DIARIO DE UN ESCRITOR

Miami, 17 de noviembre de 2011
Hoy es día libre. Jornada sin programar. Pero sigo con mi pesada bicicleta china que, a medida que pasan los días y las horas, chirría un poco más por falta de grasa (me la llevo yo toda en mis manos que parecen de mecánico cada vez que se sale la cadena) y se está empezando a descuajeringar, maravilloso palabro (la cesta baila y espero que no caiga al mar con su cargamento de dinero, cámara de fotos, novela de Carlos Pérez Merinero y tarjetas de crédito). Así es que, sin nada fijo que hacer, me voy a sudar un poco por la carretera marina que me lleva hasta el Downtown de la ciudad y luego veré que hago.
Primero paso por el recinto de la Miami Book Faire. Están montando las carpas en las calles unos cuantos cientos de operarios, cambiando la fisonomía de un solar que está detrás de la torre de la Libertad, el único edificio de Miami que tiene más de veinticinco años. Y creo que localizo en una de las calles mi librería, la Universal, que pondrá a la venta los ejemplares de Llueve sobre La Habana antes y en la presentación. Decido, sobre la marcha, acercarme a Little Habana y me guío por el puro instinto, sin mapas, y llego a la primera después de cruzar un puente y pasar por debajo de los raíles aéreos del suburbano.
A medida que pedaleo por la calle central del barrio cubano voy recordando todo, tiendas y hasta caras. Sí, caras que vi hace tres años, o cuatro, perdí la cuenta, y vuelvo a ver ahora. Hay un vistoso tipo con sombrero que siempre está fumando un habano a la puerta de la tienda de cigarros demostrando que se puede vivir fumando, y mira que se debe de haber fumado miles de cigarros habanos el hombre. Aguanta con estoicismo, y sin mover un músculo de su cara, que me recuerda al de El Indio Fernández y es cinematográfica, que los turistas posen con él y se hagan fotos a la puerta de su tienda. Hay muchas tiendas de tabacos en Little Habana y los operarios lían los cigarros a la vista del público bajo las aspas de los ventiladores. Hay tiendas de frutas tropicales, y en la más vistosa de ellas, que exhibe gigantescos aguacates del tamaño de una pelota de rugby y plátanos multiuso, le pido a la viejita que regenta el negocio, tras aparcar mi pesado vehículo, un zumo de mango. Entiende mango, pero no zumo, y mira que se lo repito. Claro, para ellos es jugo y yo sin enterarme. El jugo está frío y sabroso. Lo trago dispuesto hoy a hacer una dieta muy sana a base de vitaminas. Pedaleo y paso por delante de un triste motel abandonado que se anunciaba con infinidad de corazones. Cerrado estaba hace tres o cuatro años y nadie se ha dignado abrirlo para dar refugio a corazones desbocados y clandestinos entre sus sábanas. La de historias que podrían contar sus camas. La de historias de amor e infidelidades que han cobijado sus puertas que cerraron y no parecen querer abrirse.
El restaurante más chic del barrio, que no parece Miami sino un poblamiento de cualquier país de Latinoamérica, y es que la ciudad ostentosa de los rascacielos y de las casas con embarcadero privado quedó muy atrás, tanto que ya no lo veo (los rascacielos sí, por eso se llaman así, para que se vean desde la otra punta del planeta) es unp dominicano con decoración estilo castellano viejo en cuya entrada, además de un enorme y vistoso gallo de madera, que fotografío, hay un pistolero con cara de malas pulgas por si a un comensal le entra la tentación de irse sin pagar.
Una tienda mexicana que ofrece productos de ese país (tacos, enchiladas, guacamole, Coronitas) tiene, además de la bandera de México lindo pintada en un pedrusco informe en su entrada, una virgen de Guadalupe kitsch entre rejas, por si a alguien se le ocurre robarla.
El monumento a los caídos en Bahía Cochinos sigue en pie, con sus enormes balas de cañón cercándolo a modo de adorno y la llama perenne por los mártires que cayeron en esa encerrona. Y cerca, un centro social en donde viejitos enjaulados juegan a las cartas y fuman porque están al aire libre.
