DIARIO DE UN ESCRITOR

Madrid, 12 noviembre de 2011

Madrid es una enorme sala de cine en sesión continúa. Me recordó a mis escapadas a Perpignan, durante la larga noche del franquismo, para ver las películas que aquí no entraban: todas. Sesiones maratonianas que duraban veinticuatro horas y de la que volvía con las retinas empapadas de imágenes. Pues eso es Madrid, hoy, después de mi descenso en autobús y AVE de mis montañas queridas a la capital del reino.
Empiezo en el cine Callao con La voz dormida, la película de Benito Zambrano maltratada por la crítica pero recomendada por amigos que lloraron al verla, y me duele verla, sí, me duele de una forma atroz, no me molesta su maniqueísmo, que no lo es, porque en esos momentos de la posguerra española había víctimas y verdugos, y lo siento, pero las víctimas siempre contarán con mis simpatías mientras detesto a los verdugos. A través de dos actrices bellísimas y en estado de gracia, dos entrañables hermanas, Zambrano destila ese espantoso momento histórico de los juicios sin garantías, las sacas y los fusilamientos masivos en las tapias de los cementerios, de todo eso que ahora llamamos memoria histórica y unos cuantos no quieren reconocer. Maldigo ese maldito fascismo y esa guerra que nunca debió existir. Maldigo a Franco y sus cuarenta años de infierno. La voz dormida despierta en mí muchos sentimientos, aviva imágenes del pasado, de mi escuela nacionalcatólica, de curas fascistas o pederastas, de patriotismo impuesto, de una bandera con la que nunca podré identificarme porque no la veo como amiga. La voz dormida es un hermoso homenaje a los derrotados: todos.
Sigo, en los cines Palafox de la calle Luchana, con Melancolía de Lars Von Trier. Película en dos partes con un hermoso preludio de imágenes descompuestas en su movimiento con música de Wagner que suena hasta el final catárquico del film. El fin del planeta Tierra contado por ese provocativo danés. Dogma y antidogma. Dogma de Celebración, otro de los pilares del movimiento, en esa larguísima secuencia de la boda que se frustra, perfecto psicodrama en el transcurso del cual los invitados se psicoanalizan. Barridos sin fin y planos temblorosos cámara en mano. Muy Lars Von Trier de Los Idiotas. Curiosamente los cuadros que adora el director danés están entre mis favoritos de todos los tiempos: Cazadores en invierno, de Brueguel, que me fascinó siendo niño. El Bosco. Caravaggio. Maravillosas presencias de John Hurt, Charlotte Rampling, impagable madre de la novia, Keifer Shuterland. La segunda parte es un duelo a dos entre Kirsten Dunts y Charlotte Gainsborough previos a un fin del mundo intimista en el que hablan de sus terrores, de la relatividad de la vida cuando ésta está a punto de evaporarse. Y hace que todos nos planteemos qué hacer si eso se produce, con quién pasar los últimos momentos de tu vida, qué mano tener entre las tuyas. Este año a los directores les ha dado por la metafísica. Después de Terrence Malick le toca el turno a Lars Von Trier. Pero me pregunto qué sería de Melancolía sin ese maravilloso y dramático subrayado musical de Wagner, el músico más cinematográfico de todos los tiempos.
Con tanto cine se me olvidó comer y lo noto por el estómago vacío, que me duele, y mareos. Subo por la calle Montera, poblada por cuerpos de alquiler de todas las razas humanas, y me meto en el primer bar a tomarme un pincho de tortilla y una Mahou. Madrid me aturde por su gentío. Es sábado por la noche y la Gran Vía está atestada de gente. Añoro mi solitario Valle y su ritmo pausado. Aún puedo ver una última película en Callao. La tercera. Un desastre y eso que la firma Jim Sheridan y salen las maravillosas Rachel Weisz y Naomi Watts. Detrás de las paredes. Un guión que no se sabe cómo se escribió, pero es irrisorio, en el que se mezcla casas con fantasmas con falsos culpables, interactuando vivos y muertos al libre albedrío de su director. Mejor habría estado tomando una pizza, me digo.
De madrugada regreso a mi hotel, un Silken en Puerta de Castilla, sin tiempo de llamar a mi homónimo, que no me lo va a perdonar, ni de ver a mi mucha y querida familia que tengo en Madrid, desplazada por mi sed de cine. La habitación está bien: grande, con cama enorme, pantalla de plasma, minibar. A las dos me cobijo debajo de una funda nórdica, Pongo el despertador a las nueve. Antes me he tomado otra cerveza y un sándwich de ensaladilla rusa en el bar del hotel. Mañana duermo en Miami Beach.
Arán, 111111

Montones de unos en la fecha de hoy. La gente se agolpa para comprar el número de la 11111111. Más unos. Sin hache. Porque lo hunos, con hache siguen al asalto de los países que cotizan a la baja en Bolsa. Italia y Gracia están a un excelente precio de compra en estos momentos. Compren, que están de rebajas.
Creo que habría que retroceder muchos años atrás para encontrar un momento histórico tan desolador. Nunca, como hoy, la lucha de clases, tras haberse creído las clases trabajadoras que eran propietarios (de casas de las que han sido desahuciados) y accionistas (de acciones que han caído en bolsa) ha estado tan vigente. La eterna lucha para evitar que nos pise. Nada nuevo desde que el hombre existe. Siempre fue así. Quizá ley de la naturaleza, ante la que nos rebelamos. Si los ñues se organizaran podrían con los leones.
Demoro hacer la maleta, aunque mentalmente la hago y sé lo que tengo que meter en ella. Demoro arreglar la casa hasta última hora para que El amigo que viene de Graná crea que soy un tipo ordenado. Lo soy, a veces, cuando el desorden me sepulta. Así es que escribo, leo la curiosa novela de Carlos Pérez Merinero La niña que hacía llorar a la gente, contesto mails y preparo luego la comida ya que tengo invitada.
Mademoiselle Bonnaire llega puntual con una botella de Somontano tinto bajo el brazo. Está bueno. Alaba la crema de zanahorias, la tortilla de patatas y las manzanas fileteadas fritas con whisky, azúcar y canela, aunque la especie, marroquí, sea picante. La compré en Marrakech hace una eternidad. Hablamos de literatura, de sus progresos con su novela que ya va por las veinte páginas y promete enseñarme en cuanto regrese de Miami, del padre que no conoció, del que sólo guarda una imagen: marchando de casa. Me suena.
Subimos al Coth de Baretges, en coche hasta el final de la pista forestal. Es nuestro rincón preferido. La Maladeta está muy nevada. La luz es perfecta, tenue, privilegia los azules. Hago un centenar de fotos. No acabo de descubrir el Aneto ahora que su glaciar perpetuo ha quedado sepultado bajo la nieve. Reina el silencio más absoluto. Los caballos y las vacas los bajaron al Valle, pero hay un rebaño de ovejas, medio centenar, que pasta en una ladera soleada. Mademoiselle Bonnaire siente lástima por esas ovejas que pasarán frío por la noche.
De regreso a mi casa me demoro en hacer el equipaje. Siempre que emprendo viaje me invade una pereza extrema. Bueno, me da pereza cualquier obligación, y hasta un viaje, como éste, mitad profesional y mitad de placer, se me hace un poco cuesta arriba. Tampoco me apetece arreglar la casa, aunque sé que acabaré haciéndolo. Le escribo una manual de instrucciones y excursiones recomendadas a mi amigo de Graná que puede hacer hasta que yo no llegue. Escucho, mientras reviso el correo, a Cayo Lara que desgrana su programa que suscribo punto por punto. Pero no votaré. Ni tengo ganas ni estaré ese 20N. Pero si alguien que lea esto vota, que vote a IU, por lo menos.
A las diez, después de cenar sin hambre, arreglo la casa, la dejo como una patena, preparo la habitación del invitado, pongo toallas limpias en el baño. Estoy cansado. Mañana dormiré bajando hasta Lleida, para coger el AVE a Madrid. A las 12 hago la maleta, con un setenta por ciento de libros y un treinta de ropa. Y ya sí, me voy a la cama, a la una, después de enviar mi articulo Goldman Sachs gobierna. El Broker loco tenía razón (una triste realidad comprobable) que he colgado en Bajo el Volcán y espero repliquen en El Importuno y Crónica Popular. Antes de dormir activo cuatro alarmas. Mañana no puedo dormirme. Buenas noches y buena suerte.
Arán, 8 de noviembre de 2011

