincuenta, de la que hace una brillante y emotiva radiografía de las relaciones de padres e hijos, de un padre más bien rígido (un Brad Pitt sencillamente extraordinario a medida que va perdiendo sus rasgos de candorosa belleza y los años van endureciendo su rostro), una madre angelical y todo espíritu amoroso (Jessica Chastain) y unos niños encarnados por unos actores infantiles de sorprendente expresividad, al macrocosmos, el origen de la vida, del universo, las explosiones solares, el big bang.
En El árbol de la vida, sin lugar a dudas su película más ambiciosa, y, también, la más arriesgada, Malick condensa toda la filosofía que encontrábamos en sus películas anteriores, mucho más narrativas y convencionales que ésta, el dilema hombre / naturaleza, hombre imbricado en el proceso natural, formando parte de ese orden interno, un panteísmo con formas de filosofía new age que articula a través de un carrusel de imágenes que van del deslumbramiento de los más grande, el nacimiento de las estrellas, a la ternura ante lo más pequeño, ese padre que mira arrobado al bebé recién alumbrado por su esposa.
No hay diálogos, o estos son bastante nimios; no hay, tampoco, un guión rígido, porque Malick, en un momento determinado del film, se evade del presente para retroceder unos cuantos millones de años e ir a la creación del mundo; y sí hay pensamientos, muchos, a veces dispersos, inconexos, con una utilización sabia de la voz en off, voces interiores, manifestadas en suaves susurros, píldoras filosóficas que se complementan con imágenes de una belleza deslumbrante que van desde las explosiones solares a la caída del agua de las cataratas de Iguaçú, pasando por el salar de Uyuni en Bolivia (el mismo de Blackthorm, otra película reciente) o el espectáculo de las enormes olas hawaianas filmadas desde la arena del fondo o la explosión brutal de un volcán.
El árbol de la vida no es una película sino una sinfonía de imágenes e ideas de una riqueza y hondura considerables que requieren una, dos, tres, muchas visiones para captarla en toda su enorme complejidad. Un monumento cinematográfico que remite, en algunos de sus momentos, a una de las obras cumbres de Stanley Kubrick, 2001, una odisea en el espacio. Lo que en Kubrick era fría racionalidad en su forma de abordar las películas, en Malick es lirismo desbordante con el que envuelve su mensaje filosófico y religioso.
José Luis Muñoz en la revista CULTURAMAS