No sé cuantos miles de números llevo recorridos en Little Habana, ni cuantas iglesias cristianas dejo atrás, cuando llego a la librería Universal, por fin, amarro la bici a una verja, me saco el casco y entro. Soy consciente de que mi aspecto con la camiseta cutrosa, mi barba salvaje, mi melena de añejo surfero y mis piernas al aire que asoman por mis bermudas no es muy tranquilizador, por lo que la señora de la tienda, la dueña, me pregunta qué quiero, mientras tantea debajo del mostrador su Smith and Wesson y comprueba que todas las balas estén en el tambor, pero suspira de alivio cuando le digo que soy escritor y presento novela, la que ellos deberán tener y no tienen porque todavía no se la he llevado, en la Miami Book Faire. La señora, muy amable, la misma de hace tres años aunque no muy buena fisonomista, porque no se acuerda de mí, me regala una revista de la feria en la que está la situación de su caseta y mi foto en alguna de sus páginas. Me doy cuenta luego, mientras, siguiendo la dieta sana del día, me tomo dos pasteles de coco en una dulcería en la que ya me detuve la primera vez que estuve en Little Habana (soy hombre de tradiciones, lo reconozco, y de pocas aventuras) regados con dos zumos de naranja natural y con las espaldas guardadas por tres forzudos policías de Miami que toman Coca Colas en una mesa vecina, que hay otros españoles presentes en el evento literario como Espido Freire, a la que conozco de ver en saraos y jurados, Vicente Molina Foix y Agustín Fernández Mallo.
Regreso al Downtown con cuarenta grados a la sombra, deshidratándome, lo que no está mal para ser noviembre, y al ritmo de Celia Cruz que escapa de las casas de discos. Y sigo con esa imagen, que no se me borra, de la tristeza de esos cubanos del exilio, obligados a echar raíces en una tierra que no es la suya y soñando con regresar a la de la que fueron expulsados, y entiendo y respeto a esos cubanos del exterior, desarraigados y serios, que no cruzan palabra conmigo, como a los del interior, expansivos y amigables que te acompañan a todas partes en cuanto bajas del avión en La Habana.
Hago la siesta en una pequeña islita, junto al puente de Brickell, el del arquero, arrullado por el murmullo del mar al que puedo caer si ruedo del banco al agua, y sigo camino hacia Miami Beach, pero no por el puente habitual, saturado de peligroso tráfico, sino por uno que pasa por la Venetia Island y me permite fotografiar la ostentación del Miami Beach feliz, esa apoteosis del dinero a la vista, ese club selecto del que forman parte Julio Iglesias, Shakira, Gloria Stefan y capos de la droga, que seguro que haylos entre tanta mansión de lujo y yates de enorme cilindrada. Me vienen a la memoria el Tony Montana, Al Pacino, de El poder del dinero de Brian de Palma y Corrupción en Miami de Michael Mann, que no estaba nada mal para estar basada en la popular serie de televisión.
Miami debe de ser una ciudad tranquila. No he visto apenas policías salvo aquellos tres que estaban en la dulcería de Little Habana y otro más que pasó a lomos de un caballo pura sangre por la acera. Tampoco he visto altercados, ni gritos, ni bocinazos por asuntos de tráfico. Claro que no me he perdido por el barrio heavy, Haití, que dejo para otra ocasión, cuando ya no tenga apego a la vida.
En uno de los puentes de Venetian Island, que se abren para dejar paso a un velero (en Miami, en los cruces, las embarcaciones tienen preferencia sobre coches, ciclistas y peatones) descubro las dos caras de la ciudad separados por un par de metros: el de una negra joven y muy linda, bien vestida, y de un homeless hermano con greñas rastas y aspecto de no haberse dado un baño en meses.
Cuando se alza el puente y paso, entro en Miami Beach por una zona nueva que descubro, yo que creía tenerla controlada toda, por el barrio judío presidido por esa gran mano abierta junto a un estanque del monumento al Holocausto que se completa con un corredor circular en el que están gravados en bajorrelieve los nombres de algunos de los judíos que perecieron en esa abominable carnicería más algunas fotos de esa masacre vergonzosa. Y llego a casa, a mi hotel justo para darme una ducha, echar una siesta de una hora y salir de nuevo a la calle a retratar el atardecer que, como siempre, es espectacular frente a ese paseo que corre paralelo al muelle de Miami y enlaza con su puerto deportivo.
¿Mi cena? Tres Fantas de naranja, a las que soy adicto desde que mi mamá me las daba como premio cuando me portaba bien, nunca, y una bolsa de patatas que compré en una Pharmacy, que no es una farmacia, como su nombre indica, sino un drugstore que nunca cierra. ¡Vaya dieta la de hoy!

Comentarios

MarianGardi ha dicho que…
Que gusto leerte. es un verdadero disfrute.
Imagino que guardaràs este diario para publicarlo algún día.
En letras todo es comestible jejeje
Yo de pronto lo degusto a mis anchas.
Un cálido abrazo
M. Deveriá ha dicho que…
Te sigo la pista, aunque, a vcs, casi d puntillas. Esta smana ha sido de mucho trabajo.
La imagen del motel abandonado y tu comentario me ha atravesado sin saber por qué.
Un gran abrazo y mucha suerte, querido José Luis.

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