Después de cuatro días consecutivos de lluvias (el Garona, rugiendo, parecía que iba a desbordarse, pero no) hoy se produjo el milagro y el cielo amaneció sin nubes. Rompí mi forzado enclaustramiento. Ocupé, por lo tanto, mi mesa de la terraza a leer Público, al sol, y tuve mi cerveza de euro veinte sobre la mesa a los pocos segundos. Tanto automatismo tiene sus ventajas, pero también sus desventajas. Ventajas es que no tengo que molestarme en pensar lo que voy a pedir ni llamar al camarero. Hoy no fue el que leía a Thomas Mann. Desventajas: que cuando me siente, en pleno invierno, a cinco grados bajo cero (bueno, si hace cinco grados bajo cero creo que no me sentaré en la terraza) a lo mejor me apetecerá tomarme un chocolate con churros y me seguirán poniendo la cerveza de euro veinte y yo bebiéndomela entre tiritones.
Hoy la prensa era monotemática, como los telediarios y los debates televisivos. El duelo Rubalcaba/Rajoy. Rubalcaba, según mi opinión, estuvo mejor, pero así y todo, perdió. Es que perdió ya antes de entrar en el debate. Su losa es haber formado parte, hasta hace dos días, de ese gobierno desastroso que nos ha llevado a esta situación. Prometer, ahora, lo que no hizo en los siete años y pico en los que estuvo en el gobierno no es creíble. Al PSOE le irá muy bien pasar por la oposición, refundarse y hacer la travesía del desierto y no sé cuál será el destino de Rubalcaba después de quemarse a lo bonzo por su partido. Rajoy no contestó al periodista Rubalcaba, que lo sometió a un duro tercer grado, y parecía no haberse leído su propio programa. Pero ganó sin hacer nada. Y pronto lo veremos en La Moncloa sin hacer nada. No le envidio, en absoluto, y creo que él, si pudiera, se bajaría de ese tren.
La crisis financiera golpea de lleno a Italia. Berlusconi se hunde. La preocupación de Il Cavalieri es enorme. Cuando dimita perderá su inmunidad y la lluvia de procesos de todo tipo que se le avecina no le va a dejar dormir con sus velinas. ¿Y después de Italia? Porque la ola del tsunami sigue avanzando y no se detiene. España.
Me sigo preguntando qué hará Europa con esos cuarenta millones de parados que no tienen esperanza de encontrar trabajo y que, seguramente, irán aumentando. Me pregunto hasta cuando las familias, el auténtico sostén de toda esta desastrosa situación, podrán seguir aguantando en su labor de subsidiarios. Y no veo respuestas a corto plazo. Ni horizontes. Los griegos, los que pueden, están emigrando a Australia. ¿Qué pateras vamos a coger los europeos y adónde vamos a ir con ellas? Esbozo tres soluciones posibles, y todas malas. Una guerra devastadora (que puede empezar por ese insensato ataque de Israel a Irán que parece estar cociéndose a costa de una bomba atómica, que no tienen, pero sí la tiene Israel) puede ser un primer escenario: destruir para construir y eliminar ese excedente humano de 40 millones de parados como ya se hizo en las dos guerras mundiales precedentes cuando el escenario europeo era muy similar al de ahora. Otra, el fascismo, no descartable para acallar la contestación a todas las medidas de recortes sociales que están implementando los desgobiernos europeos. Gasearemos emigrantes en vez de judíos. La tercera, una revolución, una insurrección popular de todos los indignados. Y no harían falta armas ni barricadas para derribar a los gobiernos corruptos e ineptos que tenemos, bastaría con una insumisión total, empezando por la fiscal, para quebrar al estado. Cada vez estoy más convencido de que hace falta algún tipo de convulsión para reaccionar a la islandesa.
Hoy me lucí con la comida. Invité a Mademoiselle Bonnaire. Cociné una sopa mexicana con tomate, pimiento rojo, ajo y chile, que tiene un nombre indígena (me sale txalaparta, pero no es ése su nombre, amiga pueblana, sino el de un instrumento de Euskal Herria); confit de pato con guisantes (le dije a mi amiga francesa petit pois y quedó gratamente sorprendida por mis conocimientos de su idioma) y tarta tatin, muy francesa ella. La granjera de Foz me felicitó por mis habilidades culinarias en las que empleé una hora justa. Hablamos, mientras apurábamos las copas de vino de Somontano Viñas del Vero, de literatura. Le estoy animando a que escriba y creo que hay en ella madera de escritora, sensibilidad literaria que aprecio en las cartas que me envía cuando sus ocas le dejan en paz. Tiene una vida rica en anécdotas y creo que escribir sobre ella le liberaría de ciertos traumas. Me ofrezco a corregir sus textos, a moverlos por editoriales, una vez estén terminados. Me coge la mano y me da las gracias.
Después de hacer la siesta, breve, cogí la bici. Me marqué como meta Bausén, pueblo que está más alto que Canejan, al que se llega por fuertes pendientes. Me puse el pantalón de lycra, la camiseta más raída que encontré, cogí el casco y pedaleé carretera abajo hacia Les. No hacía frío a las cinco de la tarde. Los primeros dos kilómetros de subida a Bausen se me hicieron largos e interminables; estaba desentrenado después de los cuatro días de encierro. Luego ya cogí el tono y pedaleé con furia hasta el pueblo. Bausén es uno de los enclaves más auténticos de Arán: no hay nuevas construcciones apenas, no hay más que un pequeño bar y me sale a recibir un lugareño, que da un paseo por la carretera, y un perro que pasa por mi lado sin ladrarme. Me bajo de la bici y estiro las piernas. A lo lejos aparecen las cumbres nevadas de la Maladeta. Me siento en un pretil y llamo a La Arquitecta. Ella también tiene una percepción muy pesimista acerca de la deriva de Europa. Regreso cuando anochece, a las cinco y media, y no por la carretera sino por la senda que corre paralela al Garona. Paso por la piscifactoría, pero no me detengo a comprobar si sigue habiendo esturiones en los estanques. Dejo atrás una casa pegada a un enorme redil y el perro me ladra y corre en paralelo a mi sentido de la marcha por una elevación. Conozco al perro, de otras excursiones, y sé que no me saltará encima, que sólo me ladrará hasta que me pierda de vista. El Garona ruge a mis pies mientras pedaleo furioso por una cuesta cubierta de irregulares piedras que nunca logro superar. Hoy tampoco; me caigo. Sin consecuencias. Ni para mí, ni para la cámara que llevo colgada del hombro. Entro en el pueblo cuando es noche cerrada. Me tomo un café con leche y una porción de mi tarta tatin no bien entro en casa. No hace frío porque el sol la ha estado insolando toda la tarde hoy, que no había nubes. Así es que, después de reponer fuerzas, subo a mi buhardilla a trabajar.
Dos excelentes profesionales de la imagen han grabado un video promocional de mi novela “Llueve sobre La Habana”. Lo miro. No he quedado mal. Han hecho un montaje muy ágil y han eliminado algunos momentos aburridos de lecturas. Me gusta que como banda sonora del video hayan incorporado la de la película “Sed de mal” además de sonidos cubanos. Material perfecto para la próxima presentación de la novela en Miami.
Luego, en ese mundo fascinante que es Facebook, encuentro a un viejo amigo y camarada. Lo he estado buscando durante meses, se lo dije al Filósofo Rojo, y por fin lo he hallado armándome de paciencia: El Joven Guardia Rojo. No porque sea joven, que ya digo que no lo es pero sí lo fue cuando yo lo conocí. Y militaba en La Joven Guardia Roja, un grupúsculo maoísta de la universidad. Y a pesar de nuestras divergencias ideológicas (yo era, soy, anarquista, más desde lo que está cayendo y la progresiva devaluación del sistema democrático) solíamos coincidir en el bar a tomarnos unas cervezas y fumar. Entonces hasta se fumaba en las clases. No estudiábamos mucho, la verdad sea dicha, pero sí bebíamos cervezas. Y mirábamos a las chicas. Las chicas que ahora todas tienen sesenta años, por lo menos. Ellas iban con tejanos, recuerdo, y con jersey de cuello alto, como los que lleva Mademoiselle Bonnaire cuando acude a mi casa a comer. En realidad Mademoiselle Bonnaire me recuerda a una chica de aquella época, porque suele vestir pantalón de pana ceñido y altas botas. Yo también utilizaba botas, caramba, y no sé por qué las abandoné. Me hacían más alto, esbelto; me proporcionaban una cierta agresividad al andar. De vaquero. Había una chica, de la que hablaré cuando me reúna para tomar unas cervezas con El Joven Guardia Rojo y el Filósofo Rojo, tres es multitud, que se llamaba La China. Maoísta, claro, con ese nombre. Promiscua. Todos entonces lo éramos, o decíamos serlo. Yo creo que era de los que decían serlo. Porque con La China no hubo nada. Y me gustaba, a pesar de que era pequeña, con gafitas redondas, de intelectual estalinista, y toda ella sugerentemente redonda dentro de sus tejanos y su jersey de cuello de cisne. Le pregunté al Filósofo Rojo si había conocido a fondo a La China cuando estuve en Madrid con él y me contestó que no. Ni siquiera sabía quién era La China y eso que era una chica muy conocida en el bar de la facultad. Y en las camas de los revolucionarios. Pero creo que sólo se lo hacía con maoístas o estalinistas. Quizá con ese amigo reencontrado, el Joven Guardia Rojo que ahora ni es joven ni guardia rojo. No he vuelto a saber más de La China que, por cierto, tenía rasgos orientales y recitaba de memoria las sentencias de Mao Tse Tung. Se habrá casado y tendrá hijos mayores. Se habrá muerto. No puedo localizarla por Facebook porque, cosas de la clandestinidad, nunca supe su nombre. Quizá sí lo sepa El Joven Guardia Rojo si llegó a intimar con ella. Son extraños esos reencuentros con compañeros del pasado y no se sabe en qué terminarán. Quizá en que no tengamos ganas de vernos más veces después de revivir el pasado que es nuestro único vínculo. No ocurrió así, sin embargo, con el Filósofo Rojo que es mi amigo más antiguo. Cuarenta y dos años de amistad. Mucho más que cualquier matrimonio y mejor avenidos que cualquiera de ellos.
Se me apaga la pipa mientras escribo. La una y veinte. Hora de bajar a mi cama y abrazarme a mi almohada. Y sin noticias de Esther Williams. Creo que murió. O me olvidó.

Arán, 4 de noviembre de 2011













Llueve sin parar después de una noche con vientos huracanados que estuvieron golpeando con saña la casa por todos sus costados y poniendo a prueba su resistencia. Pero, curiosamente, ese aire que sopla es cálido y yo sigo con manga corta y sandalias, como si me encontrara al final del verano. Claro que tampoco soy un tipo muy normal en ese aspecto. El otoño llegó a los bosques, cierto, pero la temperatura, a pesar de la lluvia y el viento, no baja y su descenso es paulatino, sin sobresaltos térmicos: 20 grados al mediodía y 5 por la noche. La temperatura de la casa se mantiene, inalterable, a 17 grados.










Ayer cayó un rayo solitario y me sorprendió su estampido en la casa. Un solo rayo. Y se fue varias veces la luz, por el viento. No salgo en todo el día de casa. Sólo para comprar el diario e ir a la panadería. Al anochecer, para dar un paseo por el Garona, que baja crecido de agua, impresionante, después de que todos los pantanos del Valle hayan abierto sus compuertas. Siempre que me acerco a un río impetuoso, como éste, me entra una especie de vértigo y me imagino cayendo a sus aguas arremolinadas, ahogándome.

En mi buhardilla trabajo y mato a tres moscas pesadas que me incordian constantemente. Se estrellaban contra el cristal de mi ventana, se paseaban por el teclado de mi ordenador, revoloteaban alrededor de la pantalla de la lámpara, hasta que las ejecuté con sendos golpes de diario, a las tres.
Sigo con esa novela corta, más que relato porque alcanza las 40 páginas, que es Bellabestia, en ese proceso tan poco gratificante que es descubrir los pequeños fallos, las comas mal colocadas, las palabras que se repiten, los cacofonismos, las construcciones de frases demasiado largas y complejas, limando adjetivos y buscando la palabra justa, esa labor de amanuense que viene después de la creativa, que convierte a los artistas en simples artesanos. El pulido de la escultura una vez que la cara y la figura se muestran con precisión. Y, cuando me canso de mi texto, que es algo frecuente después de haberlo leído diez veces en los últimos días, tomo A la caza de la mujer del egocéntrico James Ellroy que alardea de su racismo y fascismo, quizá para epatar y escandalizar, y que en cada una de sus páginas no hace otra cosa que besarse su propio culo, eso sí, sin adjetivos, con esa prosa desnuda de frase corta, como secos disparos, que caracteriza su literatura.
Reviso mi correo. Me responden del festival de novela policial de Gaillac al que estoy invitado en octubre de 2012. Lo apunto en la agenda, para tenerlo en cuenta y que no se solape con otro evento. Echo en falta unas misivas matutinas que me envía alguien a quien echo de menos. ¿Se enfadó conmigo? No ando muy sobrado de amistades para permitirme perder una sola. Y además, la suya, es muy especial y ella lo sabe. Así es que escribo a esa buena lectora que ahora anda enfrascada con El mal absoluto, mi ensayo novelado sobre el Holocausto, esperando una contestación que llega en forma de llamada telefónica que me despierta de una larguísima siesta que empieza a las cuatro de la tarde, no bien se fue la invitada a comer que tuve hoy, y se prolongó hasta las siete y media.
Hoy vino Mademoiselle Bonnaire a comer; pudo dejar un momento su granja de patos de Foz y venir a visitarme. Un día sacará el hígado a uno de sus patos para que lo haga a la plancha con sal maldon. Viste pantalones ajustados de pana y jersey de cuello alto, que le da una vuelta, y luce su espléndida melena negra, ligeramente ondulada, suelta. Le hice unos espaguetis con salmón ahumado, que triunfaron; luego huevo frito con patatas, que no tiene más secreto que el que la patata sea buena, y aquí es extraordinaria, y que el huevo sea fresco, y de eso se encargan las gallinas ponedoras; y de postre yogurt con miel y nueces. Me habló de un crimen acaecido en Vielha, la capital, porque sabe de mi afición al polar.
Aquí también se mata y hay desalmados. Sí, en estos valles de verdor eterno y agua generosa también hay violencia. La plaga esa que se llama violencia de género le tocó, esta vez, a la pequeña comunidad que vive en este paisaje amable. Un hombre que no acepta que su pareja le diga que la relación acabó y decide terminar con ella y luego consigo mismo. Con ella lo consiguió, estrangulándola; consigo mismo fracasó estrellándose frontalmente contra un camión cerca de mi pueblo. Los aburridos mossos de esquadra del Valle tendrán un caso en el que entretenerse, aunque todo está muy claro. Hoy se rompieron tres vidas en este hermoso Valle de Arán. La de esa mujer muerta, que no verá crecer a su hija; la de ese miserable asesino, que ha destrozado su vida y otras dos; y la de esa niña que crecerá sin padres. Hoy el Valle fue escenario de novela negra.
Arán, 2 de noviembre de 2011