El árbol de la vida – Terrence Malick
Sinfonía existencial
¿Es El árbol de la vida la obra de un genio o la de un iluminado zen? ¿Son sus imágenes bellos fragmentos poéticos o una desmesura visual? ¿Estamos ante una obra maestra o una ida de olla soporífera? ¿De qué trata El árbol de la vida? Éstas son algunas de las preguntas que sobrevuelan las plateas de los cines y el ambiente de tertulias cinéfilas desde el pasado viernes.
La esperada última ganadora de la Palma de oro llega con la certeza de dejar sin conciliar a adeptos y detractores. No existen medias tintas con la última cinta de Terrence Malick, como tampoco ha existido en su corta, pero excepcional carrera.
Los que la hayan seguido sabrán la predilección de su autor por no prodigarse demasiado en su campo (cinco películas con 68 años), por dejar pasar grandes intervalos entre proyecto y proyecto (20 años pasaron desde que dirigiera Días de cielo a La delgada línea roja) por mantenerse alejado de público y prensa, por rehuir la recogida de premios, por temer las entrevistas. Actitudes por las que se ha ganado el apodo merecido del J.D Salinger del cine.
Ahora está de vuelta con su última película, la más ambiciosa, la más compleja y la más controvertida. Para enfrentarse a ella es necesario entender que no se trata de un filme con una estructura narrativa, sino que está más cerca de una experiencia sensorial, una sinfonía divina sobre las grandes cuestiones del universo, pero a la vez sobre las relaciones humanas que agrietan el núcleo de una familia.
La quinta película del director de Ottawa se puede entender como un poema visual vitalista que surca lo metafísico para entender o aceptar lo íntimo. Los trazos de su historia recorren desde la creación y origen de la vida hasta el día a día de una familia de clase media americana de los años 50’s vista desde los ojos de un niño en trances de crecer, así como su madurez posterior y su plena desconexión con el mundo moderno que lo rodea mientras intenta aclarar su pasado y su papel dentro del universo.
Malick lanza digresiones varias sobre estas cuestiones, y lo hace sin esquema previo, prescindiendo del guión, apoyándose en la elipsis y los saltos de escenario. En ese sentido su película se asemeja más a los actos de una sinfonía que a las formas canónicas aristotélicas de introducción, nudo y desenlace a las que tan acostumbrado está el espectador de cine.
Para abordar su ambiciosa propuesta se basa en la conjunción de todos los elementos a su alcance. La voz en off se muestra como uno de los principales reclamos, así como la música celestial (tanto la compuesta para la ocasión por Alexander Desplat como la no original), la imagen entendida como un símbolo poético, el montaje sincopado, la magistral realización o las sinceras interpretaciones.
Una obsesión perfeccionista en el continente que ha venido arrastrando el director de Malas Tierras a lo largo de toda su carrera, y que aquí es visible una vez más. La labor de Emmanuel Lubezki en la foto (repite tras El nuevo mundo), el uso de la música clásica como valor expresivo y con significado al mismo tiempo, el trabajo de Brad Pitt (¿aún hay alguien que dude de su valía como intérprete?), Jessica Chastain, Sean Penn y esos maravillosos niños son dignos de contemplar. El resultado es observar un espectáculo audiovisual fascinante, del que te sientes cautivado y absorbido, por el qué flotas por encimas de diferentes estados de ánimo, y del que sales con una sensación de haber vivido algo muy poco habitual en una sala de cine (fíjense en el silencio sepulcral o el cuchicheo molesto que seguro acompañará los títulos de crédito dependiendo de la sala de cine que escojan)
Por encima de todos estos elementos destaca el sobrecogedor trabajo del director de fotografía Emmanuel Lubezki en el tratamiento de esa luz preciosista del atardecer, tan presente también en Días de cielo (la hora mágica a la que se subscribía Néstor Almendros), con la búsqueda incesante de esos tonos blanquecinos que remiten constantemente a la presencia divina en todas las cosas que envuelven nuestra cotidianeidad, o esas manchas solares a contraluz que nos recuerdan también la presencia y efecto de la naturaleza en la vida, y por supuesto, ese asombroso baile de la cámara resiguiendo el inquieto desvelo de la inocencia de este hermano mayor protagonista. Una cámara que se mueve con maestría, que queda suspendida a través del espacio.