La casa estaba hoy vacía después de esos cuatro días pasados en la que estuvo tan concurrida. Aun me sonaban las voces de los visitantes y los maullidos de ese cachorro humano que miraba con sus hermosos e inocentes ojos azules todo lo que a su alrededor sucedía y abría su pequeña boca tratando de emitir algún tipo de sonido. Con el recuerdo de su cuerpo acunado entre mis brazos, caliento el café. El desayuno, sin ellos en la mesa, será espartano: sin zumo de naranja, sin torrijas ni churros, sin pastas de coco ni almendrados ni panellets. Hay que rebajar los kilos que me he puesto de más en estos cuatro días de comilonas caseras y suaves paseos por las montañas otoñales que terminaban bruscamente en cuanto alcanzábamos la cota de 1200 metros. Los bebés de dos meses no pueden subir a más altura. Me lo dijo Mademoiselle Bonnaire. Se lo confirmó a La madre de Paula internet.
Llovió casi todo el día. Por eso no leí el diario en mi terraza del pueblo ni El camarero que lee a Thomas Mann me puso la cerveza delante. Me fui a leer las malas noticias a mi casa, con un par de cervezas, unas almendras saladas y unas adictivas patatas fritas. Europa se hunde, es la conclusión que vengo sacando todos estos días. Vamos a volver a la economía de subsistencia y al trueque. Mi vecina paraguayo argentina no descarta regresar a su país. Están ustedes peor que nosotros con el corralito, me dice. Y lo peor no ha llegado todavía.
Escuché a Arias Cañete hablar con Ana Pastor y veinte años de PP en el gobierno me digo que no voy a soportarlos. Por eso me situé en la misma frontera, para pasarla cuando las cosas vayan mal dadas.
Tengo muchas cosas que hacer. Lavar y tender la ropa; lo hago a pesar de que llueve y sopla un viento, cálido, es un misterio, con fuerza. Adecentar la casa. Eso lo dejo para mañana. Acabar el redactado de Bellabestia. Me pongo en ello. Buscar un hotel en Miami. Lo encuentro tras una búsqueda intensiva por Miami Beach, cojo uno que está próximo a la carretera que comunica la lengua de playa con el centro de la ciudad, no muy distante del local en donde alquilan bicicletas. Recibo un mail de la directora de una publicación de la ciudad que desea entrevistarme en cuanto llegue. Cuando le comunico que estaré cinco días más se ofrece a enseñarme la ciudad. Acepto su amable invitación, sobre todo cuando me dice que conoce buenos restaurantes.
No viene a comer Mademoiselle Bonnaire a pesar de que la invito. Hoy no puede dejar a los animalillos que tiene en su granja. Hoy le toca cuidar el huerto. La comprendo.
Por la tarde, después de escribir unas cuantas páginas, caigo en un estado de somnolencia absoluta que me lleva directo a la cama. La siesta es de un par de horas, bajo mantas. Abro lo ojos cuando ya es de noche. Es de noche a las 6, pronto lo será a las 5 y media. Leo unas cuantas páginas del egocéntrico James Ellroy que se cree el mejor escritor del mundo. Me hago café, para despertarme. Pienso en mi niña Paula, en sus manitas, en sus ademanes tan femeninos pese a ser tan pequeñita, en sus llantos y rabietas que se suceden a sus sonrisas. Mi Pulguita querida.
A las 9 ceno. La sopa se espesa cuando bato la verdura. Los gallets la hacen más espesa, todavía. Un amigo de mi séptima vida, que conservo en la octava, me llama para preguntarme qué quiero de Granada: una botella de Calvente, le digo. Y pasteles árabes. No deseo nada más. Me los subirá cuando se instale en mi casa dentro de una semana justa. Yo estaré en Miami y él en Arán, disfrutando de mi casa hotel. Le digo que prepare su retina a los paisajes preciosos del otoño, si es que el viento no los ha borrado.
Llueve y se va la luz. Escribo a un par de franceses que organizan festivales de polar. Me contesta el de Agen confirmando mi invitación al evento el 10 y 11 de marzo. Lo apunto en mi agenda electrónica. El de Gaillac no me contesta. Tampoco obtengo respuesta de un msg que le envío a Mademoiselle Bonnaire deseándole las buenas noches. Seguramente ya duerme en su hermosa granja de Foz. Un día iré a visitarle. Y le diré que me dé el foie de uno de sus patos.
Hoy es mi primer día de soledad después de estar cuatro días muy bien acompañado.
Arán, 25 de octubre de 2011


Día extraño. Se rompieron las rutinas. No cogí la bici. Ni salí a pasear. Ni me senté en la terraza del bar en donde El camarero que lee a Thomas Mann me pone una cerveza. Sí compré Público a mi amiga paraguaya, y me enteré, por una mujer con un bebé (pensé en mi nieta, automáticamente), de los pocos años que tiene. Sí compré el pan a la amable y vital panadera del pueblo. Y me crucé con el dueño de la bodega, que se afeitó la barba y me mira siempre pensando cuando el forastero se meterá en su negocio y le comprará unas cuantas botellas. Y con el pan bajo el brazo regresé a casa, a comer. Aunque antes escribí algunos nuevos párrafos de Bellabestia, el largo relato que será comercializado pronto en ebook.
Mujeres. Presente, pasado y futuro. Amor, esa enfermedad en la que no quiero recaer. La del pasado hoy me dolió especialmente. La del futuro me escribió cosas lindas y tiernas de la primera vez que nos vimos un 23 de abril, el día del libro. El presente se borró; como vino se fue. El miedo al amor lo entiendo. Azul, ámbar y azul, una bandera de hermosos ojos.
No salí. Quizá ese fue el error, entre otros. Y fumé muchas pipas. Deberé esconderla, no vaya a convertirme en adicto al tabaco.
Hoy miré poco a la montaña. Y pensé en el invierno. Y pensé más en el invierno cuando me puse delante del televisor a ver La Cosa, un clásico de terror de John Carpenter que transcurre en una estación de la Antártida. Todos mueren; unos por La Cosa, monstruo mutante que se va metiendo en los cuerpos de los miembros de la misión, y los supervivientes, de frío. Pensé en el frío que hará. En la madera que arderá en la estufa de hierro colado para mantener la casa caldeada. En los días que permaneceré encerrado, asediado por la nieve. Será el momento para emprender la andadura de mi nueva novela. Andaré por los bosques nevados y silenciosos para encontrar el tono preciso. Me sentaré, con la espalda apoyada en un tronco en la senda del esquiador de fondo. Quizá. Este año, o el que viene. Pero no, eso es literatura. Ficción que se entrevera con la realidad. Mi propensión al drama.
Miami. Hará calor en Florida. Me bañaré y alquilaré una bicicleta por tres días para ir de cayo en cayo por esos largos puentes que sobrevuelan un mar de aguas turquesas. Me bañaré no muy lejos de la playa, por miedo a los tiburones. Las aguas de Miami están siempre turbias, por el coral desmenuzado que llevan en suspensión. Iré a tomar esa café dominicano en la laguna de los manglares en donde me estará esperando el manatí de otros años, o su hermano, o sus hijos. Me tomaré un mojito en alguna terraza de Ocean Drive, la calle de los 60.000 números, que nunca se acaba, mientras se pone el sol. Y luego presentaré mi novela ante cubanos que se preguntarán qué tiene que decirles de La Habana, que dejaron atrás, un forastero de todos los lugares del mundo. Llueve sobre La Habana.
Mañana será un día como hoy, pasado mañana o anteayer porque una chica no subirá a un autobús. Un tipo dejó hace una eternidad una ciudad del sur sin mirar por el espejo retrovisor, consciente de la nueva vida que emprendía. Una chica perdió un tren. No lo perdió. No lo quiso coger. Como no quiere subirse a ese autobús esta otra. Un simple gesto cambia el curso de una vida. Un cruce de miradas en un compartimento de tren. Una mirada azul bajo la lluvia mientras el limpiparabrisas del coche se afana en despejarlo. Una mirada de sorpresa tras unas manos que ciñen su cintura.
Amor. Una gacela presurosa que acecha un lobo. Yo. La Bella y La Bestia. Bellabestia. Un cruce de mensajes que va in crescendo hasta la declaración. Aunque ya lo imaginaba. Yo. Ella. Pero no es una novela de amor fácil sino compleja. El personaje femenino de la trama está herido. El masculino, también, aunque lo disimula. Ignoro el final. Y el nudo. Siempre ocurre así cuando escribo, que el final me sobreviene durante el proceso, me sorprende.
Tercera pipa. Mis besos sabrían a tabaco y humo, si se los diera a alguien. No quiero que sepan a whisky. Me dejé el vaso abajo, a dos tramos de escalera. Podría beber a morro. Sería mi perdición. Días de vino y rosas. Jack Lemmon se salva; Lee Remick se condena. La pasaron ayer. No la vi.
Tengo cosas que hacer. Pero no tengas ganas de hacerlas. Tengo que limpiar la casa a fondo, pasar la escoba, la bayeta; adecentar los baños, la cocina; comprar bebidas, carne, verdura, fruta...Pero no hago nada. El viernes por la mañana, antes de que lleguen los huéspedes y llenen la casa de voces.
Hace días me escribió un mexicano. Pocas cartas me emocionaron como la suya. Me dijo que gracias a mi blog, que seguía desde hacía años, se había decidido a escribir, y que no lo había hecho mal porque le habían publicado el libro y hasta se había vendido bien. Me sentí útil, leyendo y releyendo esa carta de gratitud.
A media tarde, después de que bajara a comprar café, galletas y azúcar, y que merendara después de esa breve compra, me llamó Mademoiselle Bonnaire. Hoy me habló en francés, para que practicara. Me dice que para hablar bien su idioma hay que hacerlo con la garganta. Practicaré. Estaba en su granja de Foz, con sus ocas, conejos y una tortuga que hacía la siesta junto a la chimenea encendida. Yo hoy no tengo frío. Ella sí y dice que parece más gorda por la ropa que lleva encima. Le digo que escribe bien. Que lo hace con sentimiento, que es como hay que escribir, que pone el corazón en cada palabra que dice. Le animo a que escriba la novela de su vida y que mi regalo será corregirla. Será una novela de Dickens. Triste como su mirada. Me habla de una niña sentada en unas escaleras esperando a un padre que nunca llegará. Ahí puede empezar la novela que escriba, ese es el punto de arranque. Le animo a que lo haga. No le hablo del mexicano que escribe y publica porque lee esto: el blog.
Reina cierto caos en mi mesa de estudio. Hay muchos objetos en discordia. La pipa caliente, el paquete de tabaco Amsterdamer, la impresora, y sobre ella una bandeja con una taza del café con leche con galletas que me tomé de merienda, un televisor de pocas pulgadas, un escáner que no funciona, un par de lámparas que dan muy poca luz, el teléfono móvil que está silencioso, el mando a distancia, la caja de cerillas que uso para la pipa y la estufa de leña del salón comedor cocina, una pluma de ganso, dos tinteros de tinta, diarios viejos, cuatro libros, un retrato de un joven escritor con un sonriente Berlanga, dos fotos con niños, uno sosteniendo un perro tan grande como él, una foto de Bali que retrata un momento feliz de mi sexta vida, la botella de Ballantine’s que hoy no bebo, un billetero, entradas de cine...
Cuando estaba tumbado en la cama que baña el sol de primera hora de la tarde, haciendo la siesta, sonó el teléfono. Reí, como el perro de Pavlov, nada más escuchar la voz. No sé por qué reí. Tenía que haber llorado. Lloraron al otro lado del teléfono. Y colgaron. ¿Por qué se emplea el plural? No lo entiendo.
Alguien me decía que no hay que llorar nunca porque es compadecerse de uno mismo. Eso nunca lo entendí. Alguien con quien hablo hoy por teléfono. Si nadie se compadece de uno es lógico que lo haga uno mismo. Sí, hoy gasté mucho dinero llamando. Aunque la mitad de las veces me llamaron. Hablamos de lo que pudo haber sido y no fue. Me atormenta el fracaso. Sigo pensando en ese tren que se escapa y en una pasajera inmóvil en el andén de la estación que desaparece engullida por el vapor de la locomotora.
Pasa un tren en la vida y ya no hay otro. Cada vez yo que cogía el avión, de regreso del sur al norte, pensaba siempre lo mismo: bajarme antes de que emprendiera vuelo. La duda duraba unos instantes, mientras estaba sentado y aguardaba a que se cerraran las puertas y el retumbar de los motores empezara. Luego contemplaba, con mirada empañada, la ciudad, debajo, que desaparecía mientras yo recorría esos mil kilómetros de distancia. Un día me bajé del avión para que no hubiera distancias. Reduje esos mil kilómetros a una nadería: 1.
Distancias físicas y sentimentales. Mil quinientos cuarenta. Un año después de que viniera al mundo Manuel Vázquez Montalbán. Once años antes de que yo naciera. Un número que encierra en sí mismo mi reciente historia sentimental. Estoy tomando el quinientos por el novecientos. El yo reflexivo corrige al yo intuitivo y alocado. No sé que sucedió en 1540. No había nacido.
Mi Bella se enamora de La Bestia. Una mujer que adora a alguien con cabeza de toro y afilados cuernos. El cuento infantil es, en realidad, un tratado de bestialismo. La Dama del Fuego me comenta que le gusta más el monstruo que el simplón príncipe en que se convierte cuando termina su encantamiento. Completamente de acuerdo.
Mañana una chica perderá un autobús. Pasado mañana una chica irá a comer a la casa de un escritor solitario. Las otra chica, en el andén, se difumina entre el vapor de la máquina de tren.
Tengo un reloj absurdo que nunca marcó las horas porque no le puse pilas, y ahí sigue. Me olvidé de él en el recuento de objetos que pueblan mi escritorio.
Me voy a dormir. Cuando me despierte todo lo veré mucho más claro, seguro, y con más optimismo. Mañana cogeré la bicicleta bien de mañana y me iré a Sant Joan de Torán por una pista escénica. Cuarenta y cuatro kilómetros entre ida y vuelta. Veré si llego.
Arán, 23 de octubre de 2011

Me despierto antes que otros días. Y eso que no tengo hoy a Ana Pastor, de la que me estoy enamorando perdidamente aunque alguna malévola me diga que bizquea ligeramente, para que no la idealice. Me gustan las bizcas.
Desayuno esas pasables rosquillas que hice ayer, que al menos no se desparramaron en la sartén, y me bebo el tazón de café con leche mientras veo las noticias por el Canal 24 horas. Emprendo luego el camino de la buhardilla a las nueve y media de la mañana, la subida de esos dos tramos de escaleras que me mantienen ágil aunque no coja la bicicleta de montaña.
Escribo, poco. Hoy es domingo y hay que guardar la fiesta. Y me voy a eso de las 12 y media, recién duchado, a comprar el diario después de llamar infructuosamente a Mademoiselle Bonnaire, a la que quiero invitar a una cerveza con zumo de grosella si viene de Foz a mi pueblo, pero no me coge el teléfono. Mi amiga paraguaya me vende El País (el domingo toca ese diario) y, como el bar de El camarero que lee a Thomas Mann está cerrado por vacaciones y el otro, atestado de los franceses que invaden la población los fines de semana, me voy, buscando el sol, a una terraza de la carretera, pido una cerveza, esta vez sin calamares congelados, y una bolsa de patatas ya que no tienen aceitunas rellenas de anchoa. Dura jornada la del domingo.
El diario viene dedicado, casi en exclusiva, al fin de ETA. Hay varios agentes de este proceso que me caen definitivamente bien. Uno es Eriguren, el secretario general del PSE, que ha tenido que oír de todo desde la caverna y el propio partido y ve por fin su sueño cumplido. Otro es Patxi López, el lehendakari, uno de los mejores que ha tenido Euskal Herria, el mejor, un tipo que es capaz de llorar en público porque la emoción de recordar a sus compañeros asesinados por la banda se lo pedía. Y otro es Rubalcaba, uno de los mejores ministros de Interior que ha tenido este país, al que también se le empañaron los ojos. Apuro mi cerveza y brindo, imaginariamente, con Juan Bas que se debe de estar tomando a estas horas unos chiquitos en alguna barra de Bilbo. Por ti, Juan, y por todos los que como tú no mirasteis para otro lado en los momentos difíciles y combatisteis a la barbarie sin más arma que la palabra escrita.
Hace un día espléndido de otoño. El monte, al otro lado de la carretera, está precioso. Se lo digo a una amiga que me llama cuando tengo una patata frita en la boca. Es alguien que me hace reír y que derrocha simpatía. Se interesa por mi estado de ánimo, excelente, como el sol radiante que luce en el cielo, y me llega por el móvil el murmullo del viento que sopla en donde ella está, a quinientos kilómetros de distancia. Valoro a los que me hacen reír, o sonreír, precisamente porque no soy un tipo de risa fácil ni mucho menos, más bien lo contrario. La risa es importante en este valle de lágrimas. Así es que me estoy riendo los diez minutos que dura la conversación y luego me levanto, pago la consumición y regreso a casa con el periódico medio leído.
Hoy es un buen día, y lo sería mejor si consiguiese hablar con la esquiva Mademoiselle Bonnaire.
Leí de buena mañana una crítica excelente sobre mi novela Llueve sobre La Habana aparecida en El Nuevo Herald de Miami. Lo que más me gustan de las palabras del crítico, seguramente cubano, es que dice que sé captar perfectamente el espíritu de la isla. Es el mayor piropo. Y que destrozo las convenciones del policial: desde la primera página todos sabemos quién es el asesino y la intríngulis de la novela es cómo atraparlo, la cacería. Le gusta al crítico cubano, afincado en Miami, que el malo de la novela, el más malo, porque todos son malos, siguiendo la marca de la casa, se parezca a George Clooney. Claro, quería un psicópata guapo. Y me alaba los trabajadísimos cubanismos que trufan los diálogos de la novela. Es una obsesión que tengo por los diálogos. Los mexicanos hablan mexicano en La Frontera Sur. Los etarras, euskera en Tu corazón, Idoia. Buen preámbulo, el de esta generosa crítica, a la próxima presentación de la novela en la Miami Book Fire del 19 de noviembre.
Haraganeo, después de comer pollo empanado con patatas fritas y un tomate aliñado. Leo luego un capítulo de A la caza de la mujer, el último James Ellroy que me regalaron mis intelectuales vástagos por mi sesenta cumpleaños. La sequedad del norteamericano, sus frases cortas y sin adjetivos, raspan, como diría una amiga que tuve en la séptima vida. No hice siesta solitaria. Ni acompañada. A las cinco y media, tras dejar a medias Pena de muerte de Tim Robbins y a Sean Penn y Susan Sharandon, que me recuerda a la hermana de la amiga de la séptima vida por cuyo estado de salud debería preguntar, tomo el coche y subo al Coth de Baretges. No voy de excursión, sino a acarrear leña. El bosque está bastante diezmado en el tramo inferior de la pista por las explotaciones forestales que han talado buen número de árboles, y de ellos, de sus desperdicios, extraigo yo mi madera para mi chimenea: ramas, pequeño troncos de no más de un palmo de largo que caben por la boca de la estufa de hierro colado, cortezas, que voy cargando en la parte trasera del jeep, hasta llenarla.
A mitad de pista recibo una llamada de La Arquitecta. Siempre me gusta hablar con ella y tenemos una conversación fluida que versa sobre su recién terminado viaje a Roma y Nápoles, cuyo estado, me dice, es desastroso por la mezcla de suciedad tercermundista y Camorra, próximo a Bangkok, compara, y yo le hablo de mi chimenea recién estrenada, de mi pipa, de lo contento que estoy de recibir en los próximos días a la niña de mis ojos, la pequeña Paula, que vendrá a estas montañas con vestido de oso polar. Heidi y su abuelo, me dice, riendo. Hablamos tanto, también del viejo soldado de la República que perdió la memoria, que casi oscurece en el bosque. Siempre podré contar con La Arquitecta, y ella, conmigo. Con o sin contrato.
Sigo camino y culmino la pista. Esta vez no hay animales en el prado que cubre ese cuello de montaña mágico y sopla un viento feroz y frío que viene de las impresionantes laderas escarpadas de la Maladeta. No voy muy abrigado, de hecho voy con ropa de verano y una cazadora ligera, pero aguanto el desafío climático. Hoy el paisaje es hosco, invernal, adornado por nubes negras que amenazan y están detenidas en la sierra de esa cordillera impresionante que parece el escenario grandioso de una ópera de Wagner. Hago un centenar de fotos. Me gusta la tragedia del paisaje. Y doy un paseo lento, deteniéndome a cada paso, por el camino francés que conduce a otro valle, sabiendo que no voy a llegar por lo tardío de la hora, que a lo más que arribaré será al bosquecillo de castaños cuyas ramas el viento estremece.
Y en una roca, erguido, azotado por ese frío aliento de la montaña, me extasío en silencio y en solitario, admirando ese muro pétreo y helado con sus nubes oscuras detenidas y el paisaje infinito de bosques que reúnen la paleta de todos los tonos ocres del otoño. Y escucho la música que más amo: la del viento pasando a través de las ramas de los árboles.
Esta noche sopla el viento, furioso, y hace crujir los cristales de todos los ventanales de la casa. Sin cuerpo que abrazar me voy a la cama. La montaña no sabe de domingos. Por suerte.