Pero no todo en la película son destellos geniales, también tiene sus pesares; hay cierta inconexión al principio, cierto salto abrupto que interrumpe y despista la mirada del espectador. También se le podría haber pedido a Malick cierta contención con el uso reiterado que hace de la música clásica, de la voz en off, de los halos de luz blanca, y de toda esa belleza casi presente en todo el metraje. Hay un contra efecto en ese uso excesivo, que se podría haber solucionado simplemente con dosificación.
Pero a su vez, también hay que constatar que se desmarca de lo normal con recursos de maestro, con florecimientos líricos que no resultan nunca accesorios (y que para entender del todo tendríamos que penetrar más en la filosofía de Heidegger y otros filósofos que marcaron a su director durante sus años de estudio)…como son esas elipsis que abren puertas a la interpretación libre, o ese uso inteligente de los efectos de sonido como parte íntegra o externa de la música y que utiliza para recrear y sugerir estados de ánimo o avanzar posibles líneas narrativas que no nos muestran las propias imágenes. Este tratamiento modélico se muestra con amplitud cuando reseguimos la historia de los tres hermanos, y como poco a poco nos damos cuenta de la tensión latente que aflige a los niños. Una tensión que le sirve a Malick para rendir cuentas a su propio pasado, para articular una certera disertación sobre la educación de esa época y los derivados a día de hoy de una moral eminentemente capitalista. Esto se refleja en pantalla como un cuchillo de doble filo que despelleja la inocencia del hermano mayor y que no sólo provoca un cambio en su actitud y el cuestionarse por primera vez varios asuntos, sino que a la larga desencadena una alma perdida en la vorágine del mundo empresarial (¿Es Jack la quinta esencia del sin rumbo que aflige al hombre capitalista?)
La película ante todo deja un mensaje luminoso sobre la vida, aboga explícitamente por el amor al prójimo, y expone la fragilidad humana, la injusticia de Dios con las tragedias, otorgándoles el valor de una simple gota en un vasto océano, que por muy voluminosas e importantes que nos parezcan no van a alterar el rumbo de ese mar. Hay claramente exponentes panteístas en la obra de Malick, y aquí parecen trufados de consignas religiosas, divinas, o incluso new age, que puede sacar un poco de sus casillas a los ateos recalcitrantes.
También es verdad, que el relato baja un pistón cuando se aleja de la historia principal de esa familia tocada por la rigidez de su padre. Son esos momentos, los pasajes de la infancia, las máximas cotas de la obra, y puede que de su director. Ni los pasajes al estilo documental Discovery Channel de la creación del cosmos, ni las partes ambientadas en la jungla urbana moderna con Sean Penn replanteándose muchas cuestiones micro y macro sobre su vida y existencia alcanzan el mismo nivel.
El árbol de la vida supone la culminación de un poeta, un filósofo, un humanista, un artista, un artesano de la imagen. Es la expresión artística / filosófica a los temas existenciales que preocupan a un cineasta impecable. Y supone una experiencia que escapa a los límites físicos de una sala. Su torrente visual te arrastra hacía estados y pensamientos que van madurando en tu interior, y más allá de su placentero visionario, El árbol de la vida deja un regusto espiritual, casi místico que te lleva a la reflexión. Quizás por eso genera tantas posiciones diferenciadas. Como ocurriera en su día con 2001: una odisea en el espacio (una de las referencias del filme), El árbol de la vida se puede convertir en la obra de un genio incomprendida en su tiempo. De momento Malick ya ha conseguido burlar las limitaciones de la industria, la rigidez de los productores e incluso convencer al jurado de Cannes. Ahora le toca al público juzgar si estamos ante la obra de un genio o la de un impostor. Aquí lo tenemos claro.
MARC MUÑOZ en EL DESTILADOR CULTURAL