Arán, 22 de octubre de 2011

Esther Williams
me envió, ayer por la noche, unas fotos de paisajes terrenales, una geografía montañosa de perfiles sinuosos. Después de cenar me estuve deleitando en las instantáneas de esos montículos feraces separados por un angosto valle que me envía de su viaje interior. No hay manchas de nieve en las cimas de dichos montes gemelos, sí, en cambio, en los que veo a través de la ventana de mi buhardilla, porque días atrás cayó la primera nevada, pero son hermosos, naturales, idílicos, de granja, apetece pasear por ellos. Son de Babia, un lugar que existe realmente y en donde muchos han estado perdidos sin haber pisado su territorio. Yo estuve y puedo decir que mi experiencia agradable fue oscurecida por la presencia de unos feroces mastines que a punto estuvieron de devorarme. En el aliento de esos ocho perros olí mi propia muerte.
A lo largo de mi vida he disfrutado de paisajes diversos. Si tuviera que decir cuáles son los que más me han complacido no tendría duda: Birmania. Quizá vuelva, porque es un país hermoso de verdad, porque sus gentes son educadas y alegres, porque recorrerlo es caminar de la mano de la armonía. Estupas perfectas, poblaciones sobre palafitos, puentes de teca, la belleza de Birmania y de los birmanos me dejó sin habla y la recuerdo constantemente, y ese fue el mejor viaje que hice en mi séptima vida. también el último. Veremos Camboya, aunque La Sonrisa Etrusca me desaconseja que ande en bici por sus caminos si es que quiero conservar las piernas, y las piernas son lo que más necesito en esta octava vida. Hay muchas minas antipersona en Camboya y uno tiene más posibilidades de tropezar con una de ellas que de que le toque la lotería, seguro.
Estuve un buen rato escribiendo, ayer por la noche, y reanudé la misma actividad bien de mañana, una vez que di cuenta del café con leche y los churros caseros que me hice al levantarme y tras comprobar que, por culpa de ser sábado, hoy no tendría a Ana Pastor en el televisor. Creo que me estoy enamorando de esa chica.
Ando atareado en una versión gore del cuento infantil de La Bella y La Bestia. Tratándose de mí ya sé cómo acabará ese relato que tanto edulcoró la factoría Disney. Cuando se lo conté a Mademoiselle Bonnaire, a la que visité en Foz, días atrás, y con quien estuve departiendo alrededor de una taza de café y unos croissants que ella mismo hizo (es habilidosa la muchacha y ella cuece el pan y la bollería en un gran horno casero de su rústica casa por cuyos huertos pasean ocas y conejos), se mostró disgustada porque versionaba un cuento infantil y me lo reprochó. Confieso que le di la razón, que hay una parte de mí, la que se escandaliza porque metan zombis en el Lazarillo del Tormes, en Don Quijote o en Orgullo y perjuicio, que está absolutamente de acuerdo con la mi buena amiga francesa de ojos azules, pero que hay otra parte gamberra e iconoclasta que me mueve a dinamitar ese cuento y darle un final no tan feliz. Me divierto escribiendo Bellabestia, que así se llama el largo relato que en un mes verá la luz y quien quiera podrá comprar en formato ebook por el módico precio de 1 euro. Veremos cómo queda.
Empiezo a estar asqueado, y hastiado, de las imágenes del feroz linchamiento de Gadafi y creo que deberíamos replantearnos, entre todos, la función que en toda esta guerra ha tenido la OTAN, en la que cuatro aviones y una fragata de mi país han colaborado. Es evidente que se ha ido mucho más allá del mandato de Naciones Unidas, pero muchísimo más allá, porque sin los bombardeos sistemáticos y letales de la Alianza, el ejército de Pancho Villa de la CNT (Consejo Nacional de Transición, no la organización anarcosindicalista) no habría obtenido la victoria sobre las hordas del dictador. Tiraban bombas para proteger al pueblo libio de los desmanes de su sátrapa, al principio, y las siguieron tirando cuando ya el sátrapa no tenía capacidad de respuesta hasta que acabaron literalmente con él. ¿Qué será de Libia ahora? ¿Quién se quedará con su petróleo? ¿Y qué pasará con el oftalmólogo que saca los ojos a los sirios y que no tiene petróleo? Las posibilidades de que intervengan en un país son directamente proporcionales al volumen de sus riquezas. Por eso nunca nos invadieron.
Los gobernantes funcionan como una gran familia mafiosa y quien rompe las reglas de la mayoría acaba como Gadafi. Los gobernantes, como los grandes capos mafiosos, se abrazan entre sí un día, y al siguiente se rebanan el cuello. Solo hay que mirar los abrazos que le dieron al Coronel gentes como Aznar, Berlusconi, Blair, Brown, Zapatero, Obama, antes de bombardearlo. Por eso detesto a la Mafia, me horroriza su modus operandi, que es muy similar al de la clase política, y tiene estructura de estado: jerarquías, leyes, ejércitos, castigos, impuestos...
Pero hablemos de cosas positivas, me digo, olvidemos tanta barbarie inhumana, que mancha las retinas de sangre, y volvamos los ojos al arte, que es lo que realmente redime a la especie humana, y vayamos a Asturias, junto a ese gran juglar de tono profundo que es Leonard Cohen. ¿Cuántas veces he escuchado sus canciones? Puedo decir que he crecido con su voz, que he amado a mujeres mientras él cantaba en un tocadiscos Vieta, que me ha acompañado en tardes melancólicas de lluvia y en veladas trascendentales en las que, con mis amigos, arreglábamos por nuestra cuenta el mundo. No hay una sola canción alegre en el repertorio de este pequeño judío canadiense de rasgos muy marcados que se mueve siempre bajo un pequeño sombrero; todas sus canciones se parecen, tienen un idéntico ritmo y su voz no ha variado en el transcurso de los más de cuarenta años de su carrera un ápice. ¡Pero cómo acaricia el alma!
A media tarde, después del habitual paseo en bici que siempre acaba con la puesta del sol, cumplí con un par de ritos relacionados con el fuego y que me había propuesto cumplir hoy. Fui, después de ver por televisión un film mediocre cuyo único aliciente eran sus intérpretes (Robert de Niro y Al Pacino compartiendo planos por primera vez, porque ni en El padrino ni en Heat aparecían en el mismo fotograma) al estanco del pueblo, local que también frecuentan los franceses guiados por los impuestos más bajos para el tabaco que rigen aquí, compré una pipa, un paquete de tabaco Amsterdamer (que sigue siendo exactamente igual a los que recordaba, pero con la franja de advertencias letales, y era el que fumaba cuando, cuarenta años atrás tiraba de pipa), escobillas de limpieza, un utensilio para prensar el tabaco en la cazoleta y cerillas de madera, es decir, el kit completo del fumador, y me fui contento a casa.
Lo primero que hice al llegar, porque con el fin del día las temperaturas exteriores bajan hasta los seis o siete grados, fue encender la chimenea. Apliqué los consejos que, en su día, me dio La Dama del Fuego y unas prácticas pastillas que me proporcionó días atrás Mademoiselle Bonaire cuando le confesé que nunca había tenido chimenea en ninguna de mis vidas pasadas. Cogí unos cuantos leños delgados, un tronco, papeles de diario y la pastilla mágica, y prendí fuego al conjunto. Al poco tenía una hermosa llamarada y la estufa de hierro colado rugía con el crepitar interior de las llamas. La estancia se calentó en un momento, y también se llenó de humo hasta que controlé el tiro de la chimenea y entonces funcionó sin problemas. Estuve un buen rato sentado en el sofá, la vista fija en las llamas, hipnotizado por el fuego. Luego me tomé el plato de sopa diario, comí algo de queso Roncal, unté un par de rebanadas de pan con foie de Samatan y freí una decena de rosquillas para el desayuno de mañana. Esta vez acerté con la masa porque no seguí ninguna maldita receta y me fié de mi intuición. Y después de cenar y ver Informe Semanal (más Gadafi, aunque sin las imágenes más atroces, en el excelente reportaje de Vicente Romero; y el fin de ETA con el recordatorio de sus más de ochocientas víctimas a las que los asesinos del tiro en la nuca arrebataron la vida para nada), cumplí con mi segundo rito en la buhardilla de mi casa. Con la excitación de un niño ante un juguete nuevo, abrí el paquete de Amsterdamer, llené de tabaco la cazoleta de la pipa, la prensé, prendí fuego a las hebras rubias del aromático tabaco y aspiré la primera bocanada. No volví, como había soñado, a cuarenta años atrás, a mis veinte años, ni me pareció demasiado estimulante esa primera pipa después de tantísmos años de abstinencia y tantas vidas transcurridas. Mejor, pensé. Sólo falta que a estas alturas te conviertas en un adicto al tabaco. Con seguir teniendo una adicción a la escritura ya tengo bastante.
Arán, 21 de octubre de 2011












Quiero hablar de una buena noticia, pero se cruza con otra, para mí mala, aunque, seguramente, para otros muchos pueda resultar buena. Quiero escribir sobre esa buena noticia que a muy pocos les disgusta (a la caverna mediática y política), la de que ETA, con todas las prevenciones que suponen sus comunicados (sí, ya sé que no se han quitado sus ridículas capuchas con chapela, que deberían verse y descojonarse de risa por la pinta que tienen; ni han entregado las armas; ni han pedido, eso para mí lo más grave, el perdón a sus 858 víctimas directas y a otras muchas más colaterales de sus desmanes sanguinarios), toma la decisión de no matar ya a nadie más definitivamente, de enterrar esa hacha de guerra que enarboló en solitario contra un estado democrático que la combatió únicamente con sus leyes. Llega tarde, por supuesto, porque ETA, esa excepción del País Vasco, esa vergüenza de Euskal Herria, esa banda de matones xenófobos y carcinoma, debería haber tomado esa decisión nada más llegar la democracia a nuestro país y su historia, la de la organización, habría sido otra. Pero llega el fin, aunque tarde para esos 858 muertos a los que hoy el diario Público pone nombres y apellidos en su contraportada detrás de la portada con un expresivo ¡Agur ETA!. Y me gusta la reacción fulminante que ha tenido Mariano Rajoy, no como otros de su partido, los Aznar, los Aguirre, los Mayor Oreja, de subrayar que no ha habido ninguna cesión por parte del estado, que los terroristas no han conseguido absolutamente ni uno solo de sus objetivos delirantes, que simple y llanamente se le ha vencido, aunque no convencido. Llega la hora de la reconciliación, de la reparación moral de las víctimas, de acercar a los presos a Euskal Herria, de las medidas de gracia legales que se pueden aplicar a los que pidan públicamente perdón por los desmanes cometidos. Gestionar la paz y pasar esa página negra de nuestra historia.
Pero hay otra noticia, con imágenes terribles, que manchan de sangre mi retina, que empaña esa alegría. La muerte de Gadafi. Era un tirano delirante que últimamente se vestía de fantoche y bombardeaba a su pueblo. Claro, por supuesto, un tirano consentido al que últimamente todos los jefes de gobierno recibían, que estrechaba la mano de Berlusconi, Sarkozy, Blair, Zapatero y compañía, los que le vendieron armas y ahora le han bombardeado para renegociar el petróleo libio, y del que Aznar decía que era un amigo extravagante. Pero realmente nadie merece morir como un perro, como ha sucedido, linchado por una turba furiosa que lo ha golpeado hasta matarlo, vejado, una vez muerto, por cientos, miles de disparos de los flashes de los tenebrosos teléfonos móviles de esos insurgentes que, ayer, en ese momento, perdieron todas mis simpatías porque se convirtieron en hienas, en perros rabiosos cebándose a mordiscos, no de Gadafi, porque ese hombre aterrado, inerme, malherido, de setenta años que les pedía misericordia ya no era el tirano de Libia sino un paria que prevé una muerte espantosa y larga. Con las imágenes que llueven de ese linchamiento atroz se podría montar la más espeluznante película snuff de todos los tiempos. Viendo como esa turba machacaba al que, durante tantos años, habían aclamado, mi visión de la condición humana se precipitaba al vacío.
Arán, 18 de octubre de 2011