EL ÁRBOL DE LA VIDA

*(Terrence Malick, 2011)

Una historia de vida familiar, música, religión, sueños y frustraciones en la Texas de los años cincuenta. La cámara vaga entre recién nacidos, árboles iluminados, ventanales, humanos que oscilan entre el miedo y el amor, la cólera y la piedad. La superficie del mundo es la máscara de un interior que está en todas partes y en ninguna. Incluso en sus posibles defectos, es difícil describir esta película. Para empezar, cada momento de ella es tan complejo que habría que verla tres veces. A pesar de diez minutos iniciales y diez finales que tal vez sobran (tampoco es seguro, dada la conmoción que producen las dos horas del medio), El árbol de la vida tiene algo de sobrecogedor. La hierba y los árboles son el modelo de una metafísica en la que los hombres somos igual que una planta, raíz oscura que sueña con cielos. Cada latido humano compone un todo orgánico con las figuras caprichosas del suelo y las nubes. El universo recomienza en cada segundo, un momento que a su vez tiene efectos incalculables. Malick rehace el mundo (una clase, una tarde, un año) desde las astillas de su tiempo muerto, intervalos de vida aparentemente insignificantes. A partir de esta afluencia constante, muda o de expresión difícil, El árbol de la vida nos devuelve una vida casi irreconocible, que tiene la emoción y el riesgo del inicio en cada instante. La piedra rechazada se ha convertido en angular. El impacto “religioso” del film (sin duda, incómodo para nuestra ideología) proviene de esta selección de lo insignificante, de una experiencia mesiánica del tiempo que la cámara capta. Más de esto que del discurso explícito, a veces extremadamente poético. Toda la película es como una inmensa oración por lo que está en juego en cada tic-tac de nuestro minutero. Como diría Berger, el cansancio nos hace receptivos a la epopeya de cualquier ser vivo. ¿Darwin? Más que otra “teoría de la evolución”, Malick ensaya una práctica de la evolución en cada momento y en cada acto, que entonces aparecen encadenados, de modo no determinista, a una corriente incesante. Algo así como en la versión “bíblica” de American beauty, el último trabajo de Malick bebe más en una metafísica americana que hemos olvidado que en la habitual sociología. De un lado, intercaladas con imágenes de la vida cotidiana, se muestran formas geológicas torcidas por la erosión, el viento, la fuerza del agua, la ebullición del material pululante del universo. De otro, lo equivalente a los elementos es para los humanos “Dios”, a quien apenas se nombra en vano. Sólo voces susurrantes, casi siempre femeninas, mantienen una continua plegaria hacia esa fuerza oscura omnipresente en el entorno natural: Keep us. Tanto el “orden” de la naturaleza como las figuras de lo divino, dos reinos paralelos, son más cuánticos que newtonianos, pues mantienen siempre una presencia fluyente, incalculable. Las voces de los protagonistas susurran desde un interior humano no menos volcánico que la naturaleza. Ambos, tierra y hombres, viven profundamente alterados, sujetos a accidentes imprevisibles. La vida humana también es como una planta, parece querer decirnos Malick. Naces, creces, temes, amas, aras, mueres. Sea cual sea el orden de los actos, las raíces se pierden en un rumor de fondo que impulsa esta voluntad aérea en las ramas de los árboles y en la música de los humanos. Brahms resuena en una sala de Texas no menos secreto que las ramas que nadie mira. Formas terrenales monstruosas, desiertos y viento. La pobreza, el sufrimiento y la muerte. Y el amor, atravesando todo ese magma en ebullición. Inolvidable, el joven Jack llora como un animal herido. “¿Tú también morirás, madre?”. Si no amas, dice una de las voces, tu vida transcurre como un destello. No se trata en El árbol de la vida de un Dios antropomorfo. No sólo porque el misterio de las formas exteriores aparece continuamente como referente, sino porque los seres humanos están atravesados por las mismas fuerzas anónimas que retuercen el agua y las rocas. En cada ojo de pez, todos los mares. En cada árbol, la compleja maraña del mundo. Un constante infinito en acto elimina de raíz cualquier pretensión de narración lineal o causalidad mecánica. El amor altera el curso de las vidas no menos que el agua, el hambre y el viento. Hombres y bestias están hermanados por el empuje de una energía fortuita y violenta, pero también abierta al sufrimiento del otro. Cada palabra tiene consecuencias incalculables en un universo multiplicado en cada punto, poblado de interrelaciones y ecos. La película no es exactamente alegre, más bien lo contrario, pero transmite un rumor impresionante en cada instante. Es normal que los aficionados al cine pop, aquellos que tienen a Tarantino o Almodóvar como modelo, se sientan irritados y hablen de grandilocuencia vacía.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 12 de octubre de 2011

* T. Malick (Waco, Texas, 1943) es autor de cinco films solamente. Además del que comentamos: Malas tierras (Bad lands, 1974), Días del cielo (Days of heaven, 1978), La delgada línea roja (The thin red line, 1998) y El nuevo mundo (The new world, 2005).


Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Siguiendo una línea de sombra que va de Nietzsche a Agamben, de Baudrillard a Sokurov, Castro escribe en distintos medios sobre filosofía, cine, política y arte contemporáneo. Ha pronunciado conferencias en el Estado y en diversas universidades extranjeras. Como gestor cultural ha dirigido cursos en numerosas instituciones, con la publicación posterior de siete volúmenes colectivos. Entre sus libros últimos cabe destacar: Votos de riqueza (Madrid, 2007), Roxe de Sebes (A Coruña, 2011) y La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011). Es inminente la publicación de Sociedad y barbarie, un ensayo sobre los límites de la antropología en Marx.

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