El día se torció por la noche. Me levanté mucho antes de que sonara el despertador. Volví a la cama, desorientado. Di varias vueltas. Y a las 9 de la mañana estaba sentado ante mi mesa de estudio con el desayuno (café con leche, tostadas con mantequilla, restos de un bizcocho que antes intentó ser rosquillas) subido en bandeja por los dos tramos de escalera, viendo y escuchando a Ana Pastor.
Quizá haya que ir a votar el 20N para que la mantengan. Imagino a Urdacci o a Buruaga en su lugar y me estremezco de horror. Hoy invita a los Desayunos a Cayo Lara. Le escucho mientras acabo con las tostadas. Me gusta más que Gaspar Llamazares. Coquetea con el 15 M. Todos coquetean con el movimiento de la indignación: Rubalcaba que recoge la dación de la vivienda para saldar la hipoteca; Durao Barroso, el cuarto mosquetero del tristemente célebre Trío de las Azores, el hombre pegado a un bisoñé, que habla ante la CEE de meter en la cárcel a los banqueros. Todos se vuelven de izquierdas, hasta el Financial Times, que comprende la indignación global que recorre el planeta. Todos menos uno de los mosqueteros de las Azores, Josemari, que ve en los indignados a peligrosos ultraizquierdistas, y seguramente lo son desde su perspectiva de ultraderecha que abandera dentro del PP el Fernando VII de nuestra joven democracia, el político felón que lamía las botas de George Bush jr. y hablaba texmex en la Universidad de Georgetown.
También comentan los periodistas que trae Ana Pastor esa conferencia de paz en Donosti, un funeral por ETA orquestado por personalidades internacionales, aunque falta meter el cadáver en el féretro y sepultarlo bajo toneladas de tierra. Ya no hay marcha atrás. La banda ha sido derrotada por la democracia pero ha dejado un reguero de sangre espantoso para nada. No se le ha convencido sino que se le ha vencido. Ya lo insinúo en Tu corazón, Idoia, una novela sobre el terrorismo etarra que publico en un momento muy oportuno.
Hoy me recorto la barba asilvestrada antes de ducharme. Me paso una y otra vez la maquinilla hasta dejarla en la mínima expresión. Lo mismo hago con el bigote. Ya no tengo ese aspecto de clochard, o de Georges Moustaki, y con el cabello más largo de lo debido mi físico se acerca al del desaparecido Antoni de Senillosa.
Mademoiselle Bonaire me llama poco después de que yo acabe la definitiva redacción de La invasión de los fotofóbicos y la envíe a los editores vía mail. Tengo que pedirle que me dé clases de francés. Los franceses, según ella, hablan con la garganta. Oigo, pues, la garganta de Mademoiselle Bonaire, la granjera de la cercana Foz, que me habla con orgullo de sus hijas, de los cherrys que cultiva, del pan que ella misma hace en su horno. Le pediré un tomate cherry y una hogaza de pan. Tampoco consigo que hoy venga a comer. Últimamente está muy atareada y declina todas mis invitaciones, sistemáticamente.
Compré el diario, pero no supe dónde leerlo. Hoy las dos terrazas de la plaza se habían puesto de acuerdo para cerrar. Busqué, por la carretera, una mesa con sol. Buscaba sol, simplemente. Casi a la salida, cerca de una pequeña central eléctrica de las cuatro que hay junto al Garona, un establecimiento para turistas franceses me ofrece una mesa soleada. Pido una clara y una tapa de calamares fritos a un camarero que me llama jefe. Saca la bolsa de los calamares de la nevera de los helados. Debería irme en ese momento, pero me quedo por el sol. Leo el diario mientras, a mi lado, dos mujeres francesas de mi edad comen sendos platos combinados. Disfruto del sol que me da en el rostro. Miro con cierta prevención los camiones que pasan rozando la acera, a un metro escaso de donde como calamares, bebo cerveza y leo Público.
De regreso a casa una imagen me perturba: la última de mi séptima vida, un flash que me vuelve una y otra vez para torturarme. Compro pan. El flash se reproduce en mi cabeza con tal fidelidad que es como si reviviera de nuevo esa escena. Bebo una copa de vino cuando entro en casa y antes de hervir una coliflor que compré días atrás. El flash me golpea sin tregua, dispuesto a herirme. La última imagen de mi séptima vida. Su epílogo. Una chica asomada a una ventana que me saluda, agita su mano, me dice adiós mientras yo acelero el vehículo que me llevará a la octava vida y la dejo atrás, a ella y su ciudad, sin saber que ya no la voy a ver más. Tanto me obsesiona esa imagen que no hago la siesta, que subo a mi estudio, que trato de describirla para así exorcizarla. Hay otra escena precedente. Una chica vestida con camisón de seda a la que beso y abrazo largamente un 30 de junio, exactamente a las seis y media de la mañana sin saber que ése será el último abrazo y el último beso que le dé. Yo no lo sé, pero ¿lo sabe ella? Lo escribo y me duele mientras destilo cada una de las palabras que conforman las frases, como si con cada letra fuera un gramo de sangre. Quizá lo escriba para que me duela. Quizá no haga otra cosa que buscar ese dolor que aflora hoy a la superficie, como magma de volcán. Es una herida que se abre y no sé cómo cerrar. Epílogo. Busco vendas a mi alrededor.
Me pongo las mallas, la camiseta de manga corta raída y agujereada que protesta por el chapapote del Prestige, me encasqueto el casco amarillo y monto en la bici.
La N325 está muy concurrida por camiones. Pedaleo con la mirada perdida. Cuando no tienen coches enfrente, los camiones se abren, para no levantar una corriente de aire; pero cuando se cruzan con otros vehículos me pasan rozando, siento su aliento mortal que desplaza mi bicicleta hacia la valla quitamiedos de la carretera. Pedaleo. Me importa una mierda que un camión me aplaste. Pedaleo. Una garza levanta su elegante vuelo, cruza el Garona y se posa en un árbol de la ribera. Fallo la foto. No hay luz, disparo cuando tengo lejos el ave y se confunde con las ramas del árbol en donde debe de tener su nido. Había muchas garzas en Granada. Pedaleo furioso. Esos diez kilómetros de nacional hasta Aubert son peligrosos, hay muchísimo tráfico, pasan por mi lados camiones y autocares de línea, coches a ciento veinte. Muerte de un ciclista.
Cuando dejo la carretera y cojo la pista que sigue el Camino Real (Cami Reiau en aranés) y va por el otro lado del Garona, bordeándolo, me tranquilizo. Pedaleo y recuerdo esos otros paseos en bici por la Vega granadina o siguiendo el curso del Genil que quedan tan lejos en el tiempo y en el espacio. El camino de tierra está precioso, desierto: sólo me cruzo con un ciclista y un cuatro por cuatro. Las hojas amarillas lo alfombran. Las veo caer de los árboles, balanceándose a derecha e izquierda, por el viento que aumenta, hasta que alcanzan el suelo. El río murmura entre los avellanos que forman una empalizada a mi izquierda. Ya ha desaparecido esa visión dolorosa de mi séptima vida de la que me queda el tacto de una piel, la suavidad de un camisón y la humedad de unos labios. He acertado con la dosis precisa de medicina. Bicicleta o whisky. Whisky me aconseja La Chica de la bici mientras pedalea a quinientos kilómetros, solidarizándose conmigo.
Regreso a casa cuando anochece, y cada vez lo hace más pronto. Le compro aceite, huevos, naranjas y cebollas a La Tendera Silenciosa. Me emperro luego en hacer mayonesa, aunque se me corta dos veces, pero insisto hasta que espesa, con la mano ya torcida sobre el minipimer. Y me tomo un plato de sopa, más coliflor, esta vez con la mayonesa, y unos dátiles de postre, exactamente cinco, que tenía olvidados en la nevera.
Epitafio. Hace ocho años moría Manolo Vázquez Montalbán. En Bangkok que ahora está inundado por el desbordamiento del Chao Prayá. El Bangkok caótico y sensual de mi novela Pat Pong Road que verá la luz en marzo de 2012 si las cosas no se tuercen. MVM murió agotado por no saber decir no, en un aeropuerto, ese territorio tan extraño, de paso. Por ser en exceso generoso. Todos estamos en deuda con él. Yo, por un prólogo excelente que escribió para un libro de relatos. Los escritores de novela negra en general porque nos abrió camino. Se le echa enormemente de menos en estos tiempos de crisis y me gustaría saber lo que diría acerca de esta gran chapuza global.

El amigo Andreu Martín recoge lo que dijo en ese programa macabro que filmaba a personalidades para ser emitido una vez murieran: Epitafio. Le pedían una frase brillante a Manolo después de la larga entrevista a la que contestaba con su humor gallego. El epitafio de su vida. No estaba inspirado el escritor, o quizá estaba asustado sentado en esa silla, en la habitación vacía en la que se grababa el programa. ¿Una frase para la posteridad? Finalmente se rindió: Quien calcula compra en Sepu, dijo y supongo dejó perpleja a la entrevistadora. Una genialidad. Su infancia resumida en esa frase publicitaria. Quien calcula compra en Sepu. Como el Rosebud de Orson Welles en Ciudadano Kane, el nombre grabado en los esquís que tuvo el magnate de niño. El apelativo cariñoso con que Hearts, el empresario de la prensa a quien realmente retrataba el genial realizador en su primera y magistral película, denominaba el sexo de su amante. Rosebud. O La puerta del cielo. De allí salimos una vez y allí volvemos muchas más.
Arán, 17 de octubre de 2011


Vuelta a la normalidad. A la soledad.
Marchó La chica que adoraba a León Trotsky, de madrugada, y lo hizo sigilosamente porque no la oí ni bajar las escaleras ni abrir y cerrar la puerta de la vivienda para tomar su taxi que la llevó a Barcelona, a su casa, a su trabajo. Claro que a las cuatro y media de la madrugada yo estaba profundamente dormido y ni un cañonazo me iba a despertar del sueño.
Creo que le he enseñado, en estas dos jornadas intensas, la esencia del Valle, sus paisajes y sus pueblos. Como todos los que vienen aquí, se quedó paralizada ante las vistas del Coth de Baretges, ese panorama del macizo de la Maladeta y el glaciar perpetúo del Aneto que a mi me sigue dejando sin habla pese haberlo visto cien veces o más en mi vida, desde que descubrí este valle a los veintitantos años. Gozó del vertiginoso descenso del río Joeu en la Artiga de Lin y devoró con la mirada los paisajes agrestes que de Baguergué se extienden hasta las proximidades del Sauth deth Pish, en donde renacen, de golpe, los prados y los bosques, para extasiarse con el salto de agua más bello y alto del Valle. Comimos bien, en mi casa, comida casera presidida por la sopa que amenaza con ser milenaria, butifarra del Valle, patatas fritas de las de verdad y huevos de las gallinas del pueblo que son otra cosa, hasta en color, muy diferentes de los huevos que ponen esas gallinas estresadas de las granjas/campos de concentración en donde evacuan huevos a destajo bajo la luz de bombillas que les impiden dormir. Pecamos de gula cenando una noche en Es Niu de Escunhau el exquisito foie a la sal y la tarta tatin, ágape al que me convidó amablemente. Y terminamos las jornadas de excursiones con un paseo, que duró hasta el anochecer, al santuario de Montgarri. Creo que le gustó el paisaje, el hotel, la comida y el guía de montaña que tuvo este fin de semana. Y a mí me gustó tenerla estos tres días, aunque no siempre estaba muy de acuerdo con ella. Lee El País; yo, Público. Está poco indignada y tiene esperanza; yo muy indignado y desesperanzado. Era trotskista; yo, anarquista. Ella era; yo lo continúo siendo.
Hablamos mucho alrededor de botellas de vino tinto, un Jumilla La Ermita exquisito y diferente entre tanto Rioja, Ribera del Duero y Somontano, que ella se trajo junto a un jamón de Huelva envasado al vacío. De amores, errores y vidas pasadas. De hijos y nietos: le enseñé a la mía. De testamentos vitales y eutanasia, porque empezamos a ver las orejas al lobo. De economía, que ella domina y yo no y divago con teorías que ella juzga ingenuas. De literatura, cine, actores (le gusta, sobre todo, John Malkowicz por lo que tiene de perverso) y actrices. 2001 es una película que sólo gusta a los hombres, me dijo, categórica cuando le confesé mi admiración por todo Kubrick. Comparte mi devoción por Ana Pastor, la periodista, y por Pepa Bueno. Demostró ser buena caminante. No se quejó mucho, aunque hicimos excursiones suaves. Yo tampoco estoy para grandes marchas. Y hablamos mucho de dulces, de pasteles, de yemas de Santa Teresa, de torrijas, que le hice en la última cena y devoró con expresión de pecado.
Hoy, después de firmar un par de contratos literarios y saludar a un par de conocidos, volví a mi plaza, a mi terraza, a mi cerveza, que me dejó en la mesa El camarero que leía a Thomas Mann, y a mi Público. Manga corta y sandalias porque el tiempo es para eso, para que el sol te acaricie la piel antes de que el frío te encierre en la casa. Celebré, leyendo, ese éxito del 15O en el que esta vez no participé activamente, a pie de calle, por mis obligaciones como anfitrión. Luego compré el pan. Y regresé apesadumbrado a mi casa tras recibir una negativa de Mademoiselle Bonaire a una invitación a comer.
Hice un risoto, infernal, con buenos champiñones que eché a perder: no se puede sustituir la cebolla por el ajo cuando ésta falta. Y me tumbé a dormir en el sofá mientras sintonizaba en la Sexta3 la última película de Robert Altman.
Me despertaron dos moscas pijoteras a las que no pude dar caza. El sol, a las seis de la tarde, ya declina. Un avión sobrevuela el Coth de Baretges. Un perro ladra y calla. El cielo es blanco. Yo subo a la buhardilla, me siento ante el ordenador y trato de escribir.

Arán, 15 de octubre de 2011
La chica que admiraba a León Trotsky
llegó antes de la hora. La esperaba a las 8 de la tarde pero se presentó a las 7 en punto. Su taxi compartido, que salió de Barcelona a las 4, la dejó delante de mi casa, milagrosamente (cosas del GPS ya que yo no la encontré la primera vez que llegué a ella y anduve preguntando por todo el pueblo, desesperado) cuando las campanadas de la iglesia del pueblo repicaban siete veces.
Dos años sin ver a una persona, a esta mujer de cabello pelirrojo y corto, mirada inteligente y sonrisa afable, pueden ser un handicap a la hora del reencuentro. No fue así. La recibí a mitad de la escalera con un cálido abrazo y le reproché que llegara tan pronto por no haberme dado tiempo a confeccionar los canapés, con los que quería obsequiarla, ni hervir los gallets en la sopa sin fín que empecé cuando llegué al Valle y seguiré hirviendo hasta el fin de mis días.
Como era temprano, paseamos por el pueblo, de un extremo al otro, visitamos la iglesia, que estaba abierta, y cruzamos el Garona por el puente. Luego regresamos a mi casa a cenar la maravillosa sopa interminable, que hoy ganó muchos enteros gracias al aditamento de un hueso de ternera con carne, tocino y buen chorizo, que le supo a gloria a mi invitada, comimos los canapés de foie de Samatan y queso fresco, nos atiborramos de almendras saladas, degustamos un jamón ibérico que traía ella consigo, comimos adictivas patatas fritas y bebimos un excelso vino La Ermita de Jumilla. De postre cayeron cuatro buñuelos rellenos de crema por barba y una botella entera de cava. Pero no nos emborrachamos ni perdimos el norte, aunque yo me noté algo espeso al final, cuando intentaba hablar y las palabras se me atragantaban.
Hay quien piensa que uno no puede tener amigas, sin más, y que éstas le visiten sin más intención que compartir buenos momentos y rememorar historias del pasado. La chica que admiraba a León Trotsky, aunque ahora tendría que decir que apenas le admira y se olvidó de él, es una de esas mujeres ante las que me siento absolutamente cómodo, y ella imagino que experimenta la misma sensación. Durante las tres horas de la cena y la sobremesa, amenizada por sucesivas copas de cava, hablamos de la crisis global, de la que ella tiene una visión mucho más moderada y menos trágica que la que tengo yo, de nuestros hijos respectivos, de nuestros amores, de nuestras vidas pasadas, de nuestra edad avanzada y de tantas y tantas cosas. La chica que admiraba a León Trotsky se sintió extraordinariamente cómoda ante su amigo de treinta años atrás al que hacia dos que no veía. Hablamos también de literatura y me confesó que sólo leía mis novelas, además de los clásicos. Con la desinhibición que da llevar en el cuerpo, y en el cerebro, tres copas de Jumilla y media botella de cava se mostró crítica con dos de mis libros (El corazón de Yacaré y La caraqueña del Maní) mientras se deshizo en alabanzas con El último caso del inspector Rodríguez Pachón o La Frontera Sur. Siempre es bueno este diálogo directo con una lectora. Estuvimos hablando durante media hora de El mal absoluto, que no leyó por temor, y de la condición humana, de esa mancha que fue el nazismo. Pero dónde consumismos más tiempo de esta plática amigable fue hablando de literatura rusa, de Dostoievski, de El jugador. Y de Orlando, de Virginia Woolf, que le decepcionó en la misma proporción que le había entusiasmado cuando lo leyó en su juventud.
Salieron a colación New York, la arquitectura de Boston, Montreal, el Yukon, por su parte, Birmania y los templos de Angkor, por la mía, más Monument Valley, una obesión particular de la que quiero librarme antes de morir.
A la una y media, con todas las botelas vacías, decidió retirarse a su cama, a conciliar el sueño con la lectura de El País que traía consigo. Yo soy de Público, le dije. Tú eres más izquierdista, me respondió, mientras subía por las escaleras en dirección a su dormitorio.
Mañana, después de un desayuno con zumo de naranja y churros caseros, iremos a la Artiga de Lin y al Coth de Baretges, por supuesto.
Arán, 13 de octubre de 2011


Conseguí que viniera a comer Mademoiselle Bonnaire. Tenía ganas de verla. Llevaba un vestido oscuro, oriental, quizá vietnamita, con estampado de flores que combinaban con un collar de estrellitas que circundaba su cuello. Comimos unas lentejas que estofé ayer por la noche, cuando me moría de hambre después de la excursión en bici y me metí en la cocina a calentar pucheros, y un bistec tierno y sabroso de ternera con patatas fritas. No sé por qué puse grandes copas de vino si no bebimos y ni siquiera descorché una botella. Mademoiselle Bonnaire es sensible y dulce y tiene algo de cervatillo. Vive a dos pasos, en Foz, al lado de un río, en una casa de dos plantas que me la describe. Promete enseñarme francés ya que voy a cruzar muchas veces la frontera para dar charlas literarias. Se marcha después del café.
Hoy el día fue extraño. Quizá fuera porque mi bar estaba cerrado. La cerveza en el otro local me la cobran a euro sesenta. La amiga paraguaya me entregó, con Público el Qué Leer, y lo anduve ojeando antes de invitar a Mademoiselle Bonnaire a comer.
Duermo poco, por eso preciso de siesta, me digo y justifico mientras me tumbo encima de la colcha y alargo los pies hasta que los meto dentro de esa franja de sol que dura en ese dormitorio algo más de una hora. Vestido y abrazado a la almohada sueño con vidas pasadas. Y luego subo a la buhardilla a trabajar, si es que escribir es un trabajo.
Camarada Trotskaia me confirma que llegará mañana sobre las 8 de la tarde. Iré a comprar cava, queso Idiazabal, algo de jamón y quizá, si estoy de humor, haga canapés. La agasajaré porque me gusta hacerlo con todos los huéspedes que se acercan a mi casa. Creo que la llamaré finalmente con el apodo de La chica que admiraba a León Trotsky. Pero ¿lo sigue admirando?
A las siete ya estoy sobre mi bici. Esta vez voy a Les, pero no entro en el pueblo sino que cojo una empinada pista que me lleva al Gardader de Les, su mirador. Tres cabras huyen despavoridas cuando me ven llegar. Me asomo al abismo. El pueblo parpadea cuatrocientos metros más abajo con sus casas de juguete alineadas junto al hilo de plata del río y alrededor del campanario de la iglesia. Me encasqueto de nuevo el casco y sigo pedaleando por esa carretera de mucha pendiente que serpentea a derecha e izquierda de la montaña sin llegar nunca a culminarla. Atardece y sé que no podré llegar al final, Sant Joan de Torán, un pueblo abandonado que está más allá de Caneján, en el último valle antes de entrar en Francia. La pista forestal está cubierta de hojas otoñales que caen danzando desde los avellanos, hayas y castaños que se entremezclan con los pinos y abetos. Se amontonan disciplinadamente en los arcenes, una alfombra dorada, pero no en la pista, como si alguien las barriera constantemente. En siete kilómetros de ascensión no me encuentro a nadie, humano ni animal. Y giro en redondo, para descender, cuando el sol se pone, el cielo vira al blanco y la temperatura baja de golpe.
Regreso al pueblo por un camino pedregoso, de noche cerrada. El foco delantero de la bici ilumina los obstáculos del suelo. El Garona se desliza, murmurando, a mi derecha. En un paraje, encajonado por dos muretes de piedras, me cruzo con dos chicas que van hacia Les. Luego ataco un par de cuestas, y la segunda, como siempre, me derrota en uno de sus tramos más duros en donde el suelo son rocas grandes y resbaladizas. Echo pie a tierra y subo con la bici el resto de la pendiente y me monto de nuevo en ella a la altura de una presa de agua. Entonces ya sí llego sin problemas al pueblo, meto la bici en el garaje y me caliento un plato de sopa y frío un par de huevos mientras escucho las noticias.
Tres mensajes que me llegan por el móvil, de La Peregrina, me intranquilizan. Tampoco me calma la película que veo en un DVD que pongo: A ciegas, la versión que hizo Fernando Miralles de Informe sobre la ceguera de José Saramago. Cuando termina la película entran a fogonazos en mi cerebro flashes de mi reciente finiquitada séptima vida y me veo paseando por Granada, por el Paseo de Los Tristes, bajo la Alhambra iluminada, subiendo al Sacromonte y recalando en el bar de un gitano que ponía siempre música clásica mientras te servía un botellín de cerveza y un puñao de aceitunas rajás. Esa vida fué lírica, me doy cuenta ahora.
Regreso a mi buhardilla y, cuando me siento ante el ordenador, miro la botella de Ballantine’s, pero los vasos están dos pisos más abajo y beber directamente a morro es una degradación que no estoy dispuesto a permitirme; cuando lo haga es que estoy acabado.
Hoy me siento muy solo y alicaído. Derrotado. Tampoco he visto la luna. Cambió su órbita.
Arán, 12 de octubre de 2011
Felicité a las Pilares, ante todo. Luego desayuné café con leche y tostadas con mantequilla y mermelada de naranja y caía en la cuenta de que, como era festivo, no tendría desayuno televisivo con Ana Pastor.
Corrijo el original de una de mis novelas, sin excesivo entusiasmo: a fuerza de leerla tantas veces pierde su gracia. Lo que tenía que ser una historia de terror se decanta, cada vez más, hacia el humor negro. Los procesos creativos son siempre impredecibles. Por eso son estimulantes. Soy escritor de brújula, como diría Nerea Riesco, escritora de mapa.
En un breve correo Ignacio del Valle insiste en su mortal aburrimiento con Muerte en Venecia de Visconti y su admiración absoluta por la novela de Mann. A mí me ocurre exactamente lo contrario, que considero la novela de Mann una obra menor, muy menor, y la película de Visconti una de las cumbres del cine. Divergencias culturales que siempre son buenas.
Me encamino a mi bar bajo un sol de otoño extraordinario después de pasar por la carnicería y comprar un bistec, huevos de las gallinas que escucho cada día, un hueso de ternera para el caldo y mató de Montserrat, ese queso algo harinoso que combina tan bien con la miel. Compro Público y me siento en la mesa al mismo tiempo que llega la cerveza.
Hoy no hay tanta gente. Ni autocares del IMSERSO. Despliego el diario y leo algunos titulares. El programa del PSOE es el que no aplicó estando gobernando, lo que tiene escasa credibilidad. El programa del PP es que no tiene programa. El futuro ministrable Montoro insiste en el ladrillo. Caeremos a más velocidad en el abismo con el PP.
El 15 O la indignación toma las calles del mundo. Me indignaré en mi casa con mi amiga que sube este viernes a verme. Me indignaré porque me impide estar en las manifestaciones de BCN. ¿Cómo llamarla? ¿La Trotska? Mejor Camarada Trotskaia. Haría buenas migas con el Filósofo Rojo.
La Peregrina me informa de su Camino: diez kilómetros al día y en él encuentra de todo, desde ciclistas a caballistas, desde sicilianos a parisinos. Le falta El Gato con botas.
Invito a comer a Mademoiselle Bonnaire, pero una vez más declina mi invitación. Así es que prolongo mi estancia al sol, en la terraza, hasta poco después de la una y entonces le compro a La Tendera Silenciosa dos kilos de patatas, una lata de tomate triturado y un tomate rojo para ensalada.
Como un plato de sopa que, con los nuevos ingredientes que le echo, mejora. Frío dos rodajas de morcilla, una patata pequeña, un huevo fresco que salta en cuanto lo echo al aceite caliente. Luego hago la siesta, buscando esa franja de sol que entra en uno de los tres dormitorios, y después escribo, no mucho, ni con muchas ganas, hasta que llegan las seis, tomo la bicicleta, voy por la Nacional hasta Es Bordes y regreso por el Camin Reiau que bordea el Garona. Han desaparecido las vacas que vi en los prados el otro día; también los caballos. No veo ni escucho ciervos. Sí piso hojas otoñales y hago un buen montón de fotos cada vez que me apeo de la bici. Regreso a casa con tanta hambre que me meto en la cocina a llenar pucheros de comida y guisarlos. Un buen plato de lentejas; un plato de arroz a la cubana con la salsa elaborada con la lata que compré a La Tendera Silenciosa; otro huevo frito, porque me gustó el de la mañana; dos tostadas de foiegras de Samatan que era para Mademoiselle Bonnaire; mató con miel. Hasta que me sacio.
Anduve muy despistado y no sé por dónde pasó la luna. No la vi. Quizá viró su órbita y esquivó mi ventana. Sigue sin hacer frío y yo vestido con pantalón corto, camiseta de manga corta y descalzo por la casa. Me voy a dormir cuando ya son la 1:27 y entramos en el día 13.
Ayer llegaba Colón y los suyos a la isla de Guanahaní. Y yo recogía su gesta en La pérdida del Paraíso, diez años atrás, en mi sexta vida.
Arán, 11 de octubre de 2011

Hoy, si cerrara los ojos a las montañas otoñales que siempre tengo a la vista cuando tomo asiento a mi mesa de la terraza del bar de El camarero que lee a Thomas Mann, ésta que ustedes ven, podría decirme que estoy de nuevo en mi séptima vida por un extraño bucle. Pero no. La explicación es más simple. Un autocar del IMSERSO ha dejado a un buen número de andaluces, camino de Lourdes, en mi pueblo para que se tomen sus cervezas y vacíen sus vejigas antes de seguir camino hacia esa ciudad santa y milagrosa que nunca pisé a pesar de estar a tiro de piedra. Hoy no hay franceses en el pueblo, sino andaluces. Y su presencia me hace pensar en las desafortunadas palabras de Durán Lleida, el político catalán más antipático, acerca del fraude del PER. Pero estoy en Arán, con mi diario Público que compré a mi vecina paraguaya que estuvo días atrás en Salamanca, mi patria chica, y el vaso de cerveza que me sirvieron en mi bar y paladeo a pequeños sorbos.
Escuché la forma de hablar de una pareja vecina, dos jóvenes de poco más de treinta años, él rubio, ella morena y de pelo ensortijado y sonrisa resplandeciente, y me dí cuenta de que eran canarios. Dejé el diario sobre la mesa y entablé conversación con ellos. Si en mi sexta vida era casi mudo, y no digamos en la quinta, la cuarta, la tercera, la segunda y la primera en el útero materno, a partir de la séptima me volví locuaz. La charla, entre las dos mesas, mientras los peregrinos del IMSERSO marchaban a sus autocares y regresó el silencio al entorno, duró una hora, quizá más. Les indiqué las excursiones más próximas y accesibles que podían hacer saliendo del pueblo, al Coth de Baretges, por supuesto, y estuvimos hablando luego de Canarias, de todas sus islas, que conozco perfectamente; de la isla del Hierro, mi preferida, muy de actualidad por su actividad volcánica, y del espectáculo de su mar de fondo que me tuvo en estado de gracia tres horas; del cielo estrellado del Roque de Los Muchachos en La Palma, en donde mi interlocutor tenía una casa; de las playas de Fuerteventura; del paisaje lunar y replegado de Lanzarote con sus pueblitos blancos sobre negro; de las cumbres nevadas del impresionante Teide; del bosque de laurisilva que tapiza las crestas de La Gomera; de la vida plácida de los canarios ajenos al estrés; de las viejas, meros y abadejos que pueblan sus mares antes de ir a parar a los platos de sus restaurantes de playa; de las sabrosas lapas con ajo y perejil; de los vientos alisios que siempre soplan y renuevan el aire... y ellos asentían, sí, pero me decían que lo que les gustaba eran estos valles siempre verdes, estos bosques de dos, tres, cuatro colores, este agua que se despeña por las laderas; que habían venido buscando mal tiempo, nubes, lluvia, nieve que nunca han visto y se quedan con las ganas de ver, hartos del buen tiempo insular, y se encontraban con este otoño espectacular de manga corta que estamos teniendo aquí. Claro, todos buscamos lo que no tenemos.
Seguimos hablando, y ella resultó ser rusa/cubana, yo creo que más cubana que rusa. Y pasamos de hablar de las Islas Afortunadas a la Isla por antonomasia: Cuba. Hablamos de los Castro, del bloqueo, de los rusos en la isla, de las penurias de la revolución frustrada, de la maravillosa sanidad cubana que hasta paga los implantes dentales, cosa que aquí ni soñamos, de los muchos ojos y oídos que hay en La Habana, en cada esquina, para impedir cualquier disidencia, de los mojitos, daiquiris, mulatas del Tropicana, son, salsa, Cienfuegos, Varadero, la carne de vaca clandestina, los arquitectos barrenderos...y terminé hablando de mi penúltima novela, de Llueve sobre La Habana que presentaré pronto en La Miami Book Fire, y ella, la cubana/rusa/cubana, de sonrisa resplandeciente y enormes ojos, anotó aplicadamente en un mapa turístico de Arán el título del libro, la editorial, canaria, el autor, que tenían al lado, con la intención de regalar a su papá cubano disidente que vive con su mamá rusa en Gran Canaria.
Me toman una foto. Poso con ellos antes de que se marchen al Coth de Baretges. Les ofrezco mi casa por si quieren venir en invierno a disfrutar de otro paisaje distinto al del otoñal que ahora luce; me ofrecen ellos la suya en Gran Canaria después del apretón de manos. Y parto hacia mi casa, después de pagar mi privilegiado euro veinte por la cerveza y saludar a El camarero que leía a Thomas Mann (bonito título para una novela) que acaba de incorporarse al trabajo.
Después de comer cuadro el planning de las próximas visitas, que milagrosamente no se solapan: todos tuvieron puntería en escoger sus fines de semana. El hotel estará completo en octubre y en noviembre, y no tendrá habitaciones disponibles hasta diciembre. Todos los fines de semana habrá alguien que vendrá a verme, charlar, tomar copas de vino y perderse conmigo por la montaña.
Escribo luego, leo, veo las noticias, me tiendo un rato sobre esa cama que recibe a las 15,45 los rayos del sol, echo un sueñito con la ventana abierta y el rumor de los balidos de unas cabras. Oigo, medio en sueños, cómo relinchan algunos caballos, alguien corta leña, un gallo canta, dos gallinas cloquean. Y cojo la bici al atardecer, para dar mi paseo solitario por estos valles antes de la cena, hasta Les, por la carretera, regresando luego por un camino interior que bordea el Garona y la piscifactoría de esturiones. A las nueve estoy sentado a mi mesa, ante el plato humeante de sopa y la pantalla del televisor, y subo luego a mi buhardilla, a seguir escribiendo, a insertar en mi novela de fotofóbicos (insectos y personas) los diálogos en italiano que amablemente me tradujeron unos amigos de Málaga. La luna se pone sobre mi ventana y mi cabeza a las diez de la noche.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me maravilla la forma en que relatas el dia. Empiezas con una sencilla frase y terminas con "la luna se pone sobre mi ventana y mi cabeza a la diez de la noche" y en medio de las lineas, he penetrado los ojos de los andaluces, admirado la sonrira de la chica cubana, he llenado mis pulmones de vientos alisios y me he deleitado del viento de la tarde durante el paseo en bicicleta. Nubia.
algecirasm ha dicho que…
No sé que me encanta más, si las fotos que logra bellamente exponer en los textos o la elaboración de lo cotidiano en sus escritos.
algecirasm ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues muchas gracias, Nubia. Ese intento de plasmar mi día a día tiene muchos adeptos y adictos. Me alegra de que tú seas uno de ellos. Un abrazo
José Luis Muñoz ha dicho que…
Algeciras, tanto los textos como las fotos son un reflejo pálido de una realidad que no se puede plasmar en todo su esplendor y belleza. Gracias.
Pilar ha dicho que…
Lujo
agradecimiento
enmaravillada me quedo
afortunada me siento
cómo escribes!!!
Dios!!!
Un abrazo enorme
M. Deveriá ha dicho que…
"El camarero que leía a T. Mann" es un título magnífico para una novela.
Veo que el hotel está teniendo mucho éxito: lleno total y eso que estamos en temporada baja, jeje. Es Ud. un afortunado. Alejado del mundanal rido pero bien acompañado los fines de semana. Eso es perfecto.Cada día me da más envidia su octava vida.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues muy cierto, querida amiga, que es un título excelente para una novela. Habrá que escribirla.
A partir de diciembre hay plaza en el hotel. Así que ya sabe lo que puede hacer si tiene unos días tontos. No me puedo quejar de mi octava vida. No me la esperaba ni me la programé, pero en cierto modo estaba predeterminado a ella.
M. Deveriá ha dicho que…
Pues sepa Ud., querido escritor, que venía pensando desde el verano en ir a Arán en el puente de la Constitución, pero, he aquí que no nos lo conceden. Tendré que buscar otra fecha. Tal vez en vacaciones de invierno(febrero, pleno invierno, como me gusta).
Agradezco el ofrecimiento y no lo echo en el olvido.
Anónimo ha dicho que…
Me quedo pensando en los recuerdos que te llegan de lo acontecido en tu septima vida y me pregunto si es un recuerdo real o si es parte de la fantasia creadora del escritor.??? Nubia.
Anónimo ha dicho que…
Oh, Jose Luis queria comentarte que hace dias me quede pensando en algo que escribiste por hay... de que si tuvieran que atender a alguien de urgencia y hubiera que coserle los dedos de urgencia aqui en USA no se los coserian, la verdad estas equivocado! En los hospitales se atienden las emergencias rapidamente, te cosen los dedos de vuelta, te ponen la camiza de fuerza o te operan de urgencia, lo que necesites!! Me senti en la necesidad de hacerte la aclaración.Nubia.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues si viene en invierno, amiga Pilar, me ayudará a pelearme con el fuego de la chimenea. Por mis hábitos de incendiario temo quemar toda la casa, y hasta el pueblo.
José Luis Muñoz ha dicho que…
¿La séotima vida, Nubia? Me temo que fue un largo sueño del que acabé despertando. Pero fue un sueño maravilloso, también se lo digo. Y del sueño uno se despierta, porque eso es parte del juego.
MarianGardi ha dicho que…
Jose Luis, he recorrido contigo dos días y los pensamientos de toda la semana.
Que prolífico en palabras, que chorro de letras, que manantial.
Un placer como es de costumbre cuando vengo a ver este diario donde se camina de tu brazo, por la panadería, el río, la terraza del bar, un euro veinte una cerveza?
Me imagino el viento aullando y moviendo las maderas del techo, la caldera de leña.
Venir a verte es emprender un verdadero viaje.
Yo ahora estoy en París a pasar el invierno, vivo frente a un Lago y los cisnes se ven desde la ventana de la cocina, dentro de un mes el lago estará helado y los cisnes patinan por las aguas. Todo un espectáculo.
La semana que viene voy a ver el Circo del sol, llevaba tiempo queriendo verlo.
El primavera de nuevo estaré en Granada.
Un abrazo y sigue disfrutando mucho del Valle!!!
MarianGardi ha dicho que…
Perdón quise decir Circo del Sol.